Marea Editorial

Adelanto de «Plaza Tomada», de Alejandro Horowicz

¿Qué quedó del 17 de Octubre? ¿Qué permanece, qué se desvanece, qué regresa con otro nombre o disfraz?

Ochenta años después, Plaza Tomada reúne una serie de intervenciones originales que interrogan al mítico 17 de Octubre de 1945, no para petrificarlo como ritual sino para volverlo campo de disputa. Cada autor fue convocado especialmente por Alejandro Horowicz, referente ineludible a la hora de pensar el peronismo, para componer una cartografía polifónica de su acontecimiento fundante, en clave contemporánea.

Si la narrativa dominante del peronismo suele oscilar entre la hagiografía y la denostación, Plaza Tomada abre grietas: hay lugar aquí para los cuerpos invisibilizados, para los bordes impuros del movimiento, para los efectos no previstos. El libro no pretende unidad ni síntesis: apuesta por el desacuerdo, el cruce, la grata y enriquecedora disidencia de quienes piensan en voz alta.

En el conjunto resuena una misma intuición: que el 17 de Octubre no es un hecho clausurado ni un simple mito, sino una zona en disputa, una escena que se reactiva cada vez que se la interroga. El gesto de Horowicz no es el del doctrinario sino el del editor atento, que arma una arquitectura textual para que la tensión entre voces no se diluya.

A continuación, un fragmento a modo de adelanto:

Fundidos y Organizados: peronismo postalbertista del siglo XXI

por Iván Horowicz

Debemos caminar hacia adelante, no hacia atrás. Arriba, no adelante.
Y siempre girando, girando hacia la libertad.
Bill Clinton

Otro de sus discípulos le dijo: Señor, permíteme que vaya primero
y entierre a mi padre. Jesús le dijo: Sígueme; deja que los muertos entierren
a sus muertos.
Mateo 8:21-22

Dos gordos gritando en un canal de streaming con algún ex funcionario kirchnerista, todos vestidos de Harry Potter, o Batman, o Dragon Ball Z. Una pareja cuarentona yendo a cenar, pidiéndose el plato “Peroncho hasta los huesos” (osobuco braseado) en el pintoresco restaurante “Perón-Perón”, ubicado en el barrio de Recoleta. El búnker de campaña de Chacagiales, frente al Parque Los Andes, rebalsado de merchandising de un expresidente al que hoy nadie quiere y todos quisieron querer. Estas son algunas de las esquirlas que quedan de un peronismo que hoy se satura de intentos renovadores, de entrevistas a futuros “cuadros técnicos”, de dirigentes que, bastón de mariscal en mano, explican las plantas nucleares, las fábricas de aviones, los entramados de ferrocarriles, las urbanizaciones de villas que le aportarán a la patria del “día después de Milei”.

A 80 años del 17 de Octubre de 1945, el peronismo sueña con volver a soñar: revisa los debates de la revista Unidos, se excita con internas y nuevas melodías, con jubilar a la Jefa, con la vuelta de la Jefa. Los estatistas de antaño vociferan compungidos: “Nos equivocamos, confiamos demasiado en el Estado… De ahora en más, toda la imaginación al poder (ejecutivo)”. El hecho maldito del país burgués se prepara para la batalla cultural de Twitter. Militantes melancólicos millenials recuerdan un IAPI que nunca vivieron e intendentes sexagenarios del conurbano profundo le exigen a sus community managers que les abran cuenta de Tik-Tok. Las revistas políticas, otrora progresistas, se vuelcan al revisionismo duhaldista y redescubren a los Remes Lenicov y a los Lavagna de principios del siglo. En toda hora y en todo lugar, en algún rincón de la Argentina, algún despistado grupúsculo de (ex) militantes de izquierda clasemediera llega (una vez más) a la conclusión de que para “enfrentar a la derecha” es necesaria la unidad y pasa a incorporarse a las filas del “único” y “verdadero” movimiento nacional y popular. La historia se repite una, diez, mil veces, sin poder distinguirse del todo la farsa de la tragedia.

