Llego a Luz de Infancia, presidida por Celina Antúnez, con una recomendación de Cynthia Bendin, responsable de la organización internacional de Migraciones (OIM) del paso fronterizo. En esos momentos, Cynthia, que reside en Asunción pero viaja a la zona todas las semanas, no puede atenderme. Está amenazada de muerte, una constante en su vida. Se supone que son las mafias del tráfico, por eso su organización le tiene terminantemente prohibido acercarse a la zona en los próximos meses.
Marcelina es una mujer de cincuenta y cuatro años, algo regordeta, de piel muy blanca. Va vestida como de apuro, tiene una vincha en el pelo, acomodado rápido y así nomás. Su trabajo no le da tiempo para coqueterías, me cuenta como disculpándose. Es directora de escuela jubilada. Durante treinta y un años trabajó en escuelas en zonas de emergencia de Puerto Iguazú. Fue conectada vía la Organización Mundial del Trabajo a través de su programa IPEC (programa internacional para la erradicación del trabajo infantil) en 2000 para postularse como directora de la organización que se llamaría Luz de Infancia.
“Competía con sociólogas, psicólogas, mujeres mucho más preparadas que yo –me explica–, pero me eligieron a mí por mi experiencia de trabajo de tantos años en escuelas en la villas. Primero como maestra y luego como directora. Cuando empezaron a decirme a qué me debía dedicar, es decir a trabajar en la erradicación de la trata de niños y niñas con fines sexuales en la zona de Puerto Iguazú y me dieron las cifras, me quedé helada. No sabía que eso sucedía en mi pueblo. Me pregunté: ‘¿Pero dónde viví todos estos años, en un frasco, cómo pude no haberme enterado de nada?’.”
Ahora el programa depende de la intendencia y de los aportes de los vecinos ricos de la zona, sobre todo los ligados a la industria del turismo. Su presupuesto es muy magro. “Prácticamente ahora lo financio yo con mi jubilación y con los euros que me manda mi hija que vive en España. También cuento con la ayuda de algunos empresarios y amistades. Esto se fue convirtiendo en mi vida. Estoy casada y mi marido me hace el aguante. Cuando la policía encuentra algún niño o niña que rescata de alguna red de prostitución, lo traen aquí, donde lo cuidamos hasta encontrar a la familia y devolverlo. Hasta que no tuvimos este espacio, me llevaba los chicos a mi casa. ¡Cómo iba a dejarlos en la calle! De lo contrario, debían estar en la comisaría o en un juzgado y eso sería tratarlos como criminales, y después de todo lo que esos chicos pasaron, no es justo”, razona.
En la sede cuentan con dos habitaciones. Cada una con dos camas marineras, una para chicos y otra para chicas, un baño común y una cocina comedor comunitaria acogedora y pequeña. “Somos un equipo reducido, asistentes sociales, médicos, operadores de calle, con voluntarios y todo no llegamos a diez personas. Cuando nos traen algún chico o chica, tiene que haber un policía custodiándolo permanentemente y alguien de nosotros que vigila a la policía y que se cumpla la ley. Cuando hay una nena, exijo siempre una mujer policía, por las dudas. Mejor prevenir. Además, algunas chicas llegan tan confundidas, que ven a un hombre y al rato de llegar, las encontrás todas maquilladas, como si tuviesen que ‘trabajar’. Por otra parte, luego de encontrar a la familia, tratamos de que hagan algún tipo de tratamiento psicológico e intentamos hacer un seguimiento. Nuestro trabajo consiste en esto y básicamente en la prevención a través de la difusión por cualquier medio de la existencia de este crimen que tiene, desgraciadamente, en esta ciudad, altos niveles de desarrollo. En enero solamente, desaparecieron quince chicas.”
En el despacho de Marcelina, que opera a la vez como sala de reuniones, un afiche me llama la atención. Se trata de la fotografía de un nene, podrá tener entre nueve y once años, abajo tiene el nombre de “Gurí”. “Lo acabamos de recuperar. Es mudo –me cuenta Marcelina–. No entiende ni español ni guaraní, de modo que no sabemos de dónde es. Estamos buscando a su familia y vamos a empapelar la ciudad con su cara hasta dar con ella. Me lo acaban de traer del juzgado y aún no tengo su historia completa, pero imaginate, pobrecito, mudo, todo lo indefenso que se debería encontrar con estos criminales.” (...)
Marcelina habla de redes de trata que usan Iguazú como zona para hacer trabajar a nenas y nenes que vienen de otras provincias, pero también como zona de doble tráfico: desde aquí al exterior vía Brasil y desde aquí hacia Buenos Aires, que es el destino más común para estos chicos.
