Marea Editorial

Adelanto de «Esquirlas de la memoria», de Gabriela Naso y Victoria Torres

Esta es la crónica nunca contada de un grupo de ex combatientes y familiares de caídos en Malvinas que se propusieron identificar a los soldados sepultados sin nombre en el Cementerio de Darwin, a quienes llevan como esquirlas en la memoria. Pese a la oposición de algunos familiares y de las Fuerzas Armadas y la falta de colaboración del gobierno británico, lograron devolverles la identidad a numerosos compañeros muertos.

Un grupo de soldados sobrevivientes de la batalla de Monte Longdon conformaron el Centro de Ex Combatientes Islas Malvinas (CECIM) La Plata. Allí habían combatido a las tropas británicas en claras condiciones de inferioridad, no solo por el bajo nivel de capacitación y lo obsoleto de su armamento, sino también por su avanzado estado de desnutrición y las secuelas de los tormentos previamente padecidos a mano de oficiales y suboficiales de las Fuerzas Armadas argentinas. Sobre el final de la contienda, los militares desplegaron un plan para acallar las voces de los conscriptos y garantizar la impunidad de los superiores. La dictadura investigó y persiguió a los ex soldados que comenzaban a organizarse. También llevó adelante actividades de Inteligencia y acciones psicológicas sobre los familiares de soldados desaparecidos que golpeaban las puertas de los cuarteles para saber dónde estaban sus seres queridos.

Gabriela Naso y Victoria Torres rescatan la lucha de los ex combatientes del CECIM La Plata y un grupo de familiares de caídos para lograr la identificación de los jóvenes que fueron sepultados sin nombre en el Cementerio de Darwin, en las Islas Malvinas. Un pedido que recién treinta años después de la guerra fue atendido por el Estado argentino y recibió el apoyo del Equipo Argentino de Antropología Forense, el Comité Internacional de la Cruz Roja y organismos de derechos humanos. Muchos cuerpos fueron identificados, pero a más de 40 años de la guerra de Malvinas, hay caídos sin identificar y familias cuyas muestras no coinciden con los restos de las tumbas exhumadas. A ellos, y a quienes murieron por los tormentos infligidos por los  militares, también se les debe la memoria, la verdad y la justicia.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto

 

La rendición

Tras el repliegue final, los soldados del Regimiento de Infantería 7 se agrupan en el gimnasio de Puerto Argentino, donde algunos militares arengan para volver al combate.
Pero el intento se extingue antes de prosperar. Finalmente, el 14 de junio, el gobernador Mario Benjamín Menéndez presenta la rendición que pone fin a la guerra de Malvinas. Al
enterarse, varios combatientes experimentan una doble sensación de alivio y bronca. El enojo de Magno palpable, cree que los militares son unos ineptos. Alonso piensa en todo el
esfuerzo que implicó estar ahí, pero agradece que el conflicto haya terminado y estar vivo para contarlo.

Al día siguiente, los británicos ingresan en el pueblo y los argentinos quedan prisioneros en los edificios, aunque con cierta libertad de desplazamiento. Rápidamente se corre la voz de que los contenedores ubicados frente al hospital y la Casa del Gobernador están abarrotados de víveres, y comienzan las incursiones de soldados para hacerse de chocolates, Mantecol, galletitas, quesos y otros alimentos que devoran con avidez. Varios se preguntan cómo es posible que, habiendo tanta comida, padecieran hambre en el frente, si entre ellos y las provisiones había argentinos, no ingleses.

En paralelo, el gimnasio se llena de interrogantes. ¿Cuánto tiempo los tendrán ahí? ¿Qué harán con ellos? ¿Dónde están los compañeros que faltan? ¿Alguien vio a Gattoni? ¿Qué saben de Poroto? ¿Y Aparicio?

La falta de certezas multiplica las incógnitas. Carrizo evalúa qué hacer con el diario que escribió desde su llegada a las islas. Las notas dirigidas a su esposa, Hilda, y sus compañeros de militancia en la Federación Juvenil Comunista le queman tanto como la esquirla que le entró por la espalda. Imagina que le decomisarán sus escritos, los leerán y terminará comiéndose “un garrón”. En silencio, el soldado sopesa sus opciones.

Bajo el control británico, los prisioneros son conducidos a la zona del aeropuerto para entregar el armamento y otras partes del equipo. Es un momento triste para soldados,
suboficiales y oficiales. Alonso no tiene nada que dejar, pero acompaña la peregrinación. Algunos siguen las indicaciones de los ingleses y tiran las armas en las pilas que les indican. Otros, las rompen o las arrojan al mar. Aun con miedo de que lo reprendan, Magno engancha su fusil en un arado, en un gesto de protesta.

