Marea Editorial

Eros sale de viaje

La literatura se fusiona con el mundo gourmet en este libro de la chaqueña Malele Penchansky, en el que personajes de la cultura, como Woody Allen, Franz Kafka o Anaïs Nin, son alcanzados por el poder del patrono del amor. Aquí se reproduce uno de los capítulos de la obra, Los viajes de Eros (Marea), dedicado especialmente al panettone

El 1º de enero –del pasado 2005– festejamos la llegada de la cifra impar borgeana con un grupete de intelectuales españoles, italianos y franceses que habían venido a pasar las fiestas con sus familias argentinas. No se trataba de gente aburrida y solemne (tentación de algunos nativos pretenciosos), no; todo lo contrario. Así, embebidos de champán de la cabeza a los pies, alguien recordó que para el filósofo Michel Onfray, autor de Teoría del cuerpo enamorado, "el champán es el único vino que canta. Luego del chasquido seco del corcho, que es ya una promesa de músicas dichosas, basta con escuchar el murmullo de las burbujas en la superficie del brebaje viviente. Esas pompas restallan, gorgotean, alegran el oído". Así estábamos los comensales en la sobremesa: cantarines, burbujeantes, en un jolgorio vivo de pajarillos canoros. Estado que nos animó a entonar en un cocoliche importante, con el permiso de los italianos: Andiamo al bosque, al bosque, al bosque, per fare la leña, per fare la leña, per fare la leña… Per fare la leñaaaaa… per fare l’amoreee…. ¡¡Oh Aída!! ¡¡Celeste Aída!! Golpeamo le mani (golpeando los pies contra el suelo), golpeamo le piedi (golpeando las manos sobre la mesa). Todo al revés y lleno de errores, claro, pero tan contentos como etílicos. ¡¡Con el calor reinante, hablar de leña!! Era un pre-texto para seguir bebiendo. De pronto, Adele V., economista napolitana, anunció que traería a la mesa un panettone (así dijo que se escribía según el diccionario) hecho por sus dulces manecillas. Habrá que decir que Adele tiene un cuerpo muy bien dibujado, a la manera de la bellísima Sofía Loren, alta, imponente, de personalidad avasallante, con lolas abundantes y cola haciendo juego. Esteban F. recordó –nada más probar el delicioso pan dulce elaborado por tan preciosas manos– las sutiles observaciones de otro francés, Roland Barthes, sobre gastronomía y lenguaje: "Comer, hablar, cantar, besar, son operaciones que se originan en un mismo lugar del cuerpo: si la lengua se corta, ya no hay gusto ni palabra". Y ahí nomás, se tomó un trago de Dom Perignon, un bocado de panettone casero y cantó en francés un fragmento de la Milonga paraguaya de Jorge Drexler. Un delirio…

 

De cómo Blasise Cendrars cambió de humor gracias al panettone de Elizabeth Prévost

A quien le gustaban los cambios (desde su propio nombre para arriba y para abajo) era al poeta, novelista y ensayista francés Blaise Cendrars1 (1887-1961). Se llamaba, en verdad, Frédéric Louis Sauser, de padre suizo y madre escocesa, pero su sangre aventurera y apasionada se inclinaba hacia el incendio. Eligió Cendrars por eso. Así fue como llegó a perder una mano en la Primera Guerra Mundial tras ser alcanzado por una granada. Antes, había publicado Moravagine, una novela surrealista que era una suerte de expresión autobiográfica de su vida aventurera. Una de las moradas-vaginescas en las que moró dos años se llamó Elizabeth Prévost, una chica regia, viajera culta, rica y provinciana de 23 añitos, que él conoció (en ningún viaje extraño, sino en París, nomás, donde vivía) un día por la calle. La chica sí había recorrido toda Europa y Africa. El la lleva una noche al Hotel de l’Alma, a ver si se entendían un poco en el rubro espiritual. Resultado, dudoso. (El escritor había quedado bastante desconcertado en materia de aduanas femeninas y se le notaba, desde que en un viaje a Brasil, cumpliendo reglamentos burocráticos, no lo dejaron entrar al país carioca porque le faltaba una mano. A la manera kafkiana, como estaba incompleto, no existía). Elizabeth se va a su finca de Ardenas y lo invita a Cendrars a ir a vivir allí con ella. El accede y en la casa de ella, más relajado, en ese bosque encantado escribe El hombre fulminado. En esta novela precisamente Cendrars inventa una situación con una jovencita (inspirado en Elizabeth) y cambia todo, como de costumbre. La llama Diana Panne y cuenta que le había solucionado una avería (panne, en francés). En realidad, lo que lo había deslumbrado más que la avería era el divino panettone que la niña traía consigo porque se había hecho adicta a ese manjar en su paso por la alta Lombardía, similar a los que fabrica en la actualidad la famosa firma Galbusera, una de las más aristocráticas de la región. (Se sabe que en la tradición gastronómica lombarda dos de los dulces tradicionales más difundidos en las fiestas son el panettone natalicio y la colomba pasquale o paloma de Pascua.) Elizabeth ofreció sus dos tesoros a Cendrars, que por supuesto abandonó la tristeza de la pérdida para siempre. Se mostró muy arrepentido de haber escrito en su novela: “La señorita de la Panne tenía la cara de los días malos… Y encima esas maletas… ¡¡¡Qué tía más rompepelotas!!!”2.

