Marea Editorial

Borrachos y consumidos

Once rugbiers de entre 18 y 21 años están imputados por la muerte de Fernando Báez Sosa en Villa Gesell. Nos preguntamos: ¿cuánto tiene que ver la violencia con la clase social? ¿Qué nexo hay entre los consumos y la forma de relacionarse con un otro? ATR, Adolescentes a Todo Ritmo (Editorial Marea), es una radiografía de los jóvenes y los hábitos de las clases altas en el conurbano bonaerense.

Compartimos un fragmento del capítulo “Solos con el dinero” del libro “ATR. Adolescentes a todo ritmo” (Editorial Marea). 

Nahuel tiene 19 años y fue toda su vida al colegio Ward, el más exclusivo de la zona de Ramos Mejía. Creció rodeado de compañeros con familias de mucho dinero. Cuando estaba en el último año de la secundaria, 11 de sus 30 compañeros, de no más de 17 o 18 años, ya tenían un auto 0 kilómetro. “A un pibe de mi grupo, cuando cumplió los 17, le regalaron un Volkswagen Scirocco nuevo el mismo año que se llevó todas las materias. A los viejos les chupaba un huevo, estaban en otra, y él usaba el auto para ir a la escuela y también para salir, y no era que cuidaba la nave: salía, se la ponía y andaba en el auto. El resto no llegaba a ese nivel, pero tenían autos copados, como un 308, no ibas a ver un Gol 2006 en la escuela”, dice.

Para el psiquiatra Federico Pavlovsky, que trabaja con adolescentes de clase alta con consumos problemáticos, “el principal problema que se identifica es el acceso fácil a grandes sumas de dinero, a consumos que no pueden controlar, en familias conflictivas, con poca comunicación y poco afecto puesto en juego. Casi no hay límites, pero hay mucha ausencia: se crían entre hermanos, en la escuela o con terceros que los cuidan”, dice.

Otra anécdota que recuerda Nahuel y demuestra el nivel de recursos económicos que manejan tiene que ver con Bariloche, cuando su grupo de amigos armó una “vaquita” para comprar alcohol y otras sustancias. “Yo no estaba a favor porque me parecía que fumar faso un par de veces estaba bien, pero tampoco hacer una mega inversión para darme vuelta. Estos pibes, diez en total, juntaron 20 lucas para comprar y la verdad es que me pareció un toque zarpado. Fui el único que no aportó porque estaban los re drogones y otros boludos como yo que fumábamos onda socialmente y algunos habían probado dos o tres veces en la vida, y aportaron una guasada de guita por dos o tres que habían armado la movida y los necesitaban. En el cuarto estaba con cinco de ellos y la verdad es que yo volvía un toque roto de bailar tipo 4 y me quería dormir porque me tenía que levantar al rato y estos boludos se prendían un caño enorme a las 7 de la mañana, y a partir de ahí nos empezamos a distanciar. El porro y las pastillas los habían llevado en bolsas Ziploc que después metieron adentro de los frascos de shampoo y no saltó. Un par, los que armaron la movida, ya tenían un consumo más heavy o se habían ido al carajo, de estar puestos todo el día”, relata.

Cuando surgen los problemas, como los consumos problemáticos, o los accidentes con los autos a la vuelta del boliche, las internaciones y las posibles detenciones después de una noche de reviente, la respuesta que suele surgir es la punitiva. Dice Pavlovsky: “Hasta que llegan a un tratamiento, se activan las estrategias de reclusión del tipo “no salís, dame el celular, dejá de ir al boliche” y eso no ayuda demasiado. Hay mucha dualidad de padres represivos que sólo aparecen a pagar y no vienen a las entrevistas a las que los convocamos. “Si es un falopero, que se arregle solo”, te pueden decir, lo que se enlaza con madres sobreprotectoras que sobredimensionan estas situaciones. Hay una aparente comunicación que no existe con los hijos, porque evidentemente entre los chicos de 14 a 16 y sus padres hay enormes diferencias y dificultades para compartir ciertos ámbitos, para charlar, y no creo que sea una falla de los padres, es un síntoma de época”, analiza.

“Cuando el problema estalla, a los adultos les genera un sentimiento de culpa y de sobreacción: si el pibe está en una situación de consumo, piden la internación, la medicalización. Es un pedido recurrente de las familias y eso tiene dos explicaciones: o ven una gravedad que uno no ve, o no toleran estar con esos chicos. El 80 o 90 por ciento de las veces es la segunda opción”, dice.

Para los pibes, estirar el límite hasta pasarse aparece entonces como una experiencia para sentir que existen porque, explica Pavlovsky, “hay ausencia de deseo: la vida les pasa por adelante y buscan dársela en la pera para sentir algo”. “Tienen acceso tal a la plata que pueden gastar 15.000 pesos en una noche, rodearse de chicas, amigos, alcohol caro, comprar el VIP del boliche. Pero tienen un vacío total, son dueños de la nada”, observa.

