Marea Editorial

Conurbano y droga

Un vínculo que atraviesa fronteras y clases sociales.

Las adicciones sin control en un territorio hostil 

Existen temores y prejuicios diversos frente al consumo de sustancias psicoactivas. El consumo de drogas suele ser asociado con la ilegalidad, la delincuencia y la marginalidad, y para su tratamiento suele pensarse en el encierro, la internación, las comunidades terapéuticas, la prohibición de las sustancias y el abstencionismo en el consumo. 

Este sentido común es reforzado por la prédica constante a través de los medios de comunicación y no es exclusivo de la población general: también está arraigado en muchos profesionales de la salud. La psicóloga Edith Benedetti señala que “tanto las concepciones que vinculan mecánicamente consumo de sustancias psicoactivas con mundo delincuencial como los tratamientos en clave de encierro y sus estrategias abstencionistas se muestran incapaces de pensar la complejidad de los fenómenos relacionados con el consumo problemático de dichas sustancias”. 

En su trabajo Hacia un pensamiento clínico acerca del consumo problemático nos brinda una valiosísima referencia que nos servirá de introducción para comprender en qué situación nos encontramos, relatar qué realidad hemos descubierto en nuestra tarea de investigación y vislumbrar posibles caminos a seguir. Para ello es necesario considerar las múltiples dimensiones de estos fenómenos, como la legislación, los marcos éticos y culturales de la sociedad, los grupos y los individuos, las condiciones socioeconómicas y culturales de la población, las transformaciones de época y su impacto en las subjetividades, los modelos sociales, las políticas públicas en general y las sanitarias en particular, entre otros. Pero, a su vez, Benedetti señala como imprescindible subrayar una evidencia: la mayoría de los consumidores de sustancias psicoactivas no son consumidores problemáticos, tal como lo afirma el documento oficial del Comité Científico Asesor en Materia de Control del Tráfico Ilícito de Estupefacientes, Sustancias Psicotrópicas y Criminalidad Compleja sobre los usuarios de drogas y las políticas para su abordaje, elaborado en 2009. Esta afirmación marca un claro contraste con las representaciones sociales predominantes respecto de las sustancias psicoactivas, el consumo y los consumidores. 

Nuestra legislación nacional sobre salud mental, sancionada en 2010 y reglamentada en 2013, registra esa evidencia. Ese marco normativo enfrenta a los responsables de las políticas públicas con la tarea de elaborar nuevos dispositivos y estrategias de intervención clínica como parte de los servicios de salud mental en los hospitales generales, cuyo fundamento es la salud como derecho y el sujeto como sujeto de derecho. Pensar esos dispositivos y estrategias requiere revisar los existentes, y también forma parte de la tarea considerar las condiciones político-institucionales de su producción.

Una mirada clínica 

¿Por qué es necesario pensar al consumo de sustancias como un tema de salud y no de índole penal? En primer lugar, el abordaje penal no permite pensar en clave de sujeto, de sujeto de derecho y de la salud como derecho. Cuando leemos esta temática desde una perspectiva penal, el criterio de legalidad (sustancias psicoactivas legales e ilegales) gobierna la lectura y quedan afuera sustancias como el alcohol, la sustancia psicoactiva más consumida. 

La perspectiva penal, además, no distingue entre consumo problemático y no problemático. El esquema es bien conocido: el consumidor es un consumidor de sustancias ilícitas que viola la ley y por eso es un transgresor. Para una lectura clínica, el desplazamiento de las adicciones del campo penal al campo sanitario implica cuestionar tanto la relación mecánica y directa entre consumo de sustancias psicoactivas y consumo problemático como la asociación entre consumo de sustancias psicoactivas y problemas para el consumidor, su grupo de referencia y la comunidad en general. 