El peronismo es el fruto de una negociación en la que se entremezcla lo que la macroeconomía capitalista reclama y lo que la clase trabajadora argentina secretamente desea en lo más íntimo de su fuero interno; revolución, orden, consumo, resentimiento de clase, conservadurismo, odio a la patronal. Por eso Gelbard y también Celestino Rodrigo, por eso la juventud maravillosa de la patria socialista y también la represión de la Triple A, por eso el peronismo de base piquetero del 2001 del “Que se vayan todos” y también por eso la inclusión kirchnerista por consumo del “dame dos” ventiladores Liliana en 15 cuotas sin interés. Cada peronismo tiene su estética, su porte, su idiosincrasia. Y ahora que los huérfanos del albertismo redescubren la pólvora, el justicialismo atraviesa el cimbronazo del fracaso del gobierno anterior mediante una guerra contra sí mismo: acusándose de no haber sido lo suficientemente neoliberales en el pasado, o de haberlo sido en exceso, o de haber hablado mucho del documento no binario y muy poco del trabajador con overol del segundo cordón con el que tanto fantasean los pejotistas duros de Caballito.

En resumen, un peronismo desesperado intenta, mediante nuevos rituales identitarios, revivir al gólem y recuperar (algún) sentido. En nuestro presente, la identidad política peronista está rota, la subjetividad: se rompió la correspondencia entre significado y significante del signo lingüístico “peronista”. Estos rituales indudablemente dan cuenta de un peronismo en crisis. Pero ¿hacia dónde avanza esa crisis? ¿El peronismo (o los peronismos) tienen fecha de vencimiento? ¿Por qué se rompió la identidad anterior y qué es una identidad política?

Comienzo por el principio. Esto es, por definir con una mayor precisión aquello que se detecta roto. La identidad política está compuesta por lo que se condensa dentro de una tradición política militante. La integran tanto la mirada de propios y ajenos como también el conjunto de valores y conceptos que forman parte de la cosmogonía de dicha tradición. Cuando digo que se rompió la identidad peronista, quiero decir que se rompió una subjetividad, digo que luego del fracaso del Frente de Todos se desgarró una forma de(l) ser (peronista) y no se puede seguir siendo peronista de la misma manera que antes.

Las identidades políticas son por definición contingentes e inestables; al menos lo son mucho más de lo que sus afiliados están generalmente dispuestos a reconocer. Aun así, para aquellas lecturas que consciente o inconscientemente apoyan un pie en la teología, la identidad política se presenta como la encarnación de una doctrina. Esto es, la encarnación de un conjunto de poderosas ideas que inspiran en los individuos una práctica concreta. Para los cristianos, la fe es parte del alma; una esencia espiritual e inmortal creada por Dios que hace carne en un cuerpo y que, en definitiva, lo trasciende. Ese cuerpo trascendido y material (lo objetivo) es, para los teólogos, completamente irrelevante. Si se observa el estado actual del peronismo a contrapelo, esto es, si se deduce lo que falta de lo que el presente ofrece, buena parte de los argumentos peronistas contemporáneos se revelan por lo que son.

Los llamados a la fe y a la “mística” a los que constantemente convocan algunos de los actuales voceros ideológicos del peronismo desorientado abrevan de la mística y el esoterismo en un sentido literal. Se llama a creer en el espíritu santo del peronismo y a trascender la carne de las coyunturas, a recuperar la “esencia”, la doctrina, la verdadera naturaleza peronista como una manera más de intentar mantener vivo el hechizo ideológico. Lamentablemente, los materialismos (al menos los más interesantes) tienen la mala costumbre de aguarle la fiesta a los idealismos más burdos. Lejos de ver a las ideas o la subjetividad como algo divino, separado de lo material mundano, se busca explicar la relación entre subjetividad y objetividad, entre identidad y materia, entre el alma/la mente y el cuerpo. Desde esta perspectiva, sugerí antes, las identidades son contingentes e inestables en tanto son productos históricos moldeables. Autopercibirse peronista no significa lo mismo en 1945 que en 1995 o en 2025.

Hasta los más asiduos enemigos del materialismo histórico, justicialistas de pura cepa, me concederán que sería un insulto considerar como parte de lo mismo, o como diversos avatares de una misma encarnación abstracta, a quienes pusieron una mesita para militar a Scioli y a quienes fabricaron clavos “miguelito” para las huelgas de la resistencia a la Revolución Libertadora.

