Marea Editorial

La anarquista millonaria

Vanina Escales publicó una biografía de Salvadora Medina Onrubia, anarquista, feminista y heredera del diario Crítica, fundado por su marido.


por ANA PRIETO

Hay muchas maneras de reconstruir una vida. Con el reporteo puro y duro del mejor periodismo clásico que desplegó Graciela Mochkofsky en su libro Timerman. El periodista que quiso ser parte del poder. Con una buena cuota de fantasía poética, como la que volcó Melania Mazzucco en su retrato Ella, tan amada, sobre la atormentada escritora suiza Annemarie Scwharzenbach. O con mucha información y una pátina de indulgencia, como hizo L. Sprague de Camp en Lovecraft. Una biografía. 

Todas las formas son lícitas a su modo, pero no todas llegan en un momento histórico que hace que su lectura sea aun más relevante. ¡Arroja la bomba! Salvadora Medina Onrubia y el feminismo anarco, escrito por la ensayista y periodista Vanina Escales y publicado por editorial Marea, trae del olvido a uno de los personajes públicos (aunque menos público que otros) más singulares de principios del siglo XX en Argentina. Salvadora Medina Onrubia (1894-1972) fue anarquista, feminista, escritora, madre adolescente soltera (¡en provincia y en esos tiempos!), madre acomodada casada, y devenida en empresaria al herederar la dirección del diario Crítica, fundado por su marido Natalio Botana. 

El personaje es, por donde se lo mire, irresistible. Pero ¿cómo asir a Salvadora? ¿Dónde poner el foco y cómo contarla, cuando casi todos sus contemporáneos ya murieron y cuando, ante una primera mirada, salta a todo color una aparente contradicción: la de “anarquista millonaria”? 

A Salvadora se la aborda, primero, con un minucioso trabajo de archivo y reporteo, que Escales detalla en los pies de página y que pone en contexto (y, a veces, en discusión) en el cuerpo del libro, porque cualquier buena biografía sabe que también debe ser una biografía de su tiempo. No pueden explicarse los insomnios y tejemanejes de Salvadora por lograr la libertad –mediante la fuga o el indulto– de Simón Radowitzky, preso en Usuahia desde que asesinara al jefe  de policía de la Capital Federal Ramón Falcón, sin explicar la represión del 1 de mayo de 1909, el estigma que ya acarreaba el anarquismo con o sin bombas –y no solo en Argentina–, las torturas diarias a las que eran sometidos los encarcelados del fin del mundo (violaciones incluidas), el movimiento “Pro-Presos” de principios del siglo XX, y el dinero y los contactos que tenía Salvadora y que puso al servicio de la causa. Pero, sobre todo, no pueden explicarse sin su elección temprana por el anarquismo como la expresión máxima de la libertad, sin su convicción de que esa libertad es social y no individual (aunque la libertad individual explica mucho en la vida de Salvadora), y sin su determinación natural de prescindir de líderes ante quienes rasgarse las vestiduras –de ahí su relación complicada con el peronismo, al que dedicó unas cuantas molotovs. 

A Salvadora se llega, también, a través de su obra literaria, que Escales lee desde su entorno contemporáneo y resonancia actual. Periodista para el diario La Protesta a poco de llegar a Buenos Aires desde Gualeguay con un niño pequeño y sin padre, la joven anarquista estrenó en 1914 su primera obra de teatro, Almafuerte, protagonizada por una mujer, y de la que Juan José de Soiza Reilly dijo que tenía “la belleza de un rugido”. Pasaron siete años hasta su poemario La rueca milagrosa y el estreno de su segunda obra, La solución, transitada por mujeres que se debaten entre la opresión de las normas familiares y la autonomía. En 1924 publicó su ficción teosófica Akasha, posiblemente plagiada dos años después  por Leopoldo Lugones para El ángel de la sombra, su única novela. Un cuento de Onrubia fue incluido en una antología de 1929 –su momento más cercano de rozar algo parecido al canon–, y otro, “La casa de enfrente”, inaugura la literatura lésbica en el país. Como dice Escales refiriéndose a Salvadora y a su amiga Alfonsina Storni, “no tenían un cuarto propio sino un rancho aparte”, al moverse en una escena literaria porteña con pasos que no se cruzaban con los de Boedo ni con los de Florida ni con los de Sur. 

La obra más famosa de Onrubia, Las descentradas, fue estrenada en 1929, un año después de la muerte de su joven primogénito, Pitón; un evento traumático del que hay dos versiones y que devastó a su madre, a quien se le endilgó la culpa. En esa obra radical y en palabras de Escales, Salvadora “se adelanta cuarenta años en plantear el feminismo de la diferencia, no ya la lucha por la igualdad institucional con los hombres y la distribución reformista de los permisos patriarcales, sino una cultura propia, un nuevo orden simbólico del colectivo de las mujeres”. 

A Salvadora se la cuenta, también, desde sus actos. Aparte de su papel en la liberación de Radowitzky, la casa que compartía con Natalio Botana fue más de una vez un “escondite inmune a la intromisión de la policía” y cuidó, por ejemplo, de América Scarfó tras el fusilamiento de su pareja Severino di Giovanni en 1931 por el régimen de José Félix Uriburu. También solicitó y consiguió la tutoría legal de Gloria y Mireya, sobrinas de Natalio tras la muerte de éste. Y aparte de teósofa y espiritista, Salvadora llegó a creerse curandera. 

Sus actos como madre también se exploran en el libro, aunque son revelaciones a cuentagotas. Las memorias de Helvio “Poroto” Botana en su libro Tras los dientes del perro, no tienen clemencia para con Salvadora, lo mismo que la carta lapidaria que su hija Georgina (madre de Copi) publicó en agosto de 1947 en el diario La Época, y que ¡Arroja la bomba! reproduce en su totalidad. Respecto de ciertos fragmentos escritos por Poroto, la autora se permite evaluar su verosimilitud. Respecto de la declaración abierta de la “China” Botana, Escales consiguió que, casi setenta años después y por teléfono desde Francia, hablara sobre sus recuerdos de esa carta. 

El volumen incluye un hallazgo: la publicación, por primera vez, de Mil claveles colorados, un escrito inédito de Salvadora que reúne memorias personales de sus anarquistas y militantes favoritos: Radowitzky, “el petiso de la furca”, Krishnamurti y varios más. Su hija China pasó a máquina esos textos a pedido de Salvadora anciana, quien dio una copia a Emma Barrandeguy, quien la cedió a María Moreno, quien se la dio a Vanina Escales. 

Diremos lo obvio: nadie necesita de aquello que desconoce, por acción, omisión, injusticia o azar. En esa zona de silencio, con apenas algunas visitas, permaneció Salvadora Medina Onrubia durante décadas. ¡Arroja la bomba!, sin subirla al ridiculizante palco del heroísmo, la coloca, finalmente, en el capítulo que le corresponde en la memoria y la acción feminista de la Argentina.