Marea Editorial

Huellas del 17 de octubre

Cómo entender la actualidad. Por Alejandro Horowicz

¿Qué quedó del 17 de octubre? ¿Qué permanece, qué se desvanece, qué regresa con otro nombre o disfraz? Ochenta años después, Plaza tomada (Marea) reúne una serie de intervenciones originales que interrogan al mítico 17 de octubre de 1945, no para petrificarlo como ritual sino para volverlo campo de disputa.

Cada autor fue convocado especialmente por Alejandro Horowicz, referente ineludible a la hora de pensar el peronismo, para componer una cartografía polifónica de su acontecimiento fundante, en clave contemporánea: Felipe Pigna reconstruye con precisión los días previos al retorno de Perón desde Martín García; Camila Arbuet explora la revulsión marica y travesti como línea desviada de fidelidad; Dardo Scavino, las connotaciones musicales que afloraban ese día; Gabriela Massuh abre su propia biografía, que se erige en oposición a su padre; mientras que María Pía López lee la intimidad de lo político; Enrique Foffani cruza el octubre argentino con el octubre de la Revolución Rusa; Macarena Marey observa el desborde de los pactos constitucionales; Cristián Sucksdorf detecta los rastros de la sobrevida de ese mítico día; Diego Sztulwark sopesa el valor de esa fecha en las luchas democráticas intestinas e Iván Horowicz aporta una mirada irónica sobre las fealdades contemporáneas.

De esta coralidad, y de los contrastes y contrapuntos, se desprende lo que el subsuelo sublevado de la patria aún tiene para decirnos.

¿Sobrevive el subsuelo sublevado de la patria?

Raúl Scalabrini Ortiz auscultó el “subsuelo sublevado de la patria” en octubre de 1945. El hombre que había dejado de estar solo sintetizó un diagnóstico catapultador: todo lo que hasta entonces carecía de visibilidad pública, lo sumergido, había cobrado súbita presencia política. Era una noticia inaudita.

¿La edad socialmente oscura había concluido?

Un actor soterrado, la clase obrera, irrumpió para desplazar el viejo centro de una nueva escena nacional. Sucedió sin duda; pero otros soterrados siguieron siendo invisibles, algunos durante décadas.

Pero, ¿la legitimidad requerida para tan violenta irrupción preexistía?

¿Estamos ante una escena de corte incomprensible, o solo luce desconectada del violentísimo cambio producido por la Segunda Guerra Mundial?

Leer el peronismo en clave excepcional nos lleva al metafisiqueo de poca monta. Es el método de los que transforman sus creencias en sociología… fantástica. El tortuoso conflicto capitalista global desarrollado entre 1890 y 1945 –con dos guerras mundiales interrumpidas por una formidable guerra social– había encontrado para ese flamante ciclo histórico un nuevo punto de relativo equilibrio. La brutal lucha interimperialista por la hegemonía del mercado mundial había concluido. Los Estados Unidos eran el inequívoco vencedor, pero la Unión Soviética había sobrevivido. ¿No había Hitler entonces logrado su objetivo? ¿El fascismo había sido derrotado?

Ningún otro período del capitalismo registra un conjunto tan acumulado de potenciales oportunidades excluyentes. En la lucha política, las posibilidades sin expansión inmediata no desaparecen; el topo de la Historia las reconduce. Pero el nuevo punto de partida resultó, conceptualmente, no menos invisible que ese mítico 17 de octubre. Un nuevo mundo de nacionalismos marginados emergió. Las claves analíticas del pasado conservaron una curiosa pregnancia que sin embargo rechinaba. ¿El fascismo había sido derrotado? ¿O Hi-tler era el derrotado? Sin embargo, la batalla democrática –qué otra cosa podía significar la derrota de Hitler– tiñó de liberalismo todo el análisis político del nuevo ciclo. Los Estados Unidos no solo encabezaban la coalición militar victoriosa, sino que habían diseñado los instrumentos del nuevo orden global: las Naciones Unidas, el nuevo formato del derecho internacional público, al igual que los instrumentos financieros para la reconstrucción material de Europa. Los inauditos niveles de destrucción, con más de 60 millones de muertos y países enteros arrasados, debían ser remediados mediante los acuerdos de 1944 en Bretton Woods.

El Plan Marshall formaba parte de la misma farmacopea. Y salvo en los países ocupados por el Ejército Rojo, y los partidos comunistas de Italia y Francia, la influencia soviética, comparada con la norteamericana, resultaba modesta. La movilización de los trabajadores argentinos acompañó, en esta región del mundo, esa nueva dirección histórica. El welfare state.

