No me imagino la vida sin ser Victoria. Nada de todo esto, de lo que soy, de lo que hago, de lo que siento, que es mío y que es genuino, puedo imaginar. Y cada día de mi vida estoy inmensamente agradecida con Abuelas. Pero el proceso que hay que transitar para aceptar la verdad es largo y difícil. A lo mejor es un proceso de toda la vida. Tal vez no me alcance esta vida para manejar las contradicciones. Por un lado, la suerte de que me hayan encontrado, de ser quien soy hoy, y por otro lado la culpa. La culpa es muy difícil de llevar.
Cuando volvimos de Paraná tenía todo el pelo quemado por el sol. Tres meses de vacaciones, sola con papá. Iba a la pileta desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde. Nunca, en esos tres meses, me compró una crema de enjuague. El pelo se me había aclarado. No estaba rubia, pero sí pelirroja. Mi mamá tenía un alumno, José Luis, que era estudiante de peluquería; cuando vio el pelo así se horrorizó: “Te lo voy a arreglar ya mismo”, me dijo. Agarró unas tijeras y me cortó todo lo que estaba quemado. Me dejó el pelo por los hombros. Me había quedado el pelo corto y negro y encima me hacía cara de galleta. Lloré tanto cuando me vi… Por primera vez tenía algo de alemana y de pronto ya no lo tenía más.
Siempre quise ingresar al Ejército y sabía que en Salta estaba el único Liceo Naval mixto. Hablé con un primo de mi abuela que era marino, pedí el examen que tenía que rendir para estudiarlo, conseguí el albacea que necesitaba en la provincia. Organicé todo. Estaba todo resuelto, menos el permiso de papá. Ensayé esa charla mil veces, medí el tono, la firmeza y por fin una tarde me armé de coraje y le dije “tengo que hablar con vos”. Él me escuchó acomodándose los anteojos, eso que hacía cuando se enojaba y te helaba el corazón. Le dije que quería seguir la carrera militar. Me respondió que le parecía perfecto. Pero cuando le dije que me tenía que ir a Salta se plantó. Yo le expliqué que necesitaba formarme, que estar dentro de la Fuerza era una necesidad para mí, usé todos los argumentos que tenía, busqué todos los que le podían gustar. Pero no, no hubo forma de convencerlo. Lloré viernes, sábado y domingo; lloré, no paré un solo minuto de llorar, creo que hasta lloré dormida. El lunes a la tarde me trajo un uniforme del CAF, del Cuerpo Auxiliar Femenino de Campo de Mayo. Una bombacha verde, una camisa y los borceguíes. Me dijo “tenelos, cuando termines la secundaria entrás al Ejército”. También me dijo “hay un tiempo para todo, el Liceo Militar es una cuna de subversivos”. Yo estaba muy triste, pero él me explicó que algún día iba a entender. “Prefiero que llores vos un rato a tener que llorarte toda la vida”. Recién había entrado a primer año, para terminar la secundaria faltaba muchísimo. Yo había querido ser militar desde siempre. Todas las nenas querían ser princesas, y todo lo yo que quería era saber maniobrar un fusil. Pero con él no se podía discutir. Cuando decía que no, era no.
Dos veces papá me pegó, la primera vez la recuerdo como si hubiera sido ayer. Esa tarde mi hermana había estado escuchando la Marcha de la bronca. Para mí todas las marchas eran buenas, porque todas tenían que ver con las marchas militares. Íbamos en el auto a El Campito. Yo iba en el medio entre mamá y papá, aburrida ya de practicar las tablas, canté “Marcha un, d…”. Antes de que terminara el dos, llegó la cachetada. Me dio vuelta la cara. Lloré solo con lágrimas, papá me daba miedo enojado. Pero me daba más miedo el miedo de mamá tratando de explicar cómo había llegado a esa canción. Yo la miraba a mi hermana por el espejo retrovisor, no dijo una sola palabra. Yo también callé, no quería que le pegaran. La segunda cachetada fue porque llegué tarde. Apenas unos minutos tarde. Me pegó y me dijo “sos una puta, igual que tu madre”. Yo la miré a Mary esperando que le respondiera. “Yo no soy ninguna puta”, dijo. Él estaba hablando de otra. Herman tenía la misma expresión que cuando contó la violación que había presenciado. La contó de un modo en que, sin preguntar nada, yo supe que no la había presenciado, yo supe que él había participado. Y después, cuando supe quiénes eran mis padres, me di cuenta de que Herman tenía la misma expresión en las dos situaciones porque las dos veces había estado hablando de mi mamá.
Yo no le tenía miedo a Herman. Le tenía respeto, pero miedo no. A Mary sí. Yo sabía cómo iba a reaccionar él. Lo podía manipular con algunas cosas. Si quería que me comprara una campera de marca, me probaba la más fea. Él me decía “pero Sol, esa campera no te abriga nada”, y yo le decía que no se preocupara, que la otra era demasiado cara y entonces la compraba. Si quería un pantalón, me ponía una minifalda bien cortita. “No vas a salir a la calle así, de ninguna manera”, me decía él, y yo le contestaba que no tenía pantalones. Me daba la plata en ese mismo momento. “Comprate ahora mismo un pantalón”, me decía. Con él yo sabía. Con ella, no.