Súbito le cambió el humor –y el discurso, antes maleducado– y le escribió: “Querida niña amorosa / estoy un tanto averiado / pero no me importa nada / vente conmigo a la cama / juguemos al dolce modo / tu panettone es sublime, / dulce, suave y esponjoso: / ¡¡el tesoro más preciado!!” Todo esto hecho con dibujos en colores brillantes, con el mismo ímpetu que tenía antes de la guerra, cuando pergeñó la Prosa del Transiberiano, un libro-objeto admirable.

 

Kafka y la infelicidad de Felice, sin panettone alegre a la vista

Más acá de su literatura, la vida de Franz Kafka era un absurdo pocas veces igualado3. Por eso sus textos emanan ese clima de irrealidad asfixiante: su padre lo despreciaba mal, su cuerpo lo traicionaba con la enfermedad física. Y de sus fobias mejor no hablar. Con su novia Felice, a quien se aferró seguramente confiando en que podría ser feliz, no le iba mejor. En julio de 1916 –en pleno verano europeo–, Kafka decide encontrarse con ella en un romántico lugar de la República Checa: Marienbad4. No le fue para nada bien. Felice-infelice no le regaló ningún pan dulce. O mejor dicho, sí. Le trajo uno hecho por ella a la manera checa – un ovocné koláce– con tan mala suerte que Kafka, en medio de la noche, lo probó y aterrado escribió en su Diario, en el mismo Hotel Neptun, donde se alojaron: "Noche desdichada. Imposibilidad de vivir con F. Intolerabilidad de la convivencia con cualquier otra persona […] (insomnio, dolores de cabeza, saltar desde la alta ventana, pero sobre un suelo reblandecido por la lluvia en el que el choque no sea mortal)". K. está más desesperado que nunca: un fantasma lo persigue. Es que el panettone de Felice-infelice tenía escondido dentro un Odradek: un carretel chato con forma de estrella cubierto de hilos entremezclados, desgraciado, más bien horroroso.

 

Kafka y Milena: un delicioso panettone en un hotel de Merano

Junio de 1920, otro verano: esta vez en Italia. K. (y sus laberintos turbulentos) estaba de malhumor porque odiaba la cursilería de alojarse en un lugar cuyo nombre rimaba con la estación.