“Te decía que hay redes que se aprovechan de la pobreza de ciertas chicas adolescentes y con métodos ya muy estudiados por nosotros, como poner avisos en los diarios, hacer citas en un hotel más o menos presentable y prometer trabajos de promotoras, niñeras y empleadas en Buenos Aires, captan a las chicas, que en su buena fe, con toda su ingenuidad, creen que van a prosperar en la vida. Después las suben a coches y se las llevan. No usan micros, porque suelen ser más revisados. Si bien no existen datos acerca del alcance del problema de la explotación sexual comercial infantil en Puerto Iguazú, hay importantes antecedentes en las investigaciones realizadas en las ciudades vecinas. Este dato es relevante dada la proximidad y la labilidad en el tráfico e intercambio entre las tres ciudades. El cambio en la situación socioeconómica de la Argentina, con el fin de la ‘convertibilidad’ y la consecuente devaluación del valor del peso, determinó también un cambio en las condiciones de comercialización entre los tres países, dentro de lo cual se incluye –lamentable pero indefectiblemente– la comercialización sexual de niños, niñas y adolescentes y el turismo sexual.”
Marcelina me muestra los cuartos donde alojan a los chicos, la decoración humilde pero primorosa: colchas rosas para las nenas; celestes para los chicos. Mientras andamos por el lugar, me sigue diciendo: “Acá, en Iguazú, lamentablemente, no se trata sólo de redes mafiosas. Muchas familias entregan a sus propios hijos para que se prostituyan. Ahora mismo me encuentro siguiendo un caso. Es en una barriada pobre. Al anochecer, sacan a los chicos bien vestiditos y perfumados y los exhiben en la puerta de su casa; deben operar con alguna red local que les lleva turistas para que hagan con ellos lo que quieran. Pero allí los entregadores son los propios padres. En estos casos, nos encontramos con un grave problema, porque tampoco tenemos adónde llevar a esos chicos si los recuperamos; se pueden quedar un tiempo acá pero luego o vuelven con la familia o van a una institución, y no sé qué es peor. Es una situación realmente desesperada. Tenemos que cuidar que no los vendan. Sé cómo suena esto: pero sucede”, afirma mientras se acerca a un archivero de donde extrae cuatro carpetas bien gordas y las apoya sobre el escritorio. Se trata de recortes de diarios con denuncias de niñas y niños secuestradas para ejercer la prostitución. (...)
A. tiene veinte años y un hijo de menos de dos. Apoyada por Marcelina, me va contando su historia. Viajó desde Puerto Iguazú a Concepción del Uruguay, Entre Ríos, porque le ofrecieron un trabajo como promotora. En agosto ella y una amiga recibieron un folleto donde se solicitaban promotoras. Acudieron a una entrevista en un hotel del centro y enseguida la chica que las atendió les dio los pasajes para emprender el viaje. Llegaron a Concepción en un remise y las instalaron en una casa. Le sacaron al hijo y los documentos y la obligaron a prostituirse bajo amenaza de muerte. La obligaron a hablar con su familia, apuntándole con una pistola en la cabeza, forzándola a mentir con que el trabajo era bueno y con que estaba todo bien. Ya al día siguiente tuvieron que trabajar en un burdel como coperas bajo la vigilancia de un hombre que no les perdía el paso. A. se resistió, pero le recordaron que tenían a su hijo y que si no obedecía primero mataban al chico y después a ella. Ya no dijo más nada y cada día trabajaba de ocho de la noche a cinco de la mañana atendiendo de cuatro a cinco clientes.
A ella y a su amiga les daban cinco pesos, pero en el burdel cobraban treinta y cinco. Con el dinero que le daban, A. tenía que pagar su comida, la de su hijo y los productos de higiene. La ropa se la daban ellos. A su hijo lo veía una vez por semana, una hora. Por él, me dice, soportó todo. Así estuvieron veinticuatro días hasta que los tratantes cometieron un error. Le dieron a su amiga un celular sin crédito, pero ella se pudo comprar una tarjeta y avisar a su familia.
La familia se conectó con el intendente de Iguazú, Claudio Filippa, que hizo intervenir a la Policía de Iguazú. Junto con ellos, la familia fue a buscarla. Su amiga logró escapar enseguida en el camino entre la casa donde las alojaban y el burdel. Al día siguiente, en un operativo policial, A. fue rescatada. Sólo fueron presas dos personas que se encontraban en el burdel en ese momento. El hombre que la vigilaba todavía está suelto y sin identificar. A. tiene miedo. Saben dónde vive, saben que puede ser una testigo.
“Por todas la chicas que pasan por esto –me cuenta– aceptaría ser testigo encubierta. Pero no sé si será suficiente la protección. No tengo ya miedo por mi vida. Tengo que cuidar la de mi hijo. Estoy todavía pensando cómo proceder. Me siento entre la espada y la pared.”