Organizar el Estado de Bienestar no era igual en Londres que en Roma, pero en ambos sirvió para reconstruir países asolados. Tanto Gran Bretaña como Italia, además, estaban fuertemente endeudados con los Estados Unidos. Buenos Aires, en cambio, no le debía nada a nadie; formaba parte del selecto pelotón de países acreedores. Como parte de ese contexto, la clase obrera argentina acababa de ingresar a la república parlamentaria, modificando la composición del Congreso con las elecciones de febrero del año 46. El nuevo Parlamento incluyó un partido organizado por los sindicatos, el laborismo, partido que ensanchó la legalidad existente. Esto es, quiénes pueden ir presos. Así, el menú de infracciones policiales repentinamente amplió su composición social.

Entonces, Victoria Ocampo y la madre de Jorge Luis Borges terminarán durante 1953 en la cárcel del Buen Pastor, junto a prostitutas y mecheras. Una experiencia de veintiséis días que Ocampo no desaprovechará, pero que sus cófrades observaron horripilados. La novedad los abrumaba: ellos también podían ir presos por decisión policial. El atentado de Plaza de Mayo del 15 de marzo de 1953 mostró la primera evidencia social de la violencia gorila. El posterior bombardeo de Plaza de Mayo coronaría, durante junio de 1955, la misma exhibición. Los culpables del 53 no fueron en su momento identificados, y el prestigio social de Victoria Ocampo sustituyó a los responsables materiales y políticos del primer atentado.

El cambio del 45 había terminado por resultar intolerable para el viejo país conservador. Recordemos: baja de los precios agrarios internacionales, dos años de sequía (1952 y 1953) y los 1.400 millones de dólares, las célebres libras congeladas, se habían utilizado para nacionalizar el transporte y los servicios. Quedaban para el gobierno peronista dos opciones: extraer mucho más petróleo o endeudarse.

El peronismo había revalidado en 1951 su notable potencia electoral. Tras ganar ajustadamente las elecciones del 46, alcanzó en ese turno el 62,5% de los votos emitidos. De abajo para arriba, la irrupción del 45 terminó modificando los patrones de comportamiento colectivo: las calles pasaron a admitir otra concurrencia –nuevas caras caminaban por el centro los sábados a la noche–; el modo de dominio del bloque de clases dominantes, sin consulta previa a sus integrantes, pasó a incluir la parlamentarización de la lucha de clases. Ese era el impacto del 17 de octubre: un nuevo orden político internacional ofrecía una compleja versión nacional.

Era una novedad demasiado impensada. Al general Perón, un tranquilo oficial de inteligencia, la participación obrera en tanto presencia socialmente diferenciada no dejaba de inquietarlo. En octubre de 1945, un partido obrero de estructura aluvional –trabajadores de las más diversas procedencias políticas terminaron organizados bajo las banderas del laborismo– legitimaba sus marginados debates previos. Los diferendos entre anarquistas, socialistas y comunistas quedaban sometidos a compulsa popular directa. Esto es, podía conformar una nueva tradición compartida, otro balance del conflicto de los años 30, una novedosa lectura obrera. No era esa, precisamente, la propuesta del presidente.

Por eso, fusionó sin debate político, administrativamente, todos sus apoyos electorales en el Partido Único de la Revolución Nacional, primero, y en el Partido Peronista, después. La espoleta revolucionaria, la capacidad de reproducir otro 17 de octubre, fue neutralizada desde los inicios. Pero, aun así, el movimiento obrero permitió, facilitó, impuso una reorientación general de la práctica política nacional. La legalidad de los sindicatos cambió las cosas.

La cocina previa

Al borde de 1940, Federico Pinedo aportó una notable previsión sobre el futuro orden internacional, bajo la forma de un flamante programa económico. Todavía los Estados Unidos no habían entrado en guerra, el ataque a Pearl Harbor sucedería un año más tarde, y Pinedo no solo vaticinó la participación militar de los Estados Unidos sino anticipó al verdadero vencedor de la contienda. De seguir esa línea de lectura el gobierno del presidente Ortiz, suponía imprimir un giro copernicano a la política exterior tradicional; esto es, probritánica.

Como el bloque de las clases dominantes no logró una posición unificada sobre el problema, y como aparentemente se podía procrastinar, dejó el asunto en preventiva nebulosa. El 17 de octubre terminó siendo el modo plebeyo de esa formidable decisión. Todo debía pensarse de nuevo. La capacidad de previsión no es un asunto político menor. Franklin Delano Roosevelt, por ejemplo, mientras Pinedo elaboraba su programa de sustitución de importaciones para ser aplicado por distintos gobiernos a partir de 1945, había decidido la fabricación de la bomba atómica.

