Alguien decía que somos de tiempo. Que estamos hechos de él. De este tiempo de hoy y del tiempo de ayer (aunque ese pasado no estuviese cerrado del todo).
El pasado nos cuenta este viaje a través de la memoria, pero también nos lo cobra.
“Por eso ese pasado aún no ha pasado. Porque quienes saben dónde están esos cuerpos hoy están vivos y podrían decirlo, por lo menos para mitigar el dolor. O decir dónde están los nietos, pero tampoco lo dicen y eso es un presente” sostiene Emilce Moler, sobreviviente de lo que hoy se conoce como “La noche de los lápices” (uno de los hechos más reveladores de lo que fue la última dictadura cívico militar).
Y agrega, “Por eso me parece que para un joven hoy, 44 años como se cumplen de aquel hecho, es una eternidad. Pero para un proceso social, económico y político de un país es nada, es el ayer. Entonces me parece que hay que seguir trayendo esto pero no para quedarse en ese relato de víctima, de mirá lo que pasó y demás, sino para entender cómo pasó esto, cómo una sociedad permitió 30 mil desaparecidos. Yo digo: los desaparecidos empiezan de a uno y hoy en día, donde tenemos casos de violencia institucional, si bien tenemos respuestas de la sociedad, creo que no tenemos toda la respuesta que tendríamos que tener ante una desaparición en una democracia. A veces creo que tenemos que ejercitar más estos reflejos de la participación. Cuando decimos “Nunca más” es realmente “Nunca más” y que no aceptamos más víctimas de violencia institucional, de gatillo fácil o de los eufemismo que se ponen, pero que no dejan de ser asesinatos. Y sobre todo si son jóvenes, porque en lo particular me interpela, porque yo tengo a todos mis amigos que no los dejaron estar ni vivir esta democracia que estarían disfrutando seguramente”.
Emilce Moler acaba de presentar su primer libro testimonial: La larga noche de los lápices (Marea Editorial – 2020). Los tiempos se confunden en el relato, así como algunos hechos de hoy que nos llevan al ayer. Pero entonces, la memoria gana. Y quien en la madrugada del 17 de septiembre de 1976, a los 17 años, fue secuestrada de la casa de sus padres en La Plata, por hombres armados pertenecientes al Ejército Argentino y estuvo detenida – desaparecida, luego presa en la cárcel de Villa Devoto y finalmente bajo libertad vigilada, siente la necesidad de revalorizar la palabra y la historia, su historia, para que quede por escrito y que las próximas generaciones tengan más posibilidades de que lleguen a ella y comprendan, entiendan y se apropien de la historia y del tiempo de todos.
Cuenta que primero fue un arranque con textos de tono más intimista. Los hechos ya son conocidos, pero al leerlos en primera persona, uno va más allá de lo leído. Va al sentimiento, al alma y al compromiso.
-¿Qué hay detrás de ese impulso de escribir?
- El escribir, el narrar todo lo que cuento, primero es relacionar el pasado con el presente donde hoy en día, más que nunca, tenemos que defender la democracia y los valores democráticos que tanto nos costó. Para las nuevas generaciones, tener un testimonio de lo que nos costó recuperar la democracia, en carne viva por así decirlo, me parece que vale la pena para los tiempos que vivimos y así se valore día a día y se comprenda. Hacer esta re- significación del pasado con el presente, porque todavía no es un pasado estanco que quedó, sino que yo digo que es un pasado que se nos cuela en el presente casi todos los días. No de la misma manera, son de otras formas, pero cuestiones estructurales en comportamientos de la sociedad. Entonces, que los y las jóvenes puedan reconocer en muchas cuestiones que viven de donde vienen esas cuestiones y para que no crean que solo es un problema de coyuntura. Segundo como una cuestión de dejar legado, en lo personal, para mis hijas, para mis nietas. Mientras las historias orales se van perdiendo, en cambio dejarlo así, por escrito, para que cuando sean más grande tengan estos relatos y esos detalles que les van a permitir que se les abran nuevas preguntas y así interpelarse y hacerse nuevas preguntas. Y, por último, como un desafío. Porque yo no escribía y fue un aprender en un taller de escritura con Juan Carrá que me enseñó y ayudó a desandar esos caminos de la escritura.
Lo que se conoce como La noche de los lápices se convirtió en un caso emblemático rápidamente. Los hechos históricos dan cuenta de lo siniestro, del horror de aquel tiempo de tortura, de muerte y desaparición. También se desnudaron los modus operandi del Proceso y sobre todo generó un fuerte impacto que las victimas fueran adolescentes.
