Marea Editorial

Adelanto: Tucumantes

Sabía que iba a mentirme. Solo le pregunté a cuántas personas había matado (…) Hizo cuentas: “A ver… una… dos… tres… cuatro… Cuatro nomás.“

por Sibila Camps

Las cicatrices del terrorismo de Estado persisten en Tucumán como en ninguna otra parte de la Argentina. A través de personajes, situaciones y hechos sorprendentes, Sibila Camps construye un relato coral de esas huellas, en una provincia que llegó a ser un campo de concentración a cielo abierto.

El primer encuentro con Fernando Araldi Oesterheld, el 16 de abril de 2011, me dejó conmocionada durante el resto del día. No por el contenido de lo que conversamos, ni tampoco porque exteriorizara emociones intensas. Ni siquiera hablamos sobre el hallazgo de los restos de su padre, que habían sido identificados por el EAAF en diciembre de 2010, en una fosa común del Cementerio del Norte. Creo que fue más bien por intentar ponerme en su pellejo y proyectar el arrasamiento de toda la familia Oesterheld, aun cuando la entrevista se hubiera centrado en Diana, Raúl y él mismo.

Esa noche había quedado en encontrarme con un amigo de toda la vida. Me traía un ejemplar del libro Caso. Miguel Ángel Soler[1], que reproduce el proceso judicial por el que se condenó a sus asesinos. Soler, padre de mi amigo, era el secretario general del Partido Comunista de Paraguay, exiliado con su familia en la Argentina. En 1975 entró clandestinamente a su patria, pero fue detectado, secuestrado y torturado hasta la muerte; hasta la fecha continúa desaparecido.[2] Fafo resultó la persona justa para contenerme; aquella noche compartíamos la persistente continuidad de las dictaduras militares latinoamericanas.

Su acompañamiento no alivió del todo el agobio, al punto de que al día siguiente, domingo, me acordé de un episodio que me había contado el Malevo Ferreyra. Lo había entrevistado por varias horas en tres oportunidades, mientras cumplía una condena a perpetua que terminó en siete años y medio, por gentilezas de Bussi durante su gobernación en democracia. Fue en 1995, bajo el manto de impunidad de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Por esa razón, si bien había formado parte de 

las patotas –entonces era un oficial de bajo rango, que se había ofrecido voluntariamente a participar del Operativo Independencia–, no ahondé en el tema; sabía que iba a mentirme. Solo le pregunté a cuántas personas había matado durante ese período. Hizo cuentas: “A ver… una… dos… tres… cuatro… Cuatro nomás. Y han bajao también a uno nuestro ahí, el comisario Timoteo Marcial”.

El operativo tuvo lugar el 26 de julio de 1976. Transcribo lo que volqué en El sheriff:

[…] me [lo] contó espontáneamente, en un relato cronológicamente tan desquiciado, que debí repreguntarle varias veces, reordenar un poco las instancias del episodio y reponer en sus diálogos el walkie talkie que seguramente utilizó en esa toma por asalto.

Ocurrió en una casa de la ciudad de Tucumán, en Crisóstomo Álvarez y Güemes. “Yo no he llorado porque Marcial no era del equipo mío, era de otra dependencia; pero yo lo’ he visto llorar a los compañeros de él. Tan es así que les pregunto: ‘¿Qué les pasa? ¿Por qué lloran?’ –había muerto una mujer subversiva ahí–. Me dicen: ‘¿Vos sabés que ha muerto Marcial?’ Ellos habían derribado la puerta principal. Yo vine solo por una parte de la casa, y l’ otros por la galería, cuando ya hemos ingresado a los tiros. Cuando ya estoy en mitad del comedor, lloraba un chiquito. Yo le trasmitía al otro: ‘Está una mujer caída, abatida’. Sigo más adelante y estaba éste; yo lo toco así con los pies: estaba lleno de sangre. ‘Otro muerto más, puede que sea subversivo’, le comentaba (y había sido Marcial, el comisario).