Nosotros crecimos diciéndole mamá y papá a gente que iba creciendo con nosotros. De repente, cuando te enteras de que no son tus papás, que tus papás son chiquitos, entonces hay algo adentro tuyo que todavía sigue sin poder pensar que esos chicos de dieciocho años son tu papá y tu mamá. Yo veo a las amigas de mi hijo menor, las veo nenas y tienen la edad que tenía mi mamá cuando se la llevaron. A veces creo que les digo “papá” y “mamá” a mis apropiadores solo por reflejo. Porque son más grandes. Cuando yo volví a nacer, cuando yo pude ser Victoria, tenía veinticinco años. Ya era mayor que mi mamá y mi papá. Es muy difícil ser hija de personas que toda la vida van a ser más chicas que vos.
A lo mejor te puede parecer simple lo que digo, pero yo creo que gran parte de todo lo que nos pasó, de lo que nos pasa todavía, tiene que ver con el sentido común de una época basado en la crueldad y en esta idea de que era mejor el silencio y mirar para otro lado. Si nosotros construimos una sociedad más humana, que realmente respete la vida, esos nietos van a aparecer. ¿No te parece?
Una tarde llegó Herman de Tribunales. Sabía que venía de Tribunales porque estaba vestido de traje. Esos días había estado raro, tenso, violento. Llegó y nos llamó a las tres, pero mi hermana no estaba. Nos sentó y nos dijo que le habían confirmado que había un juez montonero y que unas viejas terroristas lo querían perjudicar diciendo que yo era hija de la subversión. Yo era hija de la subversión y me iban a querer llevar con una familia de ellos. Dijo “el tema es así, ellos tienen un Banco de Datos Genéticos que manejan como quieren, pensá que cada tanto tienen que hacer algún circo para responder a los fondos internacionales que las financian”. Yo le dije que pasara lo que pasara me iba a quedar con él, que él me dijera lo que tenía que hacer. “Empezó una causa y no la podemos parar. Hay un juez montonero y ellos van a decir que sos hija de la subversión. Ellos, el juez montonero y las viejas esas manejan el Banco. Van a venir y te van a llevar a una casa subversiva. Van a venir a hacer allanamientos, van a hacer un show”, me dijo. Cuando llegó mi hermana y se enteró de todo se angustió mucho, “Pobre papá, pobre papá”, decía. Yo pensaba “pobre mi papá, ya no aguanta más golpes, más noticias malas”, pero algo había que hacer, porque había algo más que resolver, así que se lo dije a mi hermana: “Fer, estoy embarazada”. Hacía un año que estábamos de novios con Gustavo. Sabía que estaba embarazada pero no de cuánto tiempo. Era fin de septiembre. Mi hermana ya estaba casada y vivía en El Campito, pero venía a quedarse a casa muchas veces. Ese día estaba con el marido. “Estoy embarazada”, le dije. El marido de mi hermana dijo que teníamos que hablar con Herman. Yo no podía, así que habló él, se lo dijo él, mi cuñado. Después me llamó. Estaba en su dormitorio porque tenía el pie lastimado por la diabetes. Tenía el pie en alto todo lastimado por esas malditas úlceras. A mí no me daba miedo mi papá cuando gritaba, me daba miedo cuando se callaba, cuando no decía nada. Papá no gritó, me preguntó qué quería hacer. Me dijo que no era necesario que me casara si no quería hacerlo o si no estaba segura, que él podía hacerse cargo de todo lo que necesitara el bebé. Me preguntó si yo lo quería a Gustavo. Le dije que sí. “Entonces llamalo, vamos a hablar”, me respondió.
Eran alrededor de las ocho de la noche, hacía frío y estaba oscuro. Bajé a abrirle la puerta a Guti. Vino,entró, saludó a mi abuela Tota que estaba en el comedor, a mi hermana que daba vueltas por ahí, a mi cuñado y a mamá que estaba sentada en su sillón. Pidió permiso y entró en el dormitorio donde Herman lo estaba esperando. Yo entré con él. Tenía miedo. Creía que iba a matarlo, porque si antes lo había agarrado del cuello solo porque nos vio juntos, ahora tenía un motivo para matarlo. Estaba la 45 en la mesita de luz y el FAL apoyado en la cómoda, como siempre. A mí no me impresionaban las armas, siempre habían estado ahí, pero esa noche Guti las vio por primera vez y su cara de susto me las hizo ver de otra manera. “¿Vos qué querés hacer? –le preguntó–. Mirá que si vos no te querés casar, no te casás, acá nadie te exige nada. Si vos no te querés casar, yo me hago cargo del bebé”. “Nos queremos casar, señor”, le dijo. En quince días estábamos casados. Eso fue a fines de septiembre, el nueve de octubre nos casamos.
¿Qué es la verdad para mí? Para mí la verdad lo es todo. No concibo, ya no puedo concebir, construir nada que no sea desde la verdad. Aunque la verdad esté llena de contradicciones. Ya no tolero una mentira más. Ninguna. Cuando aparece otro nieto siempre pienso que la verdad es como el cauce de un río. Algo que naturalmente va atravesando la vida. Y pienso que a esa persona que arriba por primera vez a la verdad la quitaron de un cauce natural al que ahora está volviendo. No es fácil, pero en algún momento sentís que ese cauce es el tuyo y ahí es cuando comenzás a recuperar tu vida."