Cuando analizamos el consumo problemático hoy, no podemos perder de vista las variaciones a nivel de la subjetividad que se han producido en las últimas décadas en el mundo, o al menos en gran parte de él. A riesgo de simplificar, podríamos decir que la sustitución de la figura del ciudadano por la del consumidor introduce consecuencias que algunos autores llamaron “liquidez” y otros, “fluidez”. Se trata de puro consumo. En definitiva, el mercado introduce una serie casi infinita de objetos listos para consumir. Y en este sentido, las sustancias psicoactivas (o lo que sea: cirugías, bingo, compras, internet, celulares, etcétera) se inscriben en una lógica de mercado como cualquier mercancía. 

Si el eje de análisis no es la sustancia lícita o ilícita sino el sujeto, es necesario pensar el vínculo problemático que cada sujeto sostiene con el objeto en cuestión. No se trata de una empresa sencilla; sin embargo, no hay que perder de vista que somos contemporáneos de un gran avance en esta materia. La Ley de Salud Mental establece que cualquier ciudadano que tenga un vínculo problemático con el consumo, sea el que fuere, está padeciendo, y es competencia de las instituciones sanitarias darle tratamiento. No quiere decir que este desplazamiento esté consolidado, pero enunciarlo ya es un avance importantísimo.

Voces de la desigualdad: territorios de encierro, territorios divididos 

VILLA GARROTE (Tigre)

Un equipo local de Tigre jugaba al fútbol contra los de Rincón de Milberg. Las cosas se pusieron tensas y los jugadores se armaron con maderas apiladas en las barcazas de la costa. El partido terminó a los palazos. Desde aquel día, aunque oficialmente se llama Almirante Brown, todos conocen al barrio como “la Garrote”. 

Garrote, en Tigre centro, es una villa de ochocientas familias rodeadas por el agua y el lujo de los countries. Queda a orillas del río Luján, al costado del country Venice, al lado de un proyecto trunco de viviendas de Sueños Compartidos, a unas quince cuadras del Puerto de Frutos y a siete de la estación Carupá del tren Mitre. Se llega caminando en línea recta por la avenida Almirante Brown “frontera entre Tigre y San Fernando” hasta Italia. Ahí está la entrada. En una de sus canciones, la banda de hip hop Trap Villero habla de esa única vía para entrar: “Calle sin salida / doble enseguida / aquí adentro vivimos otra vida”. No es una metáfora. 

Hasta hace poco, en la entrada a la villa había un cartel de tránsito que decía “calle sin salida”, con la intención de advertir a los turistas. A principio de año lo sacaron por presión de los vecinos. Para los jóvenes, salir del barrio no es fácil. Cuando quieren participar de algún espectáculo público o caminar por el centro, los pibes “vigilados por las cámaras del Centro de Operaciones Tigre (COT)” son detenidos y devueltos a Garrote. “Si te ven afuera te mandan al cot. Vienen, te revisan todo, te re bardean. Si decís que sos de la Garrote fuiste. Te ponen contra el patrullero y te hacen abrir las piernas hasta que duela, como si fueras el hombre elástico. Te buscan droga o armas y, si no te encuentran nada, buscan que les respondas mal. Total las cámaras no escuchan lo que decís”, cuenta un chico de Garrote. Ser jóvenes y vivir en un barrio que forma parte del bolsón de pobreza de la ciudad de Tigre sitúa a estos sujetos como foco de atención y accionar del COT.

La situación es común en gran parte de los territorios: los jóvenes dicen que se sienten encerrados en sus propios barrios. El sociólogo Alberto Morlachetti en el artículo “Para una geografía del encierro” (2007) los definía como cárceles a cielo abierto: “Ante la imposibilidad física de aplicar la prisión indefinida, las sociedades ‘evolucionadas’ se han cerrado sobre sí mismas, provocando en su repliegue la automática expulsión de los indeseables. Las cárceles están abarrotadas, pero la forma más novedosa y sutil de la prisión es esta condena a permanecer a la intemperie del mundo, del otro lado del espejo, en un calabozo de castigo cuyas paredes lindan con la nada. Tal vez el ‘remedio-sanción’ ideal para nuestros tiempos sea una vacuna cuya aplicación extirpe de raíz toda reminiscencia de dignidad humana, un anticuerpo que libre a los menesterosos de la tortura de la esperanza, los vuelva estériles e indiferentes a la belleza y los convenza para siempre, a ellos y a los hijos de sus hijos, de que solo han sido dotados para engendrar tristeza y parir desolación”. 