Un voluntario se lleva a A. a su casa. Me doy cuenta de que tiene una custodia discreta.
Marcelina me dice que sería muy importante que ella diese su testimonio completo al fiscal, con todo lo que sabe, pero también comprende su miedo. (...)
El movimiento es apabullante. La calle principal es un bulevar donde no hay ningún espacio libre: todo está tomado por puestos callejeros que venden desde tortas fritas hasta CD truchos, limas, cuchillos, souvenirs, ropa, cámaras de fotos, videos, pilas. Cualquier cosa que quiera la puedo encontrar en la calle.
El mercado tiene solamente tres cuadras. En todas las cuadras hay negocios y también shoppings de no más de tres o cuatro pisos. Los hay destartalados y los hay lujosos. Entre los puestos y los negocios camina una verdadera multitud que empuja sin avanzar.
En el hotel me habían advertido que tuviera cuidado con el bolso o la cartera. No llevo nada. Tengo todo dentro de los bolsillos de un pantalón cargo.
El olor de la comida frita al aire libre se funde con los gritos de los vendedores que hacen sus ofertas y que insisten e insisten con las ventas. Es la banda de sonido de una película imposible. Es Babel.
El portugués y el guaraní se escuchan más que el español. En los negocios, la mayoría de los vendedores apenas pasan los veinte años y llegaron a mediados de la década del 80, cuando sus padres decidieron radicarse en esta ciudad, impulsada por la represa de Itaipú y las posibilidades económicas que de ella se esperaba que vendrían. “Pero el desarrollo económico llegó por el lado de la tecnología”, así lo señala el periodista misionero Gustavo Marien.
En la galería Zuni sólo se venden artículos electrónicos, desde pilas recargables hasta televisores y computadoras de última generación. Apenas uno se interna, el rugido de las cintas de embalajes comienza a escucharse cada vez más fuerte. En el subsuelo, los “paseros” arman sus cajas con mercaderías que intentarán pasar por la frontera, sin declararlas, envueltas en bolsas y selladas con la cinta para que nada perturbe su estado.
Hay vendedoras que hablan “portuñol” y tienen la cara cubierta con un chador pero que no se dejan regatear los precios; hay muchos vendedores brasileños y marcas desconocidas que replican los productos de las majors.
El lugar es agobiante, presiona, me dan ganas de escapar. Busco el Barcelona y ruego que ya haya llegado Cacho. Está tomando café en un negocito del shopping. Un lugar limpio y con aire acondicionado.
Dejo que termine su café y le pido que me lleve a la sede del diario La Vanguardia que se encuentra en el kilómetro ocho de la ruta siete.
Cacho no tiene ni idea de dónde es. Nunca se movió de las tres cuadras del mercado.
Igual buscamos el Mercedes en el estacionamiento del parking y llegamos al lugar. Preguntando se llega a cualquier parte.
La periodista Carolina Podestá me había pasado el contacto del director del periódico, Héctor Guerín. Llego sin anunciarme, por eso podemos charlar brevemente. Pero su información me resulta sustanciosa. Me cuenta que es periodista de toda la vida, que todo lo que averigüé hasta ahora sobre la trata, el contrabando y la noche él también lo tiene perfectamente registrado. No puede asegurarme, en cambio, que exista alguna célula terrorista perteneciente a algún grupo fundamentalista islámico. No tiene pruebas, aunque hay muchos empresarios de origen islámico en la mira.
Le agradezco la atención de recibirme sin preaviso y su generosidad en la información.
Voy a volver a Puerto Iguazú.
Antes paso por una de las dos mezquitas que se encuentran en la ciudad. Ya sabía que no me permitirían entrar. Soy mujer, soy extranjera.
La salida de la ciudad está muy complicada. Hay muchísimos coches y cola. Le pago a un chico, una especie de runner, que precisamente nos abre paso entre los coches y los gendarmes corriendo, vamos pegados a él y llegamos a la cabecera del puente.
Empezamos a cruzar. Ya está terminando el día de trabajo en la ciudad. Todo termina muy temprano. A las cinco ya empiezan a cerrar los negocios y a las seis no queda nadie.
En la parte peatonal del puente se ven las filas de personas que cruzan con pequeñas bolsas, sobre todo de comida. Sobre el lado del río, el puente está enrejado y se pueden apreciar los agujeros realizados por los “paseros” para tirar la mercadería a contrabandear y luego buscarla en la orilla. “Los gendarmes –me cuenta Cacho– revisan según el día. Es un azar, pero más bien no revisan.”
Ciudad del Este es el segundo puerto libre del mundo luego de Hong Kong. Sólo conozco de referencias la ciudad china, pero intuyo una decadencia fraterna.