“La disponibilidad de dinero no es un problema en sí”, aclara Guilllermina Olavarría, psiquiatra que coordina un grupo terapéutico de adolescentes junto a Pavlovsky, pero se convierte en un obstáculo cuando “se usa para suplir el registro de la persona, el diálogo, la no empatía y construir un mecanismo que sólo les genera más soledad, frente a padres que plantean “si tenés todo esto, qué más podés pedir”, o un mal uso de la libertad”. “Lo primero que se aplica como castigo entonces es suspenderles el dinero, sacarles el auto, cerrarles las cuentas donde suelen tener disponibles 15.000 pesos. Y eso no es acorde a la edad que tienen, no saben cómo manejarlo. Los padres quieren que ellos cenen en sus casas pero si les dan esa cantidad de plata, los pibes se van a cenar todas las noches a Puerto Madero. Siempre viene primero la mano dura y después la escucha”, explica.

Martina coincide en que para los sectores de mayor poder adquisitivo los problemas de la adolescencia se vinculan con la soledad, y muchas veces la disponibilidad de recursos económicos se convierte en herramienta para tapar ausencias. “A veces la compra o no compra de algo que los chicos quieren tiene que ver con un premio, pero en mayor medida se da una lógica de “te compro y te quedás callado”. Es difícil encontrar familias bien estructuradas, no tienen una casa fija, son chicos que van y vienen, y les cuesta ordenar ese caos mental. Entonces ahí empiezan las pruebas de ensayo y error: fumar, emborracharse con la bebida que hay en casa porque pasan mucho tiempo solos y nadie se entera. El dinero se usa para calmar determinadas cosas, y les pedís a los papás que se sienten a hablar con ellos pero les cuesta porque no se les ocurre de qué hablar con sus chicos. Siempre hay que recordarles que tienen un hijo”, explica.

En la escuela, esta situación de soledad o desamparo se hace evidente cuando los chicos hablan con sus profesores o cuando aparecen distintos signos que interpretan los docentes. “Apenas entré a trabajar al colegio, tanto los alumnos como los padres me hacían sentir que mi rol era el de una empleada más de las suyas que les ofrecía un servicio. Muchas veces trasladan el enojo a los docentes: te contestan mal y vos te das cuenta que no es contra tu persona porque se da desde las primeras clases, cuando todavía ni te conocen”, cuenta Laura, profesora de Ciencias Sociales en un colegio privado de la zona de La Plata.

Para ella, “la figurita que se repite es la del abandono: cuanto más plata tienen las familias menos están presentes”. El colegio hace lo posible por evitar transmitirle problemas a los padres: “Si bien cuando entrás a trabajar nadie te dice que no se puede hablar de los problemas de consumo, enseguida te das cuenta del ‘que no circule’. En la sala de profesores podemos tener algún tipo de intercambio sobre qué está pasando. Pero desde el colegio a lo sumo te dicen ‘está atravesando una situación complicada, estén atentos’”.

Leticia es asesora pedagógica en un colegio Ramos Mejía y coincide con el diagnóstico que trazan los psiquiatras y psicopedagogos consultadas. Las alumnas más “rebeldes” del curso de su hija, que va a la misma institución suelen ser las que tienen roles familiares más difusamente delimitados. Una de ellas es Alicia, “que empezó a fumar porro a los 13”. “La mamá es como una especie de hermana, se pegan entre ellas, se fueron a hacer un piercing cuando la nena cumplió los 12 y se comportan como pares. Y siempre que pasa algo con la hija o se le llama la atención, va y arma escándalo en la escuela”, relata.

“En el colegio se refleja lo que pasa puertas afuera: hay acuerdos institucionales, y no reglas, pero no se cumplen. Eso pasa porque la distancia con los papás se achicó y no hay una referencia de autoridad; y lo digo no pidiendo una tiranía, sino como límite, y entonces la escuela también pierde ese rol de interlocutor válido. Hoy, la escuela es una guardería donde se deposita a los chicos, sabiendo que ahí van a estar bien cuidados y ya. A lo mejor aprenden algo, y si no, no pasa nada, pero cuando el hijo desafía a la institución, el papá también lo hace, por más que durante todo el año ni se acercó a ver cómo estaba o venía su hijo. Ese es el padre actual del secundario”, dice Leticia.

Por eso Marcela Armus, psiquiatra especialista en adolescencia, habla de “nuevas soledades” que atraviesan a todas las clases sociales. En este escenario, el dinero puede ser un un objeto de consumo otorgado como si los padres “fueran un dealer” para sustituir el no estar. “Sin embargo -advierte Armus-, depende de cada caso particular, porque también hay un montón de pibes cuyos papás salen mucho de viaje y sin embargo no se sienten solos. Hay que pensar que en cada historia hay un uno a uno, podemos pensar en general, pero siempre hay que estudiar cada caso particular. En consultorio se ve mucho de los pibes de clase acomodada que no saben qué hacer con el vacío y la soledad. Las nuevas soledades se dan cuando no encuentran una ligazón que los agrupe, o que esos lazos son de muerte y no de vida”.