Adentro del barrio la vida es precaria. Para evitar que se caigan los postes de luz, los vecinos los refuerzan con palos o los atan a algún techo. Algunos hicieron un tendido cloacal que desemboca en el río y otros cavaron pozos ciegos. Lo mismo con el agua corriente. Hace cuarenta años, había tres bombas para cien casas. “Esto era tipo campo, no estaba tan poblado y el río estaba limpio”, recuerda Chávez, uno de los referentes históricos. “Cuando la población creció, hicimos un pozo hasta que encontramos el caño maestro, lo perforamos y le mandamos una llave de paso”. (…)

 

☛ Título: Dársela en la pera

☛ Autor:  Fernando “Chino” Navarro

☛ Editorial: Marea
 

Adolescentes al borde de un ataque de nervios

Si “dársela en la pera” es entregarse al consumo hasta cruzar el límite de lo que el organismo resiste (la metáfora del cuerpo que cae hacia delante), “a todo ritmo” (ATR) es el movimiento intenso y constante. Es el encuentro, la gira, el baile, el consumo maratónico de datos, objetos, sustancias y cuerpos. “Al borde del ACV, pero siempre ATR”. Alguien tuvo el ingenio de inventar esa frase para que miles de jóvenes la viralizaran en las redes, la repitieran en tuits, fotos, videos, placas y remeras. Aquí también desafiar al cansancio y consumir con desenfreno es el camino para enfrentar el dolor de vivir. En nuestra anterior investigación, convertida en el libro Dársela en la pera, nos pusimos cara a cara con vidas de jóvenes de barrios populares. En ATR nos encontramos con la angustia existencial de jóvenes de clases medias altas y descubrimos que, aunque sus adultos a veces se preocupan porque tengan la “agenda completa”, esa angustia tiene muchísimo de soledad y de aburrimiento.

El consumo de sustancias: del alcohol al porro y las pastillas

“La vedette es el alcohol y no las drogas ilegales. En los videos que suben a Instagram o Snapchat, cuando salen o en la previa del UPD, los ves, tanto a los chicos como a las chicas, en bolas, chupando y vomitando, no fumando un porro”, explica Patricia, mamá de una adolescente de catorce años de Ramos.

Durante el trabajo de campo de ijóvenes, los adolescentes entrevistados coincidieron con ese diagnóstico: el consumo más extendido entre los chicos y las chicas es el alcohol. En general, toman bebidas blancas (ron, vodka), que pegan fuerte; o Campari y Fernet, siempre mezclado con cosas dulces: jugo de naranja o Coca Cola. 

De acuerdo con el estudio nacional 2017 de consumo de sustancias psicoactivas de la Secretaría de Políticas sobre Drogas de la Nación Argentina (Sedronar), el consumo de sustancias ilícitas y el abuso del alcohol han aumentado en la población de entre 12 y 17 años con respecto al relevamiento previo del organismo, del año 2010. 

En cuanto al abuso de alcohol, uno de cada dos adolescentes consultados sobre su consumo durante el último mes reconoció un consumo abusivo. De los 2 299 598 nuevos consumidores de alcohol del último año, 319 994 son adolescentes y preadolescentes. 

Del mismo relevamiento surge que el consumo de alcohol está mucho más extendido que el de otras sustancias psicoactivas: solo tres de cada cien adolescentes encuestados dijo haber consumido marihuana  en el último mes. 

