Marea Editorial

Cómo se perseguía la homosexualidad en la Buenos Aires colonial, según el libro que repasa esa historia

El periodista Osvaldo Bazán publicó una primera edición de su larguísima obra en 2004, que luego amplió con el correr de las ediciones.

Faltaban algunos años para que el matrimonio entre personas del mismo sexo fuera legal en la Argentina. En 2004, el periodista Osvaldo Bazán publicó por primera vez su larguísima investigación Historia de la Homosexualidad en la Argentina, editado por Marea. Se trata de un volumen que repasa las relaciones entre personas del mismo sexo desde los principios de la historia, pero que pone a la Argentina como eje de su trabajo. Allí están Sodoma y Gomorra, pero también la Plaza de Mayo.

El libro lleva ya varias ediciones y ampliaciones, que dan cuenta no sólo de la presencia de este colectivo en la sociedad durante siglos, sino de los intentos contundentes por borrarlo. La legalización del matrimonio igualitario en 2010 fue tal vez la cuestión más resonante a actualizar en las ediciones que siguieron a las primeras. Aquí, en el Día Internacional de la Lucha contra la Homofobia, Bifobia y Transfobia, un fragmento.

El doctor Juan Madera, ciudadano notable de Buenos Aires, estaba muy preocupado por cuestiones tales como la moralidad y la propagación de la especie humana. Es probable que la visión de tanta pampa deshabitada en los límites mismos de la aldea de 1813 lo empujara a desear fervientemente la población inmediata de la tierra desocupada. Se creyó entonces en la obligación de denunciar ante el intendente general de Policía unos hechos que “destruyen la moralidad y son del todo contrarios a propagación de la especie humana”. Lo hizo en una carta fechada el 14 de abril de 1813, en la que no se anduvo con preámbulos: “Habiendo hecho presente al Supremo Poder Ejecutivo la introducción del vicio de sodomía resultante de un cierto número de hombres de diferentes Países, que tiene por causas al efecto: (trato) a bien (de) escribirme a Ud. con el objeto de tomar medidas ejecutivas para remediar males de tanta consideración”.

Muy interesado en la presentación de sodomitas en la ciudad, el doctor Madera llevaba un puntilloso registro de los sujetos, por eso podía asegurar que había uno en la calle de la Plaza de Montserrat, cerca de los cuartos de doña Gregoria Madera. Y había más. “En el primero pasada la Esgrima (sic)”, Madera ubica a otro llamado Rosario “este es más conocido por su exterioridad y modales”. Y también había dos más “al parecer pardos”, que vivían frente a la casa del doctor Manuel Salvadores. Y ahí, si bien se le terminaron las referencias exactas, no dio por terminada su labor: “Además existen varios por las calles, a quienes solo su movimiento afeminado dan un conocimiento”.

Como hombre cosmopolita que era, dio clases sobre lo que ocurría en el mundo: “Esta degradación de la (sic) especie humana es castigada en todos los Países del Mundo con la pena de muerte como se puede ver en todos los códigos y aun en los nuestros: en el año 1812 se han quitado la vida a cinco hombres en la Capital de Inglaterra, y solo por una sospecha sin comprobante del crimen y creo que en nuestro estado naciente nada hay más perjudicial y más contrario y que será capaz de concluir con nuestro sistema”.

Pobre concepto tenía el doctor Madera de la fortaleza del nuevo Estado: creía que los meneos de Rosario lo podían desmoronar. Y agrega un detalle que lo preocupaba mucho, “que estoy convencido de que esta clase de delitos se hacen ya sensibles en la tropa y aun en muchos particulares”, por eso pedía al jefe de la Policía que “Ud., como interesado igualmente en la felicidad de la comunidad, tomará los medios que considere oportunidos -es de imaginarse cuáles, si en Inglaterra se podía matar sodomitas sólo con una denuncia sin confirmar- permitiéndome que le diga que tales delitos exigen una mostración bastante sensible para imprimir horror con el ejemplo, siendo este el único medio que han adoptado todas las naciones”.

Solo tres semanas antes de la ofendida denuncia, había sido suprimida la Inquisición en Buenos Aires. Es probable que la medida, junto con los avances generales que la Asamblea del año XIII estaba proponiendo, haya llevado al clima poscolonial mínimos aires libertarios que a Madera le dieron escozor; de inmediato don Madera sintió nostalgias por el fuego purificador.

El doctor sabía bien de qué estaba hablando cuando aseguraba que en la tropa se producían actos homosexuales. Era cirujano del Regimiento de Patricios, que había sido creado por Santiago de Liniers en 1806 y que en 1807, desde el Colegio San Carlos (actual Colegio Nacional Buenos Aires) rechazó, con Cornelio Saavedra a la cabeza, a los ingleses que estaban tomando la Plaza Mayot.

Un año antes de la queja del doctor Madera, estas tropas que él aseguraba “sensibles a esa clase de delitos”, el 27 de febrero de 1812, estaban con el general Manuel Belgrano a la orilla del río Paranà cuando por primera vez se izó la bandera celeste y blanca.

Claro que el Regimiento de Patricios no parece haber sido el único “sensible a esa clase de delitos”. Hay otro simpático caso que consta en el Archivo del Departamento General de Policía, esta vez del Batallón Nº 2 de Cazadores. También es cierto que ya habían pasado 16 años del fin de la Inquisición y que el clima parece haber sido otro. El 27 de diciembre de 1829 es detenido el soldado Marcos Rubio “por habérsele encontrado vestido con trage de mujer”. El muchacho había sido alistado el 30 de octubre de ese año en el Batallón de Cazadores y había cobrado cincuenta pesos para permanecer allí durante dos años. A los pocos días, Marcos se escapó del Batallón e invirtió los cincuenta pesos en lo que, parece, más quería: ropa femenina.

Del caso quedan registros porque el coronel del Segundo Batallón, Benito Rolón, pidió por escrito al jefe de Policía, don Gregorio Perdriel, que le devolvieran al muchacho.

Un chico travestido por las calles irregulares de la noche aldeana. Una duda en el cuento nacional, un paso de comedia que termina en la cárcel, una ambigüedad más, un escondite. Todo era posible en el confuso pueblo de Santa María de los Buenos Aires, a caballo entre la legislación colonial y los nuevos vientos. Legalmente, el sufrimiento carnal había culminado con la quema pública de los instrumentos de tortura en la Plaza de Mayo, el 25 de mayo de 1813. Pero ahora se sabe que en 1817, el alguacil mayor de la ciudad solicitó “y por estar inutilzado el existente, la recomposición urgente del potro de dar castigo en la cárcel”. Así, todos los viejos códigos legales, tales como el Fuero Real, las Siete Partidas y la Nueva Recopilación de Leyes de Indias, seguían teniendo efecto. O no. O simplemente pendía del humor de quien tuviera que aplicarlos.

A esa confusión hay que sumarle, por un lado, la anarquía de los gobiernos regionales que pretendían imponer su poder con bandos, leyes y regulaciones post independencia, y por el otro el dato que agrega Rodríguez Molas sobre la situación en todo el interior: “Los grandes propietarios, señores de horca y cuchillo, ejercen por cuenta propia el poder de la justicia”. Para llegar a esta conclusión tuvo en cuenta un dato contundente: en las estancias de la época siempre había un cepo y varios grillos. Y en toda estancia, sobraban marlos y mazorcas. Ya veremos que no serían solo alimentos para chanchos.