Por eso es que, para nosotros, los materialistas que por exceso de materialismo devenimos en marxistas a secas, la vuelta a cualquier tipo de “doctrina verdadera” contenida en algún tipo de esencia o de sagrada escritura verdadera está vedada en tanto es siempre una ilusión. Ilusión que opera, dentro de este misticismo peronista dogmático y solemne, encubriendo una desvalorización de la capacidad explicativa de la coyuntura. Mejor dicho, se descree en términos generales de cualquier tipo de comprensión, en tanto se enarbola que el elemento dinámico de la realidad es un tipo de fe que desprecia a la razón. Para el misticismo peronista no se trata de explicar por qué se rompió la identidad, sino más bien de señalar a los creyentes en dónde se desvió al peronismo del camino. Dicho de otra forma: para el misticismo, las preguntas están ya resueltas antes del estudio del problema: se parte a priori, en tanto la única explicación posible para la crisis es haberse desviado de la doctrina. Al mismo tiempo, la única explicación para haberse desviado de la doctrina está en que el movimiento fue conducido por falsos profetas o terminó por rezarle a algún becerro de oro. Las preguntas no son qué y cómo, sino cuándo y quiénes. La originalidad para responder es inversamente proporcional al efectismo espectacularista que se busca sobre los feligreses: los conductores (Alberto, Cristina, Massa, etc) los falsos profetas, las ideologías foráneas disfrazadas como propias (el feminismo, el “marxismo” o la “socialdemocracia”) los falsos ídolos a los que fue pecado rezar.

Los desteñidos herederos (generalmente no conscientes) de la prosa de Guardia de Hierro recuperan de la derecha peronista de los 70 un concepto central en clave paranoica posmoderna: los infiltrados.

Sigamos mirando a contrapelo. En oposición al misticismo dogmático, existe otra línea argumental que intenta revivir la identidad desde la posición opuesta. Esto es, haciendo de la permeabilidad camaleónica del peronismo su ventaja principal. Se defiende así la flexibilidad como una cualidad valiosa en sí misma, única, incomprensible e irrepetible a lo largo y ancho del planeta, en tanto solo el peronismo es capaz de “deglutir” la canónica (y “obsoleta”) polarización izquierda-derecha.

No obstante, cuando se afirma que la flexibilidad del peronismo es una especie de superpoder argentino se desconoce que la elasticidad ideológica es una característica universal, presente en la sobrevida de cualquier estructura partidaria con pretensiones de subsistencia anquilosada. Por dar tan solo dos ejemplos históricos: durante el último cuarto del siglo xx, tanto la socialdemocracia de la Europa Occidental como el Partido Comunista chino supieron ser capaces de modificar radicalmente sus axiomas doctrinarios en vistas de perdurar. Además de contribuir a una fetichización mistificada y excepcionalista del peronismo que, vista de cerca, está floja de papeles, esta posición termina (en espejo a la anterior) por desvalorizar la historia política del propio peronismo.

La flexibilidad camaleónica del peronismo es incapaz de dar cuenta de su propia intervención a lo largo del devenir argentino. Se disimula una renuncia por cualquier tipo de coherencia; ya no se trata de qué se hizo, sino de quién lo hizo. Por dar un solo ejemplo, se es incapaz de explicar por qué la misma fuerza política privatizó las AFJP en 1993 y las re-estatizó en 2008. Hay poco de novedoso en señalar que la política, subordinada y reducida a la mera función de gobernar, es capaz de hacer que un partido pase de A a Z, tanto en la Argentina como en China. Pero si lo que se proclama es hacer política en vistas de determinados objetivos, aun objetivos tan convenientemente genéricos como la “felicidad” del pueblo o la “grandeza” de la “patria”, los contenidos importan. Los sofistas de la “flexibilidad”, defensores a ultranza de que el peronismo “conduzca”, descreen de toda capacidad de autoexplicación, a la que consideran una forma más de “purismo”. Dicha visión de la política invierte los tantos. La política que se hace no transforma en un ápice la coyuntura, sino que la coyuntura resuelve la política que se hace al punto de volverse una derivación mecánica de la misma. Si para gobernar hay que ajustar, se ajusta. Si para gobernar hay que redistribuir, se redistribuye: lo importante es que el peronismo gobierne. Quienes siempre creen que están haciendo política son, en definitiva, permanentemente hechos por la política de las pulsiones objetivas que la coyuntura lanza.