Le manda una carta a Milena Jesenská. Es un amor que ha nacido por correspondencia. La cuestión epistolar lo excita porque no es el cuerpo el que está en juego. "Ya ve Milena, me quedo echado en mi silla… desnudo, medio en el sol, medio en la sombra". Y agrega: "Reflexione Milena, en qué condiciones me acerco a usted, qué viaje de 38 años hay detrás de mí (y un viaje todavía más largo porque soy judío) y cómo al tomar una curva aparentemente casual del camino, la veo, cuando no esperaba verla..." Milena –que es totalmente reflexiva– no reflexiona nada y corre a verlo a Merano. Ella tiene mucho humor: se ríe a carcajadas con lo de verano-Merano. Y no lleva un pan dulce checo, sino uno italiano, porque había recibido como herencia la receta de su bisabuela, nacida en la Lombardía, cerca de Milán. Llega a la habitación de la Villa Ottoburg, y K. está escribiendo en ese preciso momento: "Difícilmente consigo un ratito para escribir a la verdadera Milena, ya que otra más verdadera aún estuvo aquí conmigo todo el día, en la habitación, en el balcón, en las nubes". Kafka no entiende esa realidad superpuesta. Textura real que se yuxtapone al texto escrito. Milena es la realidad, el sol, la sensualidad perdida. Y Kafka atrapa unos instantes de felicidad: comen panettone –poco, K. estaba debilucho, prisionero de su cuerpo– y beben champán francés que Milena trajo –también– de su casa de Praga, regalo de su aburrido marido, bebedor únicamente de té a la rusa. Y entonces se producirá una conjura dionisíaca inesperada, propia del dios del instante gozoso (y del carpe diem romano).

Pasan una noche de amor maravillosa, surreal. Milena le dibuja Odradeks eróticos, imposibles de creer para K., tan propenso al dolor, a la pesadilla, a las metamorfosis del horror. Es entonces cuando Kakfa escribe un texto que Milena se lleva consigo y que será la contrapartida de la famosa frase: "A los besos se los comen los fantasmas por el camino", que él le ha escrito en una de sus cartas. Para conjurar el hechizo fantasmático, Kafka, que siempre escribió en alemán, tatuó para siempre, al niztcheano modo y con su lengua, en el amado cuerpo de Milena Jesenská: Weihnachtskuchen aus hefeteig mit Rosinenu Kandierten Früchten, esto es, panettone. Así de simple, aunque kafkiano. Y colorín colorado, estas historias por ahora se han terminado.

 

Por Malele Penchansky

 

 

Panettone

(Pan dulce, como decimos al criollo modo)

Ingredientes (para cuatro personas):

4 cucharadas de levadura de cerveza seca (o granulada)

¼ de litro de leche tibia + ¾ de taza extra para el levado

200 g de azúcar

½ kilo de harina blanca + 4 cucharadas extra para el levado

Corteza rallada de 1 limón

Corteza rallada de 1 naranja

1 pizca de sal

200 g de manteca a temperatura ambiente

2 huevos

150 g de pasas de uva negras sin semillas

150 g de pasas de uva rubias

1 taza de cognac, ron o brandy

40 g de almendras peladas y picadas en trocitos

40 g de nueces peladas y en trocitos (opcional)

2 cucharadas de mantequilla derretida

2 cucharadas de azúcar glaseada

Preparación

Disuelva la levadura seca en ¾ de taza de leche tibia, junto con el azúcar y las 4 cucharadas de harina. Haga una pasta y déjela reposar. En un bol ponga el resto de la harina y agregue la manteca, los huevos, el azúcar, la sal, las ralladuras de limón y de naranja. Añada luego la levadura bien mezclada y la leche tibia. Amase bien y forme una masa elástica, pero no blanda (que se separe de las paredes del bol). Deje leudar la masa en un lugar tibio cubierta con un paño, hasta que doble su volumen. Mientras tanto, ponga a remojar las pasas en el cognac, ron o brandy, la que elija. Cuélelas luego y páselas por harina. Enharine también las almendras, las nueces y la fruta, y mézclelas con las pasas. Quite el aire de la masa con el puño de una mano (sin romperse nada, please) y divídala en dos. Extienda cada trozo en forma rectangular (se puede hacer con las manos o con un brazo… no con el piernamen). Ponga en el centro de cada uno la mitad de la fruta enharinada. Mezcle bien la fruta con la masa, amasando en forma continua y pareja. Doble un lado largo de cada rectángulo hacia el centro del mismo, pero no completamente. Cierre –finalmente– cada rectángulo con el otro lado largo, poniéndolo encima y achatándolo un poco. Hornee a 170ºC entre 35 y 40 minutos. Retire del horno, pincele con la manteca derretida y espolvoree con el azúcar glaseada, aún estando caliente. Deje enfriar. Y luego, disfrute sin culpa.