“El alcohol es lo más común, está superinstalado. Para que un sábado esté bueno, tiene que haber alcohol. Y lo que veo es que arrancan cada vez más chicos, las hermanas de mis amigas tienen catorce y ya están haciendo previas, y nosotras éramos más grandes cuando empezamos”, cuenta Carmen, de diecinueve años. 

Al ser una sustancia legal y de más fácil acceso en el inicio de la adolescencia, las primeras experiencias de diversión y derrape se dan en torno al alcohol. Y cuando empiezan las previas en las casas, alrededor de los 13 o 14, los padres habilitan esos consumos de manera “vigilada”, mientras que otras sustancias ilegales, como la marihuana, no aparecen en esos contextos. 

Todos coinciden en que esos primeros contactos con el alcohol son más descontrolados. En las historias de Instagram que suben durante sus noches de fiesta, hay una escena que se repite, más allá de las zonas: los pibes y las pibas suelen hacer rondas de vodka metiéndose shots por la nariz para que les pegue más rápido. “Cuando arrancás a juntarte las primeras veces es onda ‘me la voy a dar en la pera’, como que buscás el descontrol y pasar el límite. Quizá no tomás tanto, pero la idea es quebrar o estar en pedo y después con el tiempo te vas calmando”, dice Carmen. 

Fede tiene 16 años y vive en Beccar. Al principio, cuenta, el alcohol no se toma por gusto “sino para ponerte en pedo, para romperte”. Él juega al fútbol en un equipo de la zona, entonces ya no toma alcohol ni sale porque está siempre cansado. Con el aprendizaje de los límites de hasta dónde tomar para pasarla bien, van apareciendo otras estrategias de cuidado, como comprar bebida de mejor calidad. “Dejás de comprar un vodka de 30 pesos y te fijás que sean cosas que te destruyan menos, no baratas”, pone Carmen como ejemplo. 

El consumo se organiza también en torno a lo lúdico: un juego popular en las previas es el “tomanji” o tablero, una especie de juego de la oca que se juega con dados y consta de casilleros con distintas prendas. La prenda siempre implica la ingesta de alcohol. Si bien hay una aplicación que se puede bajar a los celulares, lo común es que cada grupo arme su propio tablero.

“El tablero lo usamos cuando hacemos una previa en una casa y somos pocos. La primera vez lo hicimos porque fuimos a un boliche, no nos dejaron entrar y entonces nos volvimos a mi casa, armamos el tablero y usamos una botella de vodka que encontré por ahí. La prenda siempre es tomar y cada uno se arma su tablero, pero también te inspirás en internet y sacás ideas. Nosotros no le ponemos prendas tan sarpadas, pero tengo conocidos que le ponen garchar, o irse diez minutos al baño con alguien, ahí podés hacer algo o no, pero algunos consiguen petes por ejemplo”, cuenta Sebastián de dieciséis años, alumno de un colegio de Castelar. 

“El alcohol es como que está más aceptado que cualquier otra cosa, o sea, todos toman, en cambio los que consumen otras cosas aparte del alcohol son muchos menos”, explica. Incluso con los padres está mucho más habilitado el consumo de alcohol que el de otras sustancias. Y aunque sean menores, saben que hay ciertos lugares donde pueden comprar sin restricción. (…)

Juampi, de Tigre, asegura que “se consume mucho alcohol, mucho más de lo que los padres creen” y cuenta que si quieren salir a Buenos Aires después de la previa eligen un “conductor designado”, que esa noche no puede tomar. Algunos grupos ven en el momento quién está mejor, o sea menos borracho, y esa persona maneja. “Pero eso no siempre es un freno –advierte–. No se tiene mucha conciencia sobre el peligro del auto en la noche de boliche. Una vez hicimos un pre todos juntos. Éramos varios y fuimos en autos distintos. Tres amigos diferentes chocaron la misma noche. A ninguno le pasó nada grave, pero chocaron. Al fin de semana siguiente salieron de nuevo igual de borrachos. Todavía tenían los autos con bollos y no pasaba nada. Eran los autos de los viejos y los viejos tampoco les dijeron mucho”. 