 

El regreso

Después de la entrega del armamento y la posterior requisa, los prisioneros en Puerto Argentino abordan por tandas una barcaza pequeña e inestable que los lleva hasta el buque Canberra. Los soldados ven a varios superiores sacarse las insignias que indican el grado militar para camuflarse con la tropa, aunque los delata el bigote que no llegaron a afeitarse.

Alonso sube a la lancha con media barra de queso de máquina escondida en el pecho, chocolates y una caja con leche en polvo. Lo primero que le quitan es la caja. A Carrizo le sacan el correaje, el casco y los cordones. Los papeles los rompió antes de embarcar. A Magno le incautan una lata de dulce de batata, pero, extrañamente, le dejan la bolsa de dormir y algo más que con los años olvidará qué era. Los ingleses se ríen de los argentinos, que se aferran desesperados a los alimentos que consiguieron en el pueblo. Les arrebatan todo.

Varios prisioneros imaginan que los arrojarán a una bodega mugrienta, llena de ratas, pero el escenario en el trasatlántico devenido en buque de guerra es bastante distinto. Los reciben con un vaso de sopa de tomate y un pan. Con el calor del primer sorbo, Alonso siente que se salvó. Algo similar le ocurre a Magno al ver a los representantes de la Cruz Roja.

Nuevamente, los requisan. Ni bien le abren el duvet, la media barra de queso que Alonso esconde cae al piso de la cubierta. El soldado se arroja al suelo para recuperarla, pero
se la quitan. Insisten en que no se preocupe, que le darán de comer.

Los pisos del navío se completan a gran velocidad. Los argentinos son asignados de forma arbitraria a camarotes con literas sin colchones e identificados con tarjetas maleteras que deben llevar colgadas en el cuello.

A bordo, el trato de los británicos es mejor que en las islas. Dos veces al día, los prisioneros reciben una ración de alimento, acompañada de un cigarrillo. La primera vez
que Aparicio se pone en la fila para recibir la bandeja con la comida, encuentra a su izquierda un tacho de basura que rebalsa de restos que dejaron los ingleses. Hunde la mano entre las sobras y saca un pan mojado con salsa que devora con ansia. Al verlo, un británico se acerca y lo reprende.

–¡Tengo hambre! –protesta Aparicio.

En respuesta, el hombre lo sujeta del brazo, lo lleva adonde sirven la comida y hace que le pongan dos panes en la fuente.

En el buque, varios soldados también tienen la primera oportunidad de bañarse en meses. El agua caliente barre la suciedad y limpia las heridas superficiales, dejando al descubierto las secuelas de la desnutrición y la tortura.

Mientras se friega las manos, Carrizo pasa un dedo por el lugar donde, hasta hace poco, tuvo su alianza de casado. La extravió a mitad de la guerra, en uno de los lavabos
del hospital. El anillo, que había pertenecido a su abuelo materno y se había afinado con el paso del tiempo, se le resbaló del dedo mientras se higienizaba las manos y se perdió
por el desagüe. En ese momento, no reparó en el abruptodescenso de peso que la situación evidenciaba, sino que pensó en cómo le diría a su madre que había perdido “el anillo
del abuelo”. Ahora, con 17 kilos menos y el cuerpo limpio, vuelve a ponerse la misma ropa sucia y grande, y se ve como una “porquería humana”.

También Alonso se impresiona al mirarse desnudo. El espejo le devuelve la imagen de un rostro consumido y un cuerpo esquelético que le cuesta reconocer como propios. La
abrupta pérdida de peso es notoria, en especial en la parte toráxica. Solo en el camarote, parado frente a su reflejo, repite: “Este no soy yo”.

 

Un muerto que habla

El destino del barco en el que viajan es un misterio para los prisioneros argentinos. La mayoría asume que los llevan a Inglaterra o a la isla Ascensión. Unos pocos creen que regresan al continente. Por eso, varios se sorprenden cuando el 18 de junio escuchan la voz de Carrizo Salvadores, responsable de la tropa argentina a bordo, salir por los altoparlantes y decirles que se verán al día siguiente, cuando desembarquen en Puerto Madryn.

La mañana del 19 de junio, el Canberra atraca en el muelle Almirante Storni, en la costa de Chubut, con 4136 prisioneros de guerra: 3076 soldados, 863 suboficiales y 197 oficiales. A
la distancia, el soldado Germán Larrañaga reconoce a Amato. El joven une los índices de ambas manos, formando una cruz, y se larga a llorar. También el suboficial Pedro López se alegra al saber que el conscripto, a quien conoce del Círculo de Suboficiales, está vivo. A unos metros de ahí, Alonso se abraza con Andreoli. Creyó, por los dichos de Díaz, que su amigo había muerto degollado. Es un reencuentro cargado de felicidad, angustia y bronca por los horrores padecidos.

