Marea Editorial

Aramburu: las dos muertes del general

El escritor Alejandro C. Tarruella, en entrevista con PERFIL, de la mano de su álter ego juvenil, Lisandro, revela los secretos históricos en los que se vio envuelto y que lo llevaron a escribir su nuevo libro, Las dos muertes de Aramburu, cuando se cumplen 55 años del hallazgo del cuerpo del militar. Por Sabrina Chemen

Aramburu: dos muertes y una novela.

No todos quieren ser parte de la historia. Algunos lo buscan con ansias, mientras que otros quedan involucrados por casualidad o fatalidad. El autor Alejandro Tarruella es uno de los que, sin buscarlo, fue testigo del “fusilamiento que no fue”. A 55 años del hallazgo del cuerpo de Pedro Eugenio Aramburu, el 17 de julio de 1970, Tarruella decide hablar y contar aquello que estuvo callando.

—¿Cómo queda usted involucrado en esta historia?

—La historia de este libro se inicia a días del anuncio del fusilamiento de Aramburu, debido a que con la lona de una carpa mía que había prestado se envolvió su cadáver cuando era llevado a Timote. El episodio de Aramburu muerto antes de ser fusilado me llevó a callar por riesgo; porque la ficción del fusilamiento era un secreto de Estado. Tenía, entonces, 20 años.

El tema se convirtió en una obsesión para mí, de manera que comencé a guardar material de diarios, revistas, libros, y más adelanté busqué testimonios para llegar a saber, incluso, si Perón conocía lo sucedido en realidad. Luego comencé a escribir e hice incontables versiones hasta que me convencí de ir por una novela y tramar, en una ficción, los sucesos y los testimonios, incluso la causa judicial. Mucho de este material está en el libro, donde sumé una lista de los testimonios y fuentes. Ahora es el lector el que tiene que dar su parecer, y hay que recordar a Goethe, que recomendaba: “Quien desee mantener un secreto debe ocultar el hecho de que lo posee”. Eso me sucedió hasta que se conoció el libro.

—Una de las premisas del libro es: “¿Puede una persona cargar con un secreto que cambia lo que la historia grabó en piedra?”. ¿Quién carga hoy con secretos? ¿Usted siente que carga hoy con secretos?

—Me tocó partir con un secreto en la novela, involucrado involuntariamente en el paso del cadáver del general Aramburu por un lugar de Villa Domínico. Allí se entregó el cuerpo, lo que rompía con la versión, tanto de esa organización como del gobierno de facto del general Onganía, y forjaban así, de hecho, un secreto.

Aramburu no había muerto de modo casual para la versión oficial, sino que había sido fusilado. Esa era la cuestión y para que fuera un secreto se precisaba de otros, entre los cuales me contaba involuntariamente. Por eso, en esa curiosidad histórica, tanto el gobierno, el Ejército, gran parte de los políticos cercanos al caso y los nacientes Montoneros compartían una misma versión de los hechos, sin cuestionar un solo detalle.

Claro que este caso me permitió saber también que los secretos tienen alas, rondan la vida y la actividad política. Los secretos son parte de la existencia y algunos, como el caso de mi libro, pueden ser revelados –al menos de modo parcial– para que, con su contenido, se dibuje un nuevo mapa como el que se abre con el caso Aramburu. Si la historia no fue como se contó, pero se mantuvo como verdad absoluta durante años, es posible tramar un nuevo cuadro de situación tanto en lo histórico como en la actualidad. Ese es uno de los desafíos que nos plantea este tema. En cuanto a quién carga secretos, siempre los hay en la historia; algunos se revelan y otros son también una carga inquietante en tanto no se esclarecen.

Es ahí donde en la novela, su protagonista, Lisandro, deja entrever que el juicio como el fusilamiento es una puesta en escena. Una escena de enorme repercusión política y social. Entiendo que esto fue así: si Aramburu, motivado por un cambio profundo en sus ideas e intereses, promovía un movimiento político distinto del que encaró en 1955 y buscaba una unidad nacional, la apertura política con el peronismo adentro y el regreso de su líder al país, es evidente que la razón del gobierno de Onganía y Montoneros era diferente y oculta. Se pretendía dar por tierra con ese movimiento y cerrarle el camino a Perón para su vuelta lanzando al ruedo a un actor, Montoneros, que podía perturbar su proyecto.

Los jóvenes entraron por la emotividad, sin saber que, en realidad, eran carne de cañón. Entiendo que eso constituye, en el relato de la novela, un punto de vista diferente, no abordado y abierto a la polémica.

—¿Quién es Lisandro? ¿Qué hay de Lisandro hoy en usted?

—Lisandro es una suerte de álter ego que me representa en lo más profundo, por decirlo así, a mí y a mi relación con esta pasión por escribir y establecer una representación de mis obsesiones, algunas ideas y mis vivencias. Por eso, la novela no es un recorrido estricto de esas vivencias, sino una reescritura de lo que me dejan, en ese imaginario que recordamos.

Viví la época sobre la que escribo, trabajé de periodista desde muy joven, milité en política y sufrí las dictaduras de Onganía y Videla, y al asesino Etchecolatz, que me persiguió durante años. Por eso, siento el viento de una época muy difícil donde padecimos y amamos, mientras nos conformábamos como personas; parte de una generación herida, desaparecida y, pese a todo, en pie.

—¿Por qué el nombre “Las dos muertes de Aramburu”? ¿Por qué no una sola muerte?