La historia ya se conoce y nos devora, sobre todo porque aún hay una búsqueda de verdad como ejercicio colectivo de reconstrucción de memoria. Fundamentalmente porque todavía buscamos respuestas. Dice Moler, “En cada relato desenredo un hilo de las preguntas que me hicieron y que en las entrevistas uno no puede describir. Quizás se conoce mucho de los momentos de oscuridad, de detención y se conoce muy poco de lo que nos pasó a todos los ex detenidos al querer reinsertarnos en la vida que nos tocaba vivir”.
-¿Cómo fueron esos días?
- Por un lado, agradecidos porque estábamos vivos, pero por el otro, teníamos que ser un ciudadano más, conseguir trabajo, estudiar, formar una familia, con una sociedad negadora. Yo salí en el año 78, pleno mundial de fútbol y con libertad vigilada donde no tenía, en realidad, muchas libertades. Y con una sociedad que cantaba consignas como: “los argentinos somos todos derechos y humanos” y todos los cánticos del mundial. Entonces el recorrido que hubo que hacer fue muy fuerte y muy largo. En los relatos voy describiendo cada avance, cada retroceso, cada tristeza, cada amargura, cada logro, cada alegría, cada pequeño momento de libertad que conseguíamos y los otros que volvíamos para atrás. Porque los procesos históricos no son lineales y hay avances y retrocesos. Y los gobiernos tienen mucho que ver con eso. Entonces vino el juicio a las Juntas pero luego la Ley de Obediencia debida y Punto final, los indultos. Siempre aparecía algo por lo que seguir luchando. Y seguíamos porque un país no se puede construir y una democracia no se puede afianzar con impunidad. Hasta que en el 2003 pudimos juzgar a los militares y ahí se abrieron caminos de Justicia y reparación, de políticas de memoria donde la sociedad comenzó a comprender más los procesos y a abrir los brazos para recibirnos de alguna manera. Fueron años muy difíciles.
- Luego ocurrió lo mismo con los chicos que volvieron de Malvinas. Una sociedad que no los veía como víctimas…
- Lo mismo. Uno no fue reconocido como víctima en forma inmediata, al contrario. Tardamos y encima de haber sufrido y no haber sido reconocidos como víctimas, los procesos de recuperación son complejos. Uno se imagina que los años de la cárcel o del cautiverio son terribles, pero los primeros tiempos de insertarse en una sociedad que no estaba dispuesta a escuchar, y donde uno era un marginal, no fueron fáciles.
Cambió, también, la forma de militar. Aquella que estaba volcada a una militancia estudiantil ya era una mujer madura, a pesar de tener veintipico de años, ya que la adultez le había llegado abruptamente después de todo lo pasado. Dicen que tardaron en recuperar “las ganas de pensar en el otro”, dado que todavía dolía lo sufrido. Pero la historia y el sentir se impusieron y en 1983 Moler empezó a trabajar y a formar en el Centro de Graduados de Ciencias Exáctas, después en la creación y formación del gremio docente universitario (hoy ADUM) dando lugar a una militancia inclinada hacia lo social y lo gremial. “Hasta que llegamos de nuevo a los Derechos Humanos, que era otra manera de hacer militancia. Es todo el tiempo estar pensando cómo trabajar con y para el otro, porque eso era lo que marcó nuestra militancia juvenil: eso de pensar que te salvás de la mano del otro y junto al otro siempre”.
-¿Y qué presencia tenía ese “otro” en ese momento de detención?
- Yo rescato actitudes totalmente solidarias de compañeras y compañeros que en los peores momentos te tienden una mano, y esa mano vale oro. Acá, un saludo muy especial a otro compañero sobreviviente, Gustavo Calotti, con quien seguimos siendo entrañables amigos porque después de lo que pasamos juntos es muy difícil romper esa amistad. Igual que las compañeras de Devoto, maravillosas mujeres que nos ayudábamos una con otra. No hablábamos de sororidad porque era una palabra que no teníamos presente todavía, pero había mucha sororidad entre las compañeras y sí, en cada momento difícil lo que te salva es esa mano, ese abrazo que cuando sentís que se te viene todo encima siempre está ahí.