 

Maridajes especiales

Tragos + música

Panettone. Clásico entre los clásicos de Navidad y fin de año, el pan dulce es un cierre lujoso para una comida o la sobremesa. Entre nosotros, el maridaje quiso siempre que se lo acompañara con sidra o, en el más sofisticado de los casos, con un fino espumante. No estaba mal. Pero por entonces no se elaboraban, como sí ocurre hoy, tintos fortificados en la senda del estilo portugués del oporto.

Fortificado de malbec. Una vez fermentado este tinto de malbec, se le agrega alcohol vínico y descansa en barrica de roble un generoso número de meses. Notas de chocolate, frutas secas, higos, frutos negros del bosque como la mora y caramelo, son los acentos que se aprecian en este manjar líquido que hace pareja ideal con el pan dulce que antes degustaron, entre arrumacos, Kafka y Milena Jesenská o Blaise Cendrars y Elizabeth Prévost, entre otros notables personajes. Eso sí, refresque la botella a 10/12º C.

Air de musique. Si está transcurriendo la época de Père Noël, nada mejor que comer su tajada de pan dulce en buena compañía, escuchando los standards del género en la voz inconfundible de la canadiense Diana Krall. Ahora bien, si el panettone es engullido fuera del calendario festivo, rescate los extraordinariamente íntimos piano works de Keith Jarret y podrá hacer realidad aquello de que "todo el año es Navidad".

 

* * *

 

1. Blaise eligió apellidarse Cendrars porque en francés ceniza se dice cendre; a este sustantivo le agregó el sufijo ars, que significa arte, en latín, y conformó esto del arte de la ceniza. Como las cenizas en el viento, Cendrars se hizo un maestro en el arte de trashumar; tanto es así que la embajada rusa, en primer lugar, y el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, en segundo lugar, le cobraron unos francos extra para solventar la impresión de sus decenas de pasaportes. En 1951, un aduanero chino se dedicó, en la frontera con Rusia, a decodificar minuciosamente cada sello. Cuando terminó el examen, Cendrars se había esfumado.

2. Este modismo se originó a principios del siglo XX en el barrio santafesino Nueva Italia, cuando un niño pobre y tristón descubrió que rompía todas las pelotas que pateaba. Entonces, sus compañeros de equipo lo apodaron el "rompepelotas". Pero la historia no termina ahí. Además de romper pelotas, el chico era un tanto cansador, con lo cual el apodo se usó, también, para graficar su carácter. Una noche, la madre le gritó "rompepelotas" en la calle mientras una cámara de TV registraba una manifestación: así fue como el apodo se convirtió, azarosamente, en modismo, y pasó a integrar las filas de nuestro lunfardo.

3. Prueba de esto es una historia que narra el escritor Pablo Austero en Brooklyn Follies. Resulta que Kafka, poco antes de morir, se enamora de Dora Diamant, una polaca de veinte años con quien se instala en Berlín. Allí, los dos pasean todas las tardes por el parque Bernstein. Un día se encuentran con una niña que no para de llorar porque perdió a su muñeca. "Tu muñeca está de viaje", le dice Kafka, y se compromete a escribirle una carta por día durante tres semanas explicando la ausencia. Entonces, la chica ya no extraña a su muñeca. "La niña tiene la historia", dice Tom, el protagonista de Brooklyn Follies, "y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, las penas de este mundo desaparecen".

4. En 1822, un Goethe avejentado pero inagotablemente creativo acude a los célebres baños termales de Marienbad, en la provincia alemana de Nuremberg. Allí, conoce a Ulrike von Levetzow, una chica de 19 años de la que se enamora perdidamente y cuya mano le es negada. Según Stefan Zweig, se produce uno de los momentos estelares de la humanidad: el desgarro le hace escribir a Goethe su Elegía de Marienbad. Es allí, también, donde parece que se desarrolla El año pasado en Marienbad, la película de Alain Resnais –basada en una novela de Robbe-Grillet y, de refilón, en el bellísimo argumento de La invención de Morel, de Bioy Casares– que ganó el premio mayor del Festival de Venecia en 1961.