“Y le digo que estaba un chiquito llorando en la otra pieza (estaba abierta la puerta). Me dice: ‘Dispará’. ‘No, no vuá disparar’, digo. ‘¿Por qué?’ ‘¿Y si lo mato al chico?’ ‘¿Y si es una trampa?’, me dice. ‘L’ afronto a la trampa’, le digo. Me dice: ‘Espereló’. ‘Yo l’ afronto –le digo–. Dejemé’. Era terrible eso. Y he entrao, por supuesto dando saltos ahí a la puerta, y h’ ametrallao una cama que estaba vecina –porque el chiquito estaba muy dentro. El colchón se sacudía, parecía una bandera. Y de la cama del chiquito no me han contestado. Doy gracias, hasta ahora doy gracias a Dios que no he tirao donde ’taba solito el rubito; ’taba la colcha extendida, así, estaba de espaldas llorando. ¡Un terrible tiroteo! ¡Cómo será el sufrimiento de esa criatura! Y lo han rescatao, no sé dónde ha terminao el chico. ¿Sabe qué lindo chiquito?: un rubito. Después ya se ha callao. Yo calculo, por la forma que lo tenían en los brazos y por el iris de él, que más o menos tenía nueve meses. Por más que esa guerra sea ‘lícita’ o ‘sucia’, como le llamen, nunca m’ iba a reponer de eso si me mataba a la criatura. Por el solo hecho de que yo tengo una predilección muy especial por cualquier chico”. La mujer estaba embarazada y recibió un tiro en el vientre.

Envié un correo a Emilio Guagnini. Como él no tenía mi libro –todavía no nos conocíamos personalmente– le describí las circunstancias y le copié esos párrafos. “¿Tenés idea de quién puede haber sido ese chiquito?”, pregunté.

Si bien no era su abogado, Emilio y Fernando habían enlazado amistad y confianza; Fernando le enviaba la información que iba reuniendo acerca de la madre y el padre, y Emilio se la ponía en contexto. Respondió a mi mensaje copiando una crónica del diario porteño La Opinión del 30 de julio de 1976, cuya fotocopia le había dejado Fernando. Allí, la versión oficial del Comando del III Cuerpo del Ejército hablaba de tres “extremistas muertos” (dos mujeres y un hombre) pertenecientes a Montoneros; identificaba a Jorgelina María Almenares (a) “Paula”; y coincidía con la “baja” del comisario principal Timoteo Marcial. Emilio agregó una postdata: “Ya le mandé el texto del Malevo a Fernando. Quedó helado: el niño rubio del relato es Fernando”.

Estaba en la redacción de Clarín cuando leí el mensaje, y me largué a llorar y a sollozar con una angustia incontenible. Fernando era consciente del asesinato de su madre; lo que cambiaba era que ya no habría hermano o hermana a quien buscar. Le envié unas líneas, pidiéndole autorización para llamarlo por teléfono. Me contestó al toque y me llamó más tarde desde la casa. A la noche, cuando volví a la mía, le envié el capítulo completo de El sheriff sobre el Operativo Independencia, y la desgrabación textual del fragmento de la entrevista al Malevo, donde relataba el episodio.

Noté entonces –y se lo comenté a Fernando– que Ferreyra no me había dicho que esa mujer estuviera embarazada, ni que hubiera recibido un tiro en el vientre; yo lo había consignado fuera de las comillas. Busqué el audio correspondiente: en efecto, no habían sido sus palabras. ¿De dónde había sacado esa información? Revolví todo el archivo de ese libro, sin poder encontrarlo. Entretanto llamé a Pablo Gallo, entonces antropólogo del EAAF, a quien ya había consultado algunas veces en relación con este libro. “Me parece que hay algo que tenés que saber”, y le conté lo ocurrido. Me respondió que en el EAAF habían establecido otra versión sobre lo ocurrido; que Diana Oesterheld había escapado ilesa. “Es importante que puedas determinar cuál fue tu fuente”, pidió.