Ya en territorio continental, los militares vuelven a colocarse sus insignias y, a fuerza de gritos y empujones, obligan a la tropa a subir a colectivos y camiones Unimog del
Ejército Argentino.

–¿Ahora gritan? ¿Ahora son machos? –los confronta un soldado, al que pronto se suman otros jóvenes que también fueron abandonados por sus superiores en el frente ante la
inminencia del ataque.

Aunque las Fuerzas Armadas desplegaron un gran operativo en la zona para ocultar el regreso de los combatientes, en el pueblo se corrió la voz y los chubutenses se vuelcan a
las calles para ver a los soldados que regresan de Malvinas. Algunos vuelven con la carga de haber perdido y temen que la gente los repudie. Pero, la reacción es contraria a ese pensamiento. A la par de los vehículos, mujeres, hombres, niñas y niños los aplauden y les gritan palabras de fuerza, mientras les arrojan panes que los jóvenes agarran con desesperación. En agradecimiento, obsequian rosarios, guantes, cascos y otros objetos que trajeron de las islas.

–Decime el número de teléfono donde llamamos –piden varias personas, con la intención de avisar a sus familiares que regresaron.

Gran parte de los soldados son llevados a las unidades militares de la zona, donde pasan unas horas antes de ser trasladados al aeropuerto de Trelew. Mientras esperan para abordar los aviones que los llevarán de vuelta a la Base Aérea de El Palomar, hay una escena que se repite: los jóvenes pasan por las cabinas telefónicas del aeropuerto para
llamar a sus casas o a la de algún familiar o vecino, y decir que están vivos.

Robert marca el número de la casa de su tía Dora. Su familia no le cree cuando dice que está bien, porque en el Regimiento lo dieron por herido. El soldado insiste en que
está bien, que solo se le hincharon los pies en el barco. Mientras tanto, Carrizo intenta en vano comunicarse con la casa de la hermana de su esposa en La Plata. Luego de un rato, consigue hablar con su cuñado en San Juan.

–Estoy bien. Díganle a la vieja que estoy bien. Y llámenla a Hilda –pide, antes de dejarle el lugar a otro soldado.

En tanto, Amato se niega a llamar.

–Yo no voy a hablar por teléfono. Yo voy a ir a mi casa.

–No, estúpido. ¿Qué querés? ¿Matarla de un infarto a tu vieja? ¿Cómo no vas a llamar?
Llamá por teléfono –insisten sus compañeros.

Finalmente, Amato marca el número de la casa de sus padres. Del otro lado, alguien atiende. Con los años, no recordará si fue Eugenia o Vicente quien contestó, pero le quedarán grabados los gritos desesperados e incomprensibles de su madre.

–¡Pará, pará! ¡No grités! Mañana voy para allá –dice el soldado. Cuando cuelga, se queda con la impresión de que, para sus padres, el que los acaba de llamar es un muerto que habla

Lo que pasó en Malvinas, quedó en Malvinas

Antes de la rendición argentina del 14 de junio, las Fuerzas Armadas comenzaron a implementar una política tendiente al ocultamiento de aspectos relevantes del conflicto bélico. El 4 de junio se crearon el Centro de Recuperación de Ex Prisioneros de Guerra (CREPG), el Centro de Apoyo de Recuperación Integral (CARI) y el Centro de Recuperación
del Personal de la Fuerza (CRPF). Cuatro días después se confeccionaron dos cartillas de contrainteligencia, en las que se le requiere al personal procesado por los centros no relatar su experiencia en Malvinas y demostrar siempre bienestar para “no perjudicar a la institución”.

Bajo esa línea, los soldados del Regimiento de Infantería 7 son llevados desde El Palomar a la Escuela de Suboficiales “General Lemos”, en Campo de Mayo. Al llegar, les entregan ropa nueva y los atracan de comida. Según las versiones que circulan, planean tenerlos ahí entre diez y quince días, pero los jóvenes no quieren saber nada con quedarse. Al día
siguiente es el Día del Padre y desean estar de regreso en sus hogares.

Durante el tiempo que los retienen en la Escuela, los soldados son sometidos a revisiones médicas e interrogatorios, y obligados a completar las actas de recepción diseñadas por
Inteligencia. Entre los colimbas se corre la voz de que es mejor firmar todo, decir que no vieron tormentos ni abandono a la tropa por parte de los superiores y negar cualquier dolencia para que los dejen volver a sus casas.

Varios responden generalidades, pero algunos se animan a dejar testimonio de lo ocurrido en las islas. También son pocos los que completan las actas de defunción de los fallecidos. Amato es uno de ellos. Entre los cuatro certificados que firma, están los de Herrera, Massad y Baldini.