El texto está determinado por las marcas de su autora. Muchos sentimientos que la atravesaron en distintos momentos y vivencias de su vida son, incluso, protagonistas. Preguntas, sentimientos y practicidad pareciera ser una fórmula que se repite en él. Martín Granovsky apunta en el prólogo del libro que se trata de “la historia de una gran inteligencia práctica”. Aquellos mecanismos de defensa que salen y aparecen en las peores situaciones. “Siempre lo tuve, ni siquiera me lo propongo” dice Moler. Y agrega, “Fijate que yo cuento que en el peor momento, cuando estaba en el Pozo de Arana, donde no sabía si iba a seguir viva o no, yo pensaba: ‘uh, voy a quedar libre de faltas en el colegio’. En determinadas situaciones una utiliza mecanismos muy de supervivencia que me funcionaron muy bien”.
- ¿En qué momento comenzaste a decir que eras una sobreviviente de La noche de los lápices?
- Yo hablaba de que era ex detenida- desaparecida hasta que se conoció como tal. Cuando se arma el libro (1986) y la película (1986), que le fueron poniendo el nombre, yo era una detenida más que con 17 años había entrado a la cárcel de Devoto y que habíamos sido detenidos junto a muchos compañeros . Después, cuando se relata bajo el motivo del boleto estudiantil, yo decía que era algo más, que no había una identificación tan directa. Sin embargo los hechos históricos coincidían directamente con mi detención y todo lo demás. De a poco fui diciéndolo y, por supuesto, Pablo Díaz también lo hablaba. Entonces me digo: ‘también soy eso’. A mí siempre me gustó hablar de ser una ex detenida-desaparecida, porque no hay detenidos-desaparecidos más importantes que otros. Entiendo que se necesitó buscar este tipo de historias para que sea fácil la transmisión, para que se pueda decir, contar y narrar los hechos, pero una se ubica como una más dentro de un colectivo de víctimas.
-Las detenciones no se dieron todas el mismo día. ¿Cómo fueron esos días para ustedes? ¿qué se decían?
- Las detenciones en la ciudad de La Plata habían empezado desde el primer día del golpe militar. Ya desde el 75 había detenciones y, con el golpe militar, se sabía que en algún momento, si estabas comprometido políticamente, eras blanco de posibles detenciones. Así que era ver si te enterabas (no había Whatsapp, ni internet ni nada) e ir a un lugar seguro y evitar que te vengan a buscar. Pero era casi una crónica de un secuestro anunciado. En nuestro caso, siendo de La Plata, conociéndose nuestros apellidos y demás, era muy difícil. Lo más seguro era tener que irte, lo cual nunca quise hacer porque después era muy difícil mantenerte escondida y todo lo demás. Así que en algún momento me iban venir a buscar.
- ¿Cuál fue la reacción de sus padres entonces?
- Por supuesto mis padres me querían sacar de la ciudad. Tenían mucho miedo, pero yo siempre estuve agradecida de que respetaran mi decisión, con un costo altísimo. Yo, a pesar de que tenía 17 años, tenía algunas certezas de que yo no me quería ir. Y no me arrepentí porque lo hice muy auténticamente. Mis padres siempre se reprocharon el no haberme llevado, pero yo siempre les dije que no y fue lo mejor que pude haber hecho, a pesar de la tragedia, porque me hubiera quedado una culpa muy difícil de sacar. También hay una marca de época ahí, ya que antes con 17 años no te trataban como alguien muy chica, no eran los 17 años de ahora.
La letra impresa de La larga noche de los lápices viene a reforzar la memoria. La individual de la autora, pero también la colectiva. Las palabras impresas ayudan a levantar la voz para que no se escape la historia, para no perder la memoria. “En el libro yo no cuento cosas heroicas, ni mucho menos; sino miedos, broncas, cosas que tendría que haber hecho y no hice. Pero sí ese pequeño acto heroico que es el haber hablado desde un principio. Podría haber callado como tantos otros. Si todos nos hubiésemos callado no se hubiese sabido qué pasó en la dictadura y este país sería otro. Pero nosotros decidimos hablar con todo lo que significó eso y en eso se me fue bastante parte de la vida y de la energía” sostiene la autora.
-¿Soñás con todo aquello?
- Yo me acuerdo de todo. Hay detalles de todo en el libro pero, por algún mecanismo, no se me reflejan en cosas tortuosas ni mucho menos. Quizás por esa tranquilidad de que hice lo que creía y que estaba en lo correcto, y efectivamente los equivocados eran otros. Después vino la recomposición con mi familia, mis hijas, mis nietas y se me dieron otras posibilidades. Me conformo hoy en día con eso. Lo bueno, lo malo, pero sintiendo que no debo nada y que hice todo lo mejor que creía haber hecho con forma absolutamente honesta.
En sus letras resuena la historia: la de una joven, la de una mujer, la de una sobreviviente. La de todas y todos los que continuamos gritando “Nunca Más”.