El archivo de la investigación para El sheriff es voluminoso pero ordenado. Lo revisé varias veces, sin poder encontrar de dónde había tomado ese dato. Por una parte, sabía que no lo había inventado. Por la otra, recordaba los testimonios de Clemente y de Juan Martín sobre el intento de suicidio de Diana Oesterheld en Jefatura.

Después de una semana de hurgar por todos lados se me ocurrió escribir “Timoteo Marcial” en el Google, y ahí di con la cita, en el auto de elevación a juicio de la causa por el centro clandestino Arsenales. Estaba en el testimonio de un “choro” –como les dicen en Tucumán– que ofició de saqueador en la casa donde se produjo el enfrentamiento, a pedido de un policía de la patota, de apellido Chaile, que fue quien le contó lo de la mujer embarazada muerta, el tiro en el vientre y un niñito. Como coincidían los datos de la mujer muerta, el niñito, la calle y el nombre de Timoteo Marcial, y todo ese testimonio formaba parte de la prueba de la elevación a juicio, lo di por bueno.

Para no generar más ruido se lo pasé a Pablo Gallo, para que lo evaluara. Respondió que en el EAAF ya conocían ese testimonio, completo; y me explicó en detalle la procedencia dudosa y poco confiable de esa fuente; algo que ya le había señalado a Fernando hacía tiempo, y volvió a observarle esa semana. Además, Pablo me contó la reconstrucción de lo hecho por los militantes durante ese día y los subsiguientes –en los cuales fue secuestrada Diana–, a partir de lo que les dijo un compañero que escapó con Diana y sobrevivió.

Aprendí varias cosas de esa experiencia. En primer lugar, le hice notar a Emilio que si aparecen informaciones que parecen nuevas, antes de comunicárselas a quien po-dría interesarle es imprescindible chequearlas con investigadores neutrales, para saber si realmente son nuevas, o si ya no fueron desestimadas por las razones que sean. Me impactó muchísimo cómo un dato que era mínimo en mi libro, en un relato que no ocupa ni una carilla de un libro de 470 páginas, podía convertirse en algo gigantesco en la vida de una persona. Aprendí sobre la responsabilidad, y sobre la angustia ajena. Cuando no se conoce la verdad, el pasado queda estancado, invadiendo el presente.

Sin embargo, aun las hilachas de verdad descuidadas en los recovecos del pasado irrumpen cuando menos se lo espera. Buscaba un dato bien distinto en las carpetas de Clemente, cuando me topé con una nota enviada a Albornoz en tanto jefe del Departamento de Inteligencia, el 7 o 9 de agosto de 1976 (la fecha está sobreescrita). Allí, el jefe de Policía de la provincia, teniente coronel Mario Alberto Zimmermann, mandaba preguntar si en la “Oficina Policial” del D-2 se encontraban “un juego de cocina completo, un juego de vajilla completo, un calefón, ropas varias, un televisor, colchas, una bicicleta, una licuadora, un reloj de mesa, como así herramientas varias, que fueran recogidos del domicilio de calle Crisóstomo Alvarez Nº 2588”. Esa vez, la rapiña había sido detectada. O los saqueadores habían omitido compartirla.

[1]Aseretto, Rodolfo Manuel (compilador). Caso: Miguel Ángel Soler, Cipae (Comité de Iglesias para Ayudas de Emergencia), Asunción, 2007.

[2]Terminé de escribir este capítulo el 24 de agosto de 2016. Seis días después, el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, se anunció la identificación de los restos de Soler por parte del EAAF; fueron los primeros –junto con los de una mujer– individualizados, de más de 500 personas desaparecidas durante el stronismo (1954-1989). Estaban enterrados en una fosa de la Agrupación Especializada de la Policía Nacional.

(Fragmento de Tucumantes, de Sibila Camps, que editorial Marea distribuye a partir de abril en las librerías.)