—Las dos muertes de Aramburu me surgió dentro de la idea que me llevó a trabajar una novela y no una investigación periodística. Umberto Eco plantea que la novela abre en la ambigüedad, propia del arte, el espacio del lector. Ese recurso me habilita a compartir los contenidos de un trabajo con el otro: ese lector que va a cerrar muchas de mis dudas, va a ampliar el campo de visión de los hechos, a la vez que genera un espacio crítico que va a enriquecer ese punto de partida que es el libro. No en vano el escritor William Faulkner planteaba con sabiduría que “la vida no es una cosa que se mide con palabras. El arte sí”.

—Usted abre el libro con la frase “nada de lo que recordamos es verdad, nada de lo que imaginamos es mentira”. ¿Por qué la eligió para comenzar la obra?

—La escritora Clara Obligado, en su libro La muerte juega a los dados, tiene un personaje que dice: “Nada de lo que recordamos es verdad, nada de lo que imaginamos es mentira” y lo tomé para hacer uno de los acápites de la novela. Ese es el lugar de la ficción: porque es un encuentro o desencuentro entre lo que recordamos, que no es verdadero en su totalidad, y lo que imaginamos, que es parcial porque contiene recuerdos (muchas veces imaginados) y genera una mixtura que se traslada a la narrativa y al lenguaje en general, incluso como paradoja.

Me interesó porque esa ambigüedad hace a un punto que es referente al lugar al que podemos arribar buscando esclarecer un hecho. Me es imposible decir de modo definitivo que Aramburu murió de este modo u otro, lo máximo que puedo lograr es alcanzar lo verosímil, una aproximación a mis afirmaciones. La verdad es un imposible, podemos apenas ser verosímiles, y eso hace a la necesidad de compartir un acontecimiento para resolverlo en un plano colectivo. Y eso es el arte, ese oficio motivador, rupturista y abierto a un hacer y a un encuentro. Cuando el propio Perón sostuvo que la conducción política es un arte, generó un concepto que quebraba el universo de órdenes que se imagina como idea de mando. Al parecer, había que considerar aspectos que, habitualmente, en la política no se reconocen, y abría así un campo al conocimiento. Y esto sucede también cuando se reconstruye una historia. Siempre hay un nuevo hecho que surge de un sucedido anterior, entonces hay una disciplina, pero también hay arte para hacer del pasado, una historia, un presente. Walter Benjamin sugirió que “sin el pasado rondándonos nuestra vida sería imposible”.

—Otra de las frases que menciona al principio es “hay una historia real, la secreta, en la que están las verdaderas causas de los acontecimientos: una historia vergonzosa”. ¿Esta es una historia vergonzosa?

—Podemos decir que es una historia vergonzosa porque un episodio falso sirvió para encubrir esa vergüenza, como es el propiciar una guerra civil, y así producir un enfrentamiento entre argentinos que iba a impedir gestar un proyecto político de unidad para un desarrollo en democracia. Recordemos que la guerrilla fue contra el gobierno de Perón, planteando desde sus cúpulas que iban a hacer la revolución. Curiosamente, con el golpe de 1976, la mayor parte de los líderes se fueron del país y dejaron a sus compañeros colgados. Y que el partido militar y las corporaciones, bajo la rectoría de los Estados Unidos, le declararon la guerra a la Nación, a los trabajadores, a los intelectuales, a los científicos, los artistas, los educadores y otros. Los que presuntamente vivieron el “secuestro” de Aramburu es posible que supieran la verdad de los hechos. Todos fueron asesinados.

Los militares comprometidos con la dictadura (no eran todos los militares) hablaban de una “guerra civil”, y los Montoneros, sus máximos dirigentes, también. Una mentira, porque la represión, el crimen y las desapariciones que sufrió el pueblo argentino no fueron jamás una guerra civil, fueron una cacería. Con esa figura, se pretendía legalizar a los sectores en pugna. Eso es parte de la vergüenza, como lo fue la represión del Estado a su población indefensa.

—¿Qué diferencia ve entre la juventud actual y la de los setenta?

—La juventud de los años setenta, cuando la convulsión político-social se presentaba como una oportunidad, jugó un papel muy importante porque se producía, en ese momento, un cambio generacional profundo. El retorno del peronismo a los primeros planos de la política, el peso de las juventudes universitarias, los docentes y no docentes, las rebeliones gremiales y el acompañamiento social marcaban un clima de 

transformación imparable.

En ese marco, al avanzar el proyecto del regreso de Perón, se produce el episodio marcado por el fusilamiento del general Aramburu. Ese hecho, que planteo como falso en mi novela, envolvió al conjunto de la sociedad en un vértigo en el que fue posible acabar con objetivos e imaginarios de una generación, en virtud de lo confuso de la situación. Se impuso en aquellos días, desde la cúpula de Montoneros, un imaginario que iba en pos de la violencia, abandonando el proyecto de Perón de reconstrucción del país en un Estado de derecho democrático.

La juventud actual no es indiferente en mi percepción. Hay condiciones políticas, sociales y en el plano de las costumbres, en las que se ven envueltos los jóvenes, que hacen a su actitud o sus actitudes. Pero mucho de lo que se abunda decir sobre ellos tiene que ver con algo que señalaba el papa Francisco cuando hablaba de la necesidad de una escucha profunda: no tienen una escucha justa y razonable del conjunto social, por lo tanto se opina más sobre ellos que lo que se sabe. Los jóvenes no son escuchados, no se perciben sus demandas, y se especula, por último, sobre lo que no se sabe de ellos para imponer a rajatabla los intereses de los que manipulan el poder, en un momento de despojos, enriquecimientos y negaciones muy serio. Hay líneas de órdenes y no de convivencia.

 

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