Dicho de una vez: durante 1940, los Estados Unidos armaban a Gran Bretaña para resistir la embestida hitleriana, y Roosevelt ya tenía decidido intervenir militarmente en Europa; por tanto, organiza el Proyecto Manhattan. Mil físicos del mundo entero, incluido un argentino, participan del proyecto. Por eso la bomba atómica estuvo lista en 1945. El antisemitismo de Hitler no será gratuito. La flor y nata de los investiga- dores del mundo, con alta participación judía, organizó una diferencia decisiva.

Mientras tanto, Pinedo colige el resultado de esa batalla para definir cómo la Argentina puede y debe reinsertarse en el nuevo orden político internacional. Pasar del viejo nacionalismo oligárquico antinorteamericano a la coexistencia con los Estados Unidos. El viraje se inició con el gobierno peronista, y la Revolución Libertadora completó el giro al sumarse al Fondo Monetario Internacional. Pero no nos adelantemos tanto. De resistir cada una de las propuestas de Washington a tener que considerarlas en otros términos, esto es, modificar la cabeza de los “profesionales” de la Cancillería, sin olvidar los integrantes del Estado Mayor del Ejército. El realismo era una vera novedad. Para entender mejor. Entre 1917 y 1946 el embajador nombrado por el zar Nicolás representó, en teoría, a la potencia que junto a los Estados Unidos acababa de derrotar a la Alemania de Hitler. Sin que, a lo largo de tres décadas, conservadores, radicales (yrigoyenistas y galeritas) junto a militares de todas las cataduras cambiaran esta incomprensión bochornosa del orden internacional existente. Ese nivel de trivialidad provinciana resultaba sencillamente inadmisible en 1946.

Para 1945, todas las cancillerías su-damericanas mantenían relaciones diplomáticas con la URSS. Era condición sine die para ingresar a las Naciones Unidas tal reconocimiento. De modo que, si el gobierno argentino no normalizaba sus relaciones con Moscú, quedaba al margen del nuevo orden internacional. Esto es, en las complejas condiciones de la España de Francisco Franco.

Tras la victoria electoral de febrero del 46, antes de asumir la presidencia, el general Perón negoció en Montevideo el intercambio de embajadores y el inicio de tratativas comerciales normales. No se trataba de un ejercicio de “soberanía política”, sino de una adecuación realista a la pax norteamericano-soviética, a la emergente bipolaridad de la Guerra Fría.

Para que la adecuación al welfare state fuera completa faltaban los derechos políticos de las mujeres; en 1951, por primera vez en la historia argentina, los obtuvieron. Los patrimoniales, en cambio, se harían esperar hasta el “reaccionario” doctor Guillermo Borda; aun así, modernidad y peronismo conformaron el nuevo piso cultural compartido. Y ese es, si se prefiere, el moderno paradigma que inauguró el 17 de octubre de 1945.

Distancia temporal, distancia histórica

¿Ochenta años después sigue siendo válido el formidable dictamen de Scalabrini? ¿La historia de esa sublevación, la historia del movimiento obrero y la del peronismo realizaron el mismo derrotero?

Avancemos con rigor temporal. La Revolución Libertadora se propuso borrar, en septiembre de 1955, el peronismo del mapa político. No solo proscribió el partido, sino todos los símbolos y recordatorios con que había participado de la vida nacional. Desde la célebre Marchita, hasta las fotografías de Juan Domingo Perón y Eva Duarte. Fracasó.

El 11 de marzo de 1973, Héctor J. Cámpora alcanzó vicariamente la presidencia de la República. Asumió el 25 de mayo para renunciar 43 días más tarde, y entonces por tercera vez el hombre más amado y más odiado de su tiempo volvió a la Casa Rosada para morir pocos meses después. Un ciclo histórico nacional completo había concluido.

El 24 de marzo de 1976 se instaló la dictadura burguesa terrorista con formato militar. Es decir, estabilizó el nuevo reparto del ingreso nacional organizado por el Rodrigazo del 75, mediante los instrumentos del terror directo. Ese modelo, según se mire, triunfó y fracasó en simultáneo. No cabe ninguna duda de que se conservó intocado en lo esencial, como modelo programático. Y en ese sentido negar que triunfó constituye un contrasentido inadmisible. Al tiempo que las crisis permanentes que el modelo impone a la sociedad argentina son tan intensas como obvias.

No faltan por cierto melancólicos que proponen retornar a la “doctrina” del primer peronismo, a las veinte verdades justicialistas, para explicar este colosal “desvío”. Una explicación late en este abordaje: la infidelidad a las tres banderas arroja este resultado nefasto. Entonces, si se retomaran la justicia social, la independencia económica y la soberanía política todo volvería a la “normalidad nacional”. Es decir, primero la patria, después el movimiento y, por último, los hombres.