En la cantina, un grupo de soldados intenta reconstruir los últimos días del conflicto. Hay compañeros de los que aún no tuvieron noticias. Gattoni es uno de ellos. Cada vez
que pregunta, Carrizo se encuentra con distintas versiones, pero ninguna lo da por muerto. Alguien explica que quienes dijeron que estaban en roles de comunicación quedaron prisioneros en las islas. Otro apunta que los heridos deben estar internados.

Mientras los combatientes hilvanan recuerdos, un oficial joven, que no participó de la guerra, entra al lugar. Contrariamente a los usos y costumbres de la vida castrense, los soldados no se ponen de pie para saludar al superior. Siguen hablando entre ellos y eso hace que el oficial se enfurezca. Los conscriptos, que ya no tienen el mismo respeto ni
el miedo hacia las Fuerzas Armadas que antes del conflicto, no dudan en contestar.

–¡Flaco, nosotros fuimos a la guerra!

–¡Vos no estuviste en Malvinas!

El oficial pega los tacos de los borceguíes, da media vuelta y se va.

Después de romper a patadas los baños de la Escuela de Suboficiales, los soldados consiguen acortar su permanencia en Campo de Mayo. Al caer la tarde del 21 de junio, los alistan para regresar a la ciudad de La Plata. Antes de subir a los colectivos, les advierten sobre lo que pueden contar y lo que no. Las palabras de los superiores van acompañadas por una cartilla de recomendaciones en las que se les requiere “no proporcionar información sobre su movilización, lugar de presentación, arma a que pertenece y/o aptitud adquirida y su experiencia de combate; no ser imprudente en sus juicios y apreciaciones, y no dejarse llevar por rumores ni noticias alarmantes”.

En nombre de la Patria, los combatientes son amenazados para que no se conozca el horror que padecieron en las islas y garantizar la impunidad de los militares. La orden es clara: Lo que pasó en Malvinas, quedó en Malvinas.

“¿Lo viste o no lo viste?”

Los colectivos de línea que van de Campo de Mayo a La Plata tienen las ventanas tapadas con diarios y las luces apagadas. Una vez más, las Fuerzas Armadas intentan ocultar el regreso de los combatientes, pero los familiares, amigos y vecinos se enteran. Antes de llegar a la ciudad, ya hay gente apostada a ambos lados del Camino Centenario, esperando para ver a los soldados que vuelven de Malvinas.

Los jóvenes están ansiosos por reencontrarse con sus afectos y aunque el soldado Juan Gerónimo Colombo comparte el entusiasmo de sus compañeros, su semblante denota
preocupación. Robert, que va sentado a su lado, advierte su desasosiego y le pregunta qué pasa. Colombo le cuenta que Del Hierro, su compañero de trinchera, murió en las islas.

–¡Estos hijos de puta seguro que no le dijeron y debe estar la familia! –se lamenta Colombo.

Los vehículos avanzan a gran velocidad hacia la unidad militar ubicada en el predio delimitado por las calles 19, 21, 50 y 54. En el camino, los soldados fueron quitando los papeles de diario para ver a la multitud que aguarda su llegada. Entre las personas amontonadas afuera del Regimiento se distingue la figura de uno de los amigos de Amato que sujeta una puerta donde se lee: “Chicho” y un corazón.

En medio de la euforia, un grupo de familiares, entre los que está la madre de Aparicio, se cuela en el predio. La mujer sube a uno de los colectivos y pasa de un soldado a otro preguntando si vieron a su hijo. Cuando llega frente a Aparicio, le formula la misma pregunta que a sus compañeros.

–¡Mamá, soy yo! –le responde su hijo.

En el patio de la unidad militar, las voces de los soldados se confunden con las de familiares y amigos. Los primeros pronuncian sus apellidos para que los reconozcan; los segundos dicen los de sus seres queridos.

Desde la puerta del colectivo, Robert se zambulle en los brazos de su tío José al grito de: “Volví, volví”. El hombre lo alza sin dificultad, como si fuera un niño. A su lado está
su hermano mayor, Rubén, y afuera esperan su hermano Daniel, sus primas y varios amigos.

En medio del tumulto, Alonso se reencuentra con su madre, Sibyla, y su hermana, Anabel. También están Lito, un amigo del barrio, y su primo Jorge. Carrizo agita los brazos, haciéndoles señas a su esposa y a los amigos que fueron a recibirlo. Magno corre a abrazarse con sus padres. Es la primera vez que ve a Belgrande llorar.

Las familias de Del Hierro, Maidana, Gramisci y otras tantas más buscan con desesperación entre la multitud. Gritan los nombres de sus hijos, pero nadie contesta. Las bocas que deben dar respuestas guardan silencio. Ante la incertidumbre, interrogan a los jóvenes que volvieron.

 

–¿Lo viste o no lo viste?

En ese momento, los sobrevivientes comprenden que les toca la dolorosa tarea de contarles lo ocurrido en las islas.