¿Por qué (y qué) se rompió?

Lo que el novedoso mercado ideológico peronista tiene para ofrecer da cuenta de lo que al peronismo le falta. No obstante, esto no responde or qué se rompió la subjetividad anterior, ni qué es lo que se rompió de ella. Una primera respuesta parcial: las bases materiales sobre las que la subjetividad anterior se apoyaba se minaron, dejándola girar en falso y mostrándola cáscara vacía. Si se identifica como quiebre al fracaso del último gobierno peronista, la explicación debe ser rastreada en sus orígenes.

Volvamos a los últimos años del gobierno de Cambiemos. Siempre es bueno recordar que el gobierno de Mauricio Macri empezó a tambalear en su intento de pisar el acelerador y avanzar con su programa de triple reforma (previsional, tributaria, laboral). Las cuarenta toneladas de piedras del diciembre caliente marcaron los límites de un proyecto político que, una vez incapacitado para seguir emitiendo deuda pública y necesitado de reservas para seguir sosteniendo un déficit fiscal no tan fácilmente ajustable, se vio obligado a recurrir al financiamiento del FMI. La resistencia a las políticas macristas, sumada al estallido feminista de 2018, hicieron que, para las siguientes elecciones, los términos “peronista”, “kirchnerista” y “progresista” fueran prácticamente sinónimos dentro de los nichos sobrepolitizados.

El gobierno del Frente de Todos fue hijo sano de su contexto. Además de tener que responder a una complicada coyuntura económica, Alberto debía demostrarle al núcleo duro kirchnerista que él también formaba parte, y que al mismo tiempo era capaz de contener ajenos. La estrategia fue una sobreactuación performática (“vengo a terminar con el patriarcado”) que más de une (por decirlo con algo de sorna) estuvo dispueste a performar. “Alberta presidenta” espectacularizaba la indiferencia que buena parte del movimiento callejero del 2017-2018, reconvertido en 2019 en militancia electoral, estaba dispuesto a profesar ante un Alperovich y un Massa dentro de las listas. El “Es con todos” se tragaba con perfo progresista. Al mismo tiempo, comenzaba a quedar en offside la estrategia básica de los viejos movimientos piqueteros, devenidos movimientos sociales durante el interregno kirchnerista: disputar dentro del Estado políticas públicas que combatan desigualdades empezó a chocar con un contexto en el que la dinámica de la acumulación de capitales reclamaba importantes “correcciones”. “Ordenar” la macro, ajustar, chocaba contra el credo de “El Estado te cuida”. Los intentos de hacer neokeynesianismo sin condiciones macroestructurales para ser llevado adelante vomitaban impotencia: pleno empleo con trabajadores formales por debajo de la línea de pobreza, aumentos salariales dilapidados por la inflación, fondos de integración sociourbana con crecimiento de la indigencia.

El neoliberalismo con inclusión social minaba la base material de los ropajes progresistas del peronismo. La clase media kirchnerista le hablaba de igualdad y justicia social a un ejército de desposeídos que no comprendía de qué igualdad le hablaban. Lo explica a la perfección Iván Schargrodsky cuando da el ejemplo del focus group del dirigente del conurbano peronista: un dirigente bonaerense encargó un focus group entre jóvenes de clase baja del primer cordón del conurbano. Una de las preguntas fue qué pensaban de la justicia social. A todos les parecía bien. Estaban de acuerdo “porque si uno te roba el teléfono tenés que ir y matarlo a piñas”. Para estos chicos, justicia social era justicia por mano propia. Para un sector de la sociedad, uno de los postulados históricos del justicialismo ni siquiera existe.

¿Es este el prematuro final del peronismo?

Un viejo dirigente trotskista, expulsado de su propio partido, solía decir que el peronismo era un “cadáver insepulto”; un muerto político al que la clase obrera “debía” terminar de enterrar como tarea histórica. Aun cuando esa clase dio cuenta en repetidas oportunidades que no cree deberle mucho a las expectativas de ninguna fuerza política (en el mejor de los casos, si la clase obrera se debe algo, es a sí misma), el problema de decretar la muerte del “nacionalismo burgués” es que las ideologías son siempre cadáveres insepultos; o, dicho de otra forma, no pueden morir plenamente. De hecho, el peronismo murió y nació muchas veces, y si de algo se jacta el movimiento de las tres banderas es de la cantidad de oportunidades en las que tanto enemigos como adversarios le vaticinaron un inminente y próximo final.

