Marea Editorial

Cuando Adolph Eichmann vivió en Tucumán

El autor de la novela “Querido Eichmann” da detalles del paso del jerarca nazi por el norte argentino y explica su estrategia para desalentar sospechas.

Los historiadores no cuentan la verdad y los narradores menos, y aunque el lector se empeñe denodadamente en buscarla, infiero que la duda es lo más seguro para llegar a ella, la última verdad. Escribir una novela es el pretexto de un escritor para pensar en sí mismo. Pero introducirse en la conciencia de un asesino como Eichmann y narrar desde la primera persona, siendo yo judío, confieso que fue un placer abominable. Una cosa es el relato de un aviador que lanza misiles sin ver sus consecuencias, o el espectador de televisión que es testigo de una guerra anónima con muertos que parecen de utilería, y otra muy diferente es escribir desde alguien que asesina.

La novela transcurre en Las Estancias, un sitio montañoso en Catamarca al que solo se accede a través de Tucumán. El plan de una empresa llamada CAPRI, de capitales alemanes, era la construcción de una represa hidroeléctrica. Ese fue el motivo por el cual llegó Adolf Eichmann a esos confines montañosos, y su estadía en ese paraje inspiró la escritura de esta novela llamada “Querido Eichmann”.

Hace unos treinta años un primo mío y yo bosquejamos un guión que quedó solo en papeles, algo que sucede cuando se es joven y las instituciones demasiado grandes. Veinte años después, un director cinematográfico me pidió escribir otro guión sobre Eichmann en Argentina. Lo entregué pero jamás se filmó. Años más tarde dirigí una obra de mi autoría en el Teatro Estable de Tucumán y allí conocí a una actriz llamada Marta Forté, cuyos abuelos habían sido cuasi fundadores de Las Estancias. La actriz conservaba la casa de sus abuelos y un día nos invitó a mi mujer y a mí a pasar un fin de semana. En ese encuentro me contó que sus padres, allí mismo, habían invitado a cenar a Adolf Eichmann. Para ellos era un señor de profesión hidrólogo llamado Ricardo Klement. En uno de esos convites él contó que no tenía hijos, aunque sí sobrinos y que pronto estos llegarían a visitarlo. Los datos que brindaba eran opuestos a su vida real. Eichmann solía ser meticuloso en no dejar pistas, sabiendo que no se contaba con fotos suyas. Su idea era pasar desapercibido como la mayoría de los nazis que habían escapado de Alemania. Y él, especialmente, desde Europa hasta la Argentina sembró innumerables pistas falsas. Durante las cenas, aprovechando sus conocimientos de hebreo, manifestaba ser un admirador del pueblo judío. Los padres de Marta estaban, según contaba la actriz, sorprendidos por su versatilidad en idiomas y por encontrar alemanes que admiraran al pueblo judío, otra de las razones para despistar su verdadera identidad.

Las reuniones sociales entre la gente adinerada eran frecuentes en esos años. Y en medio de un paisaje maravilloso como el de Las Estancias, franqueado de una soledad absoluta, entrar en contacto con extranjeros resultaba, para los lugareños, una bocanada de aire fresco.

Durante esas cenas, Eichmann habló con entusiasmo de su creencia firme en los platos voladores. Según contaban los padres de Marta Forté, que eran bastante positivistas, lo observaban con cierta desconfianza, puesto que el jerarca nazi alucinaba, se desbordaba relatando los avistares y su fe inquebrantable en la existencia de OVNIS. La misma Marta me acompañó al sitio donde Eichmann solía pasar tiempo muerto a la espera de sus arribos secretos. Es sabido que el Tercer Reich construyó varios modelos de platillos voladores en Alemania. Naturalmente, que durante las comidas en ningún momento se hablaba sobre la guerra. A lo sumo de los avances alemanes en el campo de la aeronáutica. Dicho sea de paso, unos años después conocí de manera casual a un matrimonio en Barcelona, el hombre se despachó cerca de una hora hablándome de su padre, un ingeniero alemán que había llegado al país después de la guerra y que había participado de la construcción del Pulqui y del segundo modelo aeronáutico argentino que fracasó.

Terminada la cena en casa de los Forté, Eichmann saludaba de manera cortés a los anfitriones y los despedía en francés. En una de las tantas visitas llegó con un amigo alemán, otro oficial nazi, cuya mujer vivió como hasta los cien años en Las Estancias. Este hombre era reservado y llevaba el rostro del culpable. Era alcohólico y durante la única cena que asistió no se lo escuchó decir palabra. La madre de la actriz, a la salida de su casa, lo vio desde lejos empinarse una petaca. Dos o tres años después murió, tampoco estuvo claro cómo. Algunas versiones decían que se había pegado un balazo en la cien y que había dejado una carta maldiciendo a Hitler y a Alemania. El día de mi vista, Marta y yo fuimos hasta la casa de la viuda, pero se negó a recibirnos. Ese alemán también aparece en la novela, lo nombré y lo constituí en un hombre arrepentido de las matanzas, alguien capaz de mostrar una veta humana entre tanta monstruosidad.

Durante esa misma visita, Marta me llevó a un sitio donde una familia de gitanos había apostado su carpa. Siendo niña, le maravillaban esas mujeres revestidas de joyas mezcladas con bisutería barata que solían visitar las casas adivinando la suerte. Esa carpa, durante la época de Eichmann, sufrió un incendio, aparentemente intencional. Se supusieron muchas cosas alrededor de aquel accidente que mató a toda una familia. Naturalmente que como novelista yo elijo narrar aquello que me conviene para favorecer mi relato.

Estando en Las Estancias y viendo mi interés por el criminal nazi, Marta me condujo hasta un sitio en el que, hasta el día de hoy, subsiste parte de un túnel que, según se decía, llegaba hasta La Cocha, provincia de Tucumán. Eichmann había proyectado su fuga a través de ese túnel en el caso de ser descubierto. Sabía que en algún momento todas estas historias aparecerían en la novela. No olvidemos que hablar de novela histórica es un oxímoron dado que si es ficción no puede ser histórica y viceversa.

En el tiempo en que vivía la abuela de Marta, llegar a esta casa era dificultoso por la falta de caminos. La abuela, que por entonces tenía cerca de noventa años, había dejado de caminar. La calesa que la transportaba desde Tucumán la dejaba a unos trescientos metros de subida por el cerro. Ella disponía de una cama con baldaquino y doseles y era cargada por indígenas de la zona. Una estampa perfecta de las novelas de Gabriel García Márquez, eso era Las Estancias a mediados del siglo XX cuando se proyectaba la construcción de una represa. Sí había un proyecto de represa, se cae de maduro que había un ingeniero, no sé si era o no judío, pero yo en mi novela lo bauticé judío. También imaginé que el ingeniero tenía una familia compuesta por su mujer y una niña de unos doce años. Con todos esos elementos podía comenzar a elaborar “Querido Eichmann”.