Cristian es dueño de un boliche en zona norte y también ve cómo el consumo de alcohol en la adolescencia fue mutando en los últimos años. “Los chicos ahora toman mucho y más potente. En las previas no hay cervezas, son todas bebidas blancas: ron, vodka y también Fernet. Todas con cuatro veces más graduación alcohólica. Muchos compran bebidas nacionales berretas, las que salen 40 mangos. Se la pegan fuerte”, dice. 

Laura y Vanina son psicólogas y especialistas en adicciones. Juntas trabajan con adolescentes en instituciones educativas y deportivas y aseguran que los consumos de los adultos de cada casa signan las primeras experiencias de consumo de sustancias de los chicos.  “La droga es la que está en casa. Los psicofármacos de los padres, lo que hay en el botiquín de toda familia de bien. Un poco de clonazepam con el whisky de la barra. Y esto está totalmente naturalizado”, explican. 

Las psicólogas encuentran que, entre los sectores más altos, los chicos quieren dar una imagen de “no somos como los borrachos de La Boca, somos más finos, tomamos bebidas más finas y no derrapamos, nos sabemos controlar”. “Pero cuando les preguntás por esas sensaciones te das cuenta de que no es verdad –aseguran–. Controlan todo hasta que se pegan un palo en el auto del padre a 200 kilómetros por hora”. 

Del mismo modo, el psiquiatra especialista en adicciones Federico Pavlovsky encuentra que “hay una naturalización fenomenal del consumo de alcohol” en muchas familias. “Hemos conocido casos de padres que, ante una fiesta de sus hijos en su casa, han llegado a contratar a un médico psiquiatra para que, si alguno se da vuelta, le dé un ansiolítico, llame a una emergencia”. Para Pavlovsky, la presencia de un psiquiatra convocado por los padres en el marco de una previa entre pibes es un indicio fuerte: los adultos saben que alguno se va a dar vuelta. “Los chicos que viven en barrios privados están ‘atrapados’, de una manera distinta al pibe de la villa que también queda atrapado en esa lógica, pero ellos quedan reducidos ahí, hacen la previa en las casas para no salir por la inseguridad, entonces se dan situaciones que también generan incidentes, terminan en comas alcohólicos, no queda del todo claro el rol de los adultos en ese lugar. Los adultos probablemente por impotencia, por no saber qué hacer o cómo manejarlo, terminan avalando situaciones que son riesgosas. Hay que pensar si eso es reducir riesgos y daños, pero creo que pesa más esta cuestión de que hay una banalización y naturalización de estas situaciones que es grave”, analiza. 

La naturalización del consumo desde el mundo adulto de referencia es mucho mayor con el alcohol que con otras sustancias y eso, de algún modo, amplía las fronteras de consumo. Iván es entrenador de rugby en un club de San Isidro y sabe que en la división de menores de 19 años “el 85 % de los pibes toma bastante alcohol” y que “en la de menos de 16 toman solo los pibes que son más cancheros”. “En general toman, y bastante, los viernes, porque juegan los domingos y tienen el sábado para recuperarse. Lo que veo es que cada vez se cuidan más, toman suplementos, entrenan, hacen fierros. (…)”, explica. 

“En el ambiente del rugby siempre se tomó y se va a seguir tomando. Los ex jugadores llegan los sábados a comer un asado y terminan viendo los partidos medio mamados. Después del partido se quedan al tercer tiempo, donde también se consume. A la noche llegan a su casa después de haber tomado todo el día. Está muy naturalizado”, cuenta.

 

☛ Título: ATR. Adolescentes a todo ritmo

☛ Autor: Luis Navarro 

☛ Editorial: Marea