Emilce Moler es una de los cuatro sobrevivientes de la llamada “Noche de los lápices”, la redada que tuvo como víctimas a estudiantes de la escuela secundaria en La Plata, el 16 de septiembre de 1976.
Emilce, que en ese momento tenía 17 años, estuvo seis meses desaparecida y luego, presa en la cárcel de Devoto hasta que cumplió 20 años. Hoy es doctora en Bioingeniería por la UNT, magister en Epistemología y profesora en Matemática. Ha participado en varias organizaciones políticas, gremiales y de derechos humanos.
Acaba de publicar sus memorias de la “Noche de los lápices”, en un libro llamado “La larga noche de los lápices. Relatos de una sobreviviente” (Marea), donde narra en textos breves, la historia de su militancia, su secuestro y sus años en prisión. Relatos en primera persona, desde la mirada de una jovencísima víctima de la represión, que logró superar el horror y volver a la vida.
Aquí publicamos un fragmento de su libro, en el que da cuenta del calvario de su padre para rescatarla del cautiverio.
Un buen consejo
Fue mi papá el que me encontró una casa donde dormir cuando yo ya no sabía adónde ir en ese aciago 1976. Se enojó mucho cuando le dije que militaba en la UES y que estaba en peligro. Me gritó y puteó, pero al rato me preguntó qué iba hacer. Salió dando un portazo y al rato vino con la noticia de que había encontrado un lugar para que me quedase temporalmente. Una amiga de Saúl, a quien voy a estar toda mi vida agradecida, me abrió las puertas de su casa. Pero la cosa no funcionó porque yo seguía militando, entonces la familia que me hospedaba se asustó y llamó a mi padre para que me fuera a buscar. Estaba muy enojado. Paró el auto y me encaró feo.
–Le tuve que pedir por favor a mis amigos que me dieran una mano y vos seguís hinchando las pelotas con la política. ¿No te das cuenta que te estás jugando la vida, pendeja de mierda? ¡Están ocurriendo cosas en el país, no es joda! –me gritó como nunca. Tuve miedo de que me pegara, aunque nunca lo había hecho.
–También es mi vida y son mis decisiones –le retruqué temblando.
–Pero callate mocosa, qué sabes vos. Arrancó el auto, anduvimos unas cuadras en silencio. Volvió a frenar.
–Si querés que te siga ayudando, no me tenés que mentir. ¿Qué hiciste realmente? ¿Hasta dónde estás metida? –me encaró con un tono más paternal, ya más conocido para mí.
–Soy militante de la UES.
–¿Pero qué es eso? Decime concretamente qué mierda hacés.
–Pego afiches, hago carteles, voy a reuniones, traslado revistas y documentos, todo en contra de la dictadura.
–Bueno, eso no es tan peligroso.
–Sí, pero los militares aplastan a todos los que se les oponen.
–Sí, es cierto, están desatados. ¿Y vos sabés lo que te puede pasar si te agarran?
–Sí.
–¡Qué mierda vas a saber! No tenés idea lo que es la tortura.
–Sí, yo sé.
–¿Qué vas a saber? No tenés idea. Yo vi a los más bravucones cagarse hasta las patas con solo amenazarlos. Vos debés conocer nombres, te van a hacer cualquier cosa para que los digas.
–Yo estoy preparada.
–Nadie está preparado para eso. Lo único que te puedo decir es que hablar bajo tortura no sirve de nada. Ser buchón no sirve…
En ese momento no me di cuenta de que había recibido el mejor consejo. Me salvó la vida. Su frase me guió en los peores momentos. Es cierto, nadie está preparado, pero después de esa charla yo lo estuve mucho más.
Me quedé unos días en casa, ya sin saber adónde ir y con mi papá convencido de que era mejor que me quedara en casa y no que me encontraran en otro lugar, porque eso me delataba como culpable. Y me quedé. Cuando me detuvieron, él estaba contra la pared, encañonado por un milico encapuchado; intentaba darse vuelta para hablar y le daban culatazos. Intentó darme fuerzas con su mirada, pero su cara estaba desencajada.
Cuando lo volví a ver en el Pozo de Quilmes había envejecido mucho, temblaba, estaba muy emocionado. Me costaba reconocer detrás de ese rostro ajado, vencido, al hombre alegre, despreocupado y seguro de sí mismo. La estaba pasando mal. Con el tiempo supe que desde la madrugada en que me detuvieron en septiembre y hasta octubre casi no había dormido. Sus días fueron un infierno. Recorrió comisarias, cuarteles, oficinas y, sobre todo, golpeó muchas puertas de supuestos amigos y conocidos; pero se las cerraron en la cara; lo esquivaron, lo humillaron, le cuestionaron su rol de padre, murmuraron a sus espaldas.