¿Por qué no pueden morir las ideologías? Pues por la misma condición que hace que, al mismo tiempo, tengan fecha de vencimiento. En tanto son históricas, contingentes e inestables, las identidades políticas son capaces de reinventarse. Generalmente, es cierto, en forma de sobrevidas grotescas que le helarían los huesos a sus respectivos fundadores (imagínense por un segundo a Carlos Marx presenciando en vivo y en directo una elección del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) pero aun así, las ideologías son inmortales en tanto la política es capaz de reensamblarlas de las maneras más extravagantes.

En consecuencia, el peronismo no muere, muta. Aun pagando precios terribles. Y si bien ya apunté algunos elementos que infieren hacia dónde está mutando, quisiera cerrar este apartado con un señalamiento y una breve reflexión del camino que está tomando. Una de las mejores pistas de hacia dónde muta el peronismo, creo yo, está en las últimas novedades de la propia literatura peronista. Conocer a Perón, de Juan Manuel Abal Medina padre, es uno de los grandes indicadores de que el peronismo viene atravesando un importante cambio dentro de su matriz subjetiva. Publicado en 2022, Conocer a Perón es una obra que no podría haber visto la luz durante los tiempos de pleno auge de la subjetividad kirchnerista. Abal Medina, importante dirigente peronista durante el gobierno del FREJULI, relata en primera persona sus memorias, que no son nada menos que las del último secretario general del líder justicialista en el exilio. Su figura cumplió un rol clave, tanto dentro del movimiento como en el proceso que culminó en la vuelta de Perón a la Argentina. Hermano del fallecido fundador de Montoneros y ajusticiador de Aramburu, pero ideológicamente cercano a las posiciones políticas del sindicalismo peronista de Rucci y Lorenzo Miguel, Abal Medina funcionó como mediador entre los conflictos que iban surgiendo entre las distintas ramas del peronismo y también como ejecutor directo de las decisiones de Perón. El libro cuenta la historia del Perón sobre el que menos quiso indagar la generación peronista anterior, aquel que se enfrentó política (y militarmente) con la “juventud maravillosa” que la militancia peronista predecesora tanto quiso emular. Si se observa con mayor detalle, la trayectoria política de Abal Medina, e incluso sus orígenes sociales (familia de profesionales porteños egresados del Nacional Buenos Aires) dan cuenta del sujeto contemporáneo con el que el libro dialoga. El Perón de Abal Medina, el “último”, es un Perón capaz de dialogar con el peronismo militante roto del presente: perteneciente a una clase media, originariamente gorila, que se subió al peronismo por izquierda, se le rompió el casete y se termina bajando hoy, desorientado y por derecha. En abierto antagonismo con el derrotero izquierdista de la juventud peronista de la tendencia, a la que el autor le sugiere leer al “verdadero” Perón, cosa de no deformar el concepto de “socialismo nacional,” el libro habilita realizar en el presente (y con la épica de un texto rico en anécdotas y detalles) el camino inverso al de los jóvenes Montoneros. En vez de desplazarse desde el nacionalismo católico hacia el marxismo, la inclinación del presente pareciera dar cuenta de una generación militante que, aunque en su amplia mayoría nunca llegó a ser marxista, transita del progresismo feminista antineoliberal del 2018 a una especie de nacionalismo cristiano de Twitter.

Ahora bien, el libro dialoga con el contexto actual del peronismo, pero otra pregunta válida es si el peronismo dialoga con el contexto actual de la Argentina. El experimento de La Libertad Avanza coloca sobre el tablero rupturas todavía más profundas al interior de la sociedad argentina; el señalamiento de Schargrodsky da cuenta de un desfasaje. Los libertarios son la primera fuerza política en 110 años en llegar mediante elecciones al gobierno sin contener dentro del frente electoral al PJ o a la UCR. La crisis del peronismo es también la crisis de la democracia capitalista argentina. ¿Qué peronismo será el que vaya a surgir en un mundo en el que lo viejo se muere y lo nuevo no termina de nacer?