Esta modelización de la crisis política en curso tiene un inconveniente: no formula ninguna pregunta que organice alguna clase de investigación. El gesto que la abre incluye el que la cierra. Investigar los motivos de la “traición” termina siendo irrelevante. Desde Sartre en adelante, quién ignora que los traidores traicionan. Basta expulsar a los traidores sin votos para resolver el intríngulis.

No se trata de ignorar la importancia de la crítica moral en el enfrentamiento político, pero reducir la lucha a una profilaxis personal no suele resultar políticamente operativo. La crítica moral sin preciso diagnóstico desbarranca en palabra hueca; y la expulsión de los traidores concluye en lucha por la “unidad”. Ya que los “puristas”, con su habitual falta de realismo, no “entienden” que hasta el pelo más delgado refleja su sombra en el piso… electoral.

Y en la batalla electoral –quién lo ignora– las encuestas organizan la respuesta. Cuánto mide el candidato decide. Podemos discutir hasta desgañitarnos sobre la labilidad de encuestas y encuestadores. Sobre lo poco fiables que resultan, y el grosero margen de error que exhiben, pero todas terminan chocando con el resultado electoral. En ese punto este modestísimo debate muere.

En 2015 las encuestas coronaron a Daniel Scioli. En 2019, Cristina Fernández hizo su propia encuesta: eligió a Alberto Fernández. Y en 2024, Sergio Massa resultó ungido. El destino político de Scioli nos exime de mayores precisiones. Recordar que Massa en 2015 acompañó a Mauricio Macri ayuda a entender por qué Milei finalmente primereó. Este estrecho realismo evita todo debate que exceda las candidaturas electivas. Dicho de otro modo, bloquea otra agenda política. La agenda de los problemas nacionales. Hace décadas que los partidos no tienen programa. Todos saben que el único programa económico es pagar los servicios eternos de la deuda pública. Transformar la privada en pública cuando toca, y defaultear llegado el caso. La escena del Banco Central con Domingo Cavallo en 1982 se repite con leves variantes con Nicolás Dujovne en el Ministerio de Hacienda y Federico Sturzenegger en el Banco Central. Y después siempre se acuerda un stand by con el Fondo Monetario Internacional. Ese es todo el programa.

En ese punto la política no es otra cosa que gestionar la cosa pública, administrar deuda. Una tarea de gerentes. Y nadie ignora que los gerentes resultan perfectamente intercambiables. Hoy trabajan en la General Motors y mañana en YPF. Ya no se trata de cuadros técnicos que comparten una orientación política, sino de profesionales que comparten una actividad.

Esta completa vuelta de campana vuelve a situar la pregunta inicial (cómo llegamos hasta semejante desvío), sin que hayamos avanzado un metro. La falta de reflexión encuentra al orden político de la sociedad argentina sin ideas para enfrentar esta crisis terminal. Una estructura tan agotada como cruel. Entre dicha ausencia de reflexión y el gobierno de los hermanos Milei es preciso establecer las debidas relaciones. Pensar una intensa derrota histórica, fecharla para entender. Ese es el primer problema que nos impone el 17 de octubre de 1945, ocho décadas más tarde.

La historia termina funcionando en términos de registro personal: un cine continuado. La película comienza cuando uno llega. Sin embargo, el cine tiene horarios rígidos. En una plataforma de streaming la elasticidad es muy superior. Además, se puede detener la película o hacerla retroceder a voluntad. La realidad, sin duda, es un poquito más compleja. Entonces, o la perplejidad de la compacta mayoría se asume como problema a resolver, y se inventa otra respuesta de abajo para arriba, o la repetición del mismo programa se vuelve la única norma de la sociedad argentina.
 

Título: Plaza tomada

Autor: Alejandro Horowicz

Editorial: Marea

Edición: 2025

Páginas: 168


Datos del autor

Alejandro Horowicz (1949) es ensayista, editor, periodista, profesor universitario. Doctor en Ciencias Sociales summa cum laude por la Universidad de Buenos Aires.

Director de la colección Contracorrientes, de Editorial Marea.

Autor de Los cuatro peronismos (1985), Diálogo sobre la globalización, la multitud y la experiencia argentina (2003, con Toni Negri y otros), El país que estalló (2005), Las dictaduras argentinas (2013), El huracán rojo. De Francia a Rusia 1789-1917 (2019), El kirchnerismo desarmado: la larga agonía del cuarto peronismo (2023), Lenin y Trotsky. Los dragones de Marx (2024).