Tenía solo un amigo en la policía: Rodolfo González Conti. Gonzalito, le decía. Era más joven, pero mi viejo siempre decía que era un buen tipo. Que yo recuerde, fue el único policía que venía a cenar a casa con su familia. Tenía dos hijos varones de edades parecidas a las nuestras. Compartieron algunos destinos, también le gustaban las buenas comidas, y eso ayudó a que se hicieran amigos. Fue a la primera persona a la que acudió por mi vida. Pero no encontró al amigo: se encontró con alguien que ya estaba muy comprometido con los milicos.
–Gonzalito, por favor, te estoy pidiendo que salves a Emilce, mi hija que vos conocés desde chiquita –le suplicó.
–Cholo, no lo tomes a mal, pero la cosa está complicada.
–Pero vos ocupás un cargo importante ahora.
–Por eso me tengo que cuidar. Voy a ver qué puedo hacer.
–Gonzalito, ¿por qué no te vas a la mierda?
El represor Rodolfo González Conti murió en 2009 sin que le llegara su castigo judicial, pero sí sufrió el social. Sus crímenes fueron expuestos en las distintas audiencias judiciales y recibía escraches de forma permanente.
Mi papá tampoco tenía amigos militares, salvo uno, Cacho Crespo. No sé dónde se habían conocido. La principal virtud de Cacho era su buen humor y que contaba buenos chistes. Tenía un hijo discapacitado, y mi papá decía que los chistes debía usarlos para escapar de esa tristeza. En 1973 el ERP lo secuestró. Tenía una salud muy frágil y lo liberaron después de ocho meses. O sea que Cacho no era la mejor persona a quien acudir. Igual, fue a verlo y, contrariamente a lo que yo hubiera pensado, tuvo una buena actitud. No sabemos cuánto movió, pero por lo menos no lo echó. En especial, le dio nombres para ir a ver.
A partir de ahí comenzó su recorrido con los militares: coroneles, brigadieres, comandantes, monseñor Graselli, todos los que podía. Mi papá guardaba las tarjetitas. Un día, ya en libertad, nos sentamos y me fue leyendo una por una:
–Este fue un hijo de puta, este no me contestó nunca, este me pidió plata, este me dejó esperando cuatro horas. Este dijo de todo de vos. Este fue el mejor, tuvo palabra conmigo.
Cada entrevista fue una amargura, una humillación, incertidumbres, mentiras, desánimos. Tardó muchos años en recuperarse de este trago amargo de su vida.
En diciembre del 77, un día en que tenía la visita semanal en la cárcel de Villa Devoto, vi venir a mi padre por el vidrio del locutorio y por su rostro supe que traía malas noticias.
–Tuve la entrevista con el coronel. No nos fue bien –me dijo a través del tubo, casi sin mirarme.
–¿Qué te dijo? –le pregunté.
–Que no te van a dejar en libertad. Que sos “irrecuperable” para esta sociedad. Tampoco te van a dar la opción para que salgas del país.
–¿Cuánto tiempo voy a estar presa? Los ojos se le llenaron de lágrimas, bajó la cabeza y movió la mano muchas veces, como indicando un camino lejos, lejos
–¿Muchos años? –me atreví a preguntar.
–Parece que sí…
Veinte años más tarde, en 1998, los organismos de derechos humanos estábamos reclamando una condena al represor Adolfo Scilingo; era una protesta a nivel internacional con vigilia en todas las embajadas de España, país donde estaba prófugo. Hacía mucho frío, yo me iba a quedar hasta tarde y luego me iban a relevar otros compañeros. Estaba en el consulado español en Mar del Plata, y en eso lo vi acercarse a mi papá. Caminaba muy lento, casi no lo reconocí. Tenía puesta una gorra de gamuza; había empezado a usarla para tapar la pérdida repentina de su pelo. Ese día le habían aplicado quimioterapia y casi no se podía mover. Se acercó, nos abrazamos y me regaló dos tabletas grandes de chocolate.
–Es de los más ricos que encontré –me dijo–. Busqué otros, pero no había. Comelo todo, mirá que la noche es larga y fría.