Marea Editorial

La banalidad del padre

Analía Kalinec, hija desobediente de un genocida condenado a perpetuidad, narra su conmovedor tránsito

Primero fueron las Madres, un año después del golpe, en abril de 1977. Un mes más tarde se organizaron las Abuelas. Los organismos de Derechos Humanos acompañaron, dieron su apoyo. A mediados de los años ’90 aparecieron los HIJOS. Una estirpe fue conformándose en torno a lazos solidarios, de sangre derramada. Para sorpresa de muchos, el 25 de mayo de 2017 quedó conformado el colectivo “Historias Desobedientes: hijas e hijos de genocidas por la Memoria, la Verdad y la Justicia”. Nueve días más tarde, con bandera propia, se hicieron presentes en la marcha Ni Una Menos. A fines de ese mes ya eran más de un centenar, esparcides por todo el país. Sus pares de Chile fueron los primeros en contactarse; luego llegaron más, de otras latitudes.

“Nacimos en el seno de esas familias. Fueron esos genocidas los que nos llevaron a la escuela, nos enseñaron lo que estaba bien y lo que estaba mal. Nos dijeron lo que debíamos pensar acerca del mundo y de lo que ocurría en él. Crecimos en esos hogares en los que alguien nos enseñó a rezar y a creer. Creímos en Dios, en la familia y en nuestros padres, acatando por miedo o por amor todo lo que nos ordenaban y esforzándonos siempre en seguir creyendo. Hasta que ya no pudimos más y la verdad nos explotó en la cara”.

Potente síntesis instalada por Analía Kalinec casi al final de Llevaré su nombre, el flamante libro en el que narra el brutal tránsito entre la inocencia infantil y la conciencia adulta, el extenso recorrido –que aún prosigue— donde debió “dejar de ser para poder ser”. Hija del sádico “Dr. K”, comisario de la Policía Federal; operativo, torturador y asesino del circuito de los campos de detención, suplicio y exterminio conocidos como ABO (Atlético, Banco, Olimpo) bajo jurisdicción del primer Cuerpo de Ejército a cargo de Carlos Guillermo Suarez Mason, las más de trescientas páginas donde expone su testimonio exceden por mucho la historia de vida. Constituyen un relato pormenorizado y personal, por eso mismo íntimo e irrepetible, y sin embargo paradigmático de una construcción interior —por definición interminable— que requirió desplazar certezas heredadas por conocimiento conquistado. Para todos aquellos que, en un primer momento, miraron (miramos) con una pizca de recelo lo que aparecía como un fenómeno extraterreno de conversión, el libro de Analía muestra cómo la prueba de realidad va derrumbando uno a uno los pilares de la mentira, la creencia y la impostura, cuando quien protagoniza el embate se atreve a avanzar a pesar de los cascotes y, en el camino, reconocer las herramientas y las solidaridades que le permitan sostener el avance. Si hay un paradigma contemporáneo de la valentía, es éste.

En tales aspectos, Llevaré tu nombre resulta un texto iniciático, menos de transformación que de hallazgo y encuentro. Con un comienzo casi infantil, salpicado de escuelas primaria y secundaria  confesionales, curas y monjas, chismes de pibas de barrio, devoción y buenas costumbres, familia y propiedad, los Ingalls en el espejo ideal, encuentra en el diario íntimo el primer modelo de escritura. Dura poco, se subsume en el relato al hijo que vendrá. Allí esta el amor inconveniente, con un hombre veinte años mayor, para peor ya padre de una adolescente, objeto del repudio disfrazado de advertencia. Las malas influencias, dirían, hasta confirmar cómo fuera “detectada por grupos activistas” en la subversiva facultad de Psicología de la UBA, ya en democracia. Argumento que, aún encarcelado y con condena firme de prisión perpetua, el “Dr. K” resucita o, más bien, no ha abandonado ni un segundo pese a que le ha pasado la Historia por encima, las pruebas y testimonios; quