A diferencia de los libros urgidos por la agenda, El síntoma Milei. Notas para una Argentina fallida (Marea, 2025), de Hernán Brienza, no se limita a describir las excentricidades del primer presidente libertario ni a enumerar sus decisiones de gobierno. Su apuesta es pensar qué condiciones culturales, ideológicas y políticas hicieron posible que un personaje como Javier Milei no solo conquistara el poder, sino que lo hiciera con un discurso antisolidario, mesiánico y antidemocrático, que lejos de avergonzar a las mayorías, se volvió atractor simbólico y electoral. El eje está en el subtítulo: no se trata del presidente en sí, sino del país que lo hizo posible.
Brienza —periodista, politólogo, ensayista y autor de libros como ¿Para qué sirvió el peronismo? y El loco Dorrego: el último revolucionario, además de colaborador habitual de medios gráficos y radiales— combina en este nuevo ensayo su capacidad narrativa con una interpretación estructural del fenómeno mileísta. La figura del presidente es abordada como un síntoma de larga incubación, un emergente que condensa frustraciones acumuladas, mutaciones culturales, vaciamiento de identidades políticas y una regresión ideológica que recorre la historia argentina desde el siglo XIX.
El libro comienza con la apertura simbólica de la asunción presidencial: Milei, de espaldas al Congreso, predicando frente a sus seguidores, se presenta como “el hombre providencial”, ajeno a las instituciones republicanas. Para Brienza, ese gesto es la clave para leer lo que vendrá. Allí se instala la primera hipótesis del libro: Milei no representa una política de lo posible, sino una mística del desmantelamiento, fundada en una visión teológico-política binaria, en la que hay cielo e infierno, amigos y enemigos.
“Ha desatado a las «fuerzas del cielo»”, escribe Brienza, y en esa fórmula condensada aparece una de las líneas más inquietantes del análisis: la deriva milenarista del mileísmo, que no es sólo un ultraliberalismo económico, sino una religión civil que reemplaza la discusión política por una guerra santa, donde toda oposición es traición y todo Estado es maldición.
La segunda hipótesis vertebral del libro es más estructural: Milei es la expresión radical de una genealogía histórica argentina, que se remonta al liberalismo conservador de la Organización Nacional (1862–1880) y sus derivados oligárquicos y antipopulares. “No es un publicista del siglo XIX, es un ejecutor programático”, advierte el autor. En este sentido, el mileísmo no es una anomalía, sino una forma de restauración: el intento de borrar la historia democrática, redistributiva y nacional-popular que comenzó con el sufragio universal y encontró en el peronismo su forma más conflictiva.
A lo largo del libro, Brienza intenta desentrañar si Milei es un revolucionario, un conservador o un reaccionario. La respuesta no se agota en categorías clásicas: Milei es leído como un reaccionario radical, un actor político que quiere desandar la historia, “volver atrás, hacia un pasado inexistente”, despolitizado y sin Estado. Sus referencias a Roca, Sarmiento o Alberdi no son caprichosas, sino operaciones fundantes para habilitar su narrativa de tierra arrasada.
La elección del nombre Bases para su primera ley no es anecdótica. Brienza muestra que Milei intenta instalarse antes de la Constitución, como un nuevo Alberdi, pero sin Estado Nación. En su imaginario, la Argentina nació mal y hay que refundarla desde cero, sin mediaciones políticas ni instituciones. En esa operación se articula con las utopías extremas de Rothbard y Hayek, padres teóricos del anarcoliberalismo, cuya defensa del mercado sin regulación, la privatización total y la mercantilización incluso de la infancia, el chantaje o la educación, aparece como sustento doctrinario de muchas de sus propuestas.
Uno de los capítulos más incisivos del libro es el dedicado a la vicepresidenta Victoria Villarruel. A diferencia de otros abordajes que se limitan a denunciar su negacionismo, Brienza hace algo más incómodo: reconoce que su discurso interpela zonas de silencio o simplificación del relato progresista sobre los años setenta. Su reivindicación de las víctimas del terrorismo y sus críticas a la violencia de las organizaciones armadas de izquierda no son novedosas, pero logran impactar allí donde el relato democrático se volvió catecismo. Brienza no concede el fondo ideológico de Villarruel, pero admite que el peronismo y la izquierda han preferido mirar para otro lado frente a ciertas preguntas difíciles.
El libro no defiende una mirada sacralizada del pasado reciente, sino que reclama una revisión honesta y crítica, sin caer en las trampas del negacionismo, pero sin eludir las contradicciones que facilitaron el regreso de discursos autoritarios.
Los últimos capítulos transitan de la política a la cultura, de la ideología a la subjetividad. Brienza recupera las lecturas de Byung-Chul Han, Lipovetsky y Varoufakis para describir la metamorfosis neoliberal del sujeto contemporáneo. Lo describe como un individuo hiperconectado, autoexplotado, despolitizado y convencido de que ayudar al otro es una debilidad emocional. En un pasaje tan persuasivo como provocador, analiza cómo se ha instalado la idea de que la solidaridad es patológica, bajo nombres como el “síndrome del caballero blanco”, y cómo las redes, los algoritmos y la cultura del coaching han reemplazado el vínculo social por una lógica de rendimiento, autocontrol y vigilancia emocional.
Milei, en este marco, no es un monstruo aislado, sino el producto congruente de ese nuevo contrato afectivo, donde el éxito personal se mide por la indiferencia ante el dolor ajeno. Un presidente que afirma que el Estado es el enemigo, que la educación pública es adoctrinamiento y que la empatía es debilidad, encarna con crudeza la moral de época.
La prosa de Brienza es escritura de combate, clara, filosa, con momentos de ironía y otros de indignación. El libro es un ensayo que dialoga con la historia, la filosofía política y la cultura contemporánea. Borges, Benjamin, Carl Schmitt, Alberdi y Jauretche comparten páginas con Milei, Villarruel, Agustín Laje y hasta la “patria de los influencers”.
Brienza, en un gesto que combina lucidez analítica y desolación lírica, escribe que Milei es el “síntoma de una Argentina que decidió dejar de ser”. Lo compara con un Dorian Gray invertido, cuya imagen pública, construida con inteligencia artificial y grandilocuencia mesiánica, termina revelando la podredumbre que el cuerpo social no quiso ver.
Ya no hay promesa de redención, sino una tierra baldía que solo puede salvarse si logra recordar el valor de tres gestos: dar, escuchar y renunciar. Como en el poema de Eliot que cierra el volumen, queda la esperanza de una ética humilde, mínima, pero fértil: la reconstrucción del nosotros tras el espejismo del yo omnipotente. Brienza lee el fenómeno con la tranquilidad amarga de quien sabe que Milei pasará, pero que el país que lo eligió deberá enfrentarse, una vez más, al espejo de su propia descomposición. Porque ese síntoma, más que un rostro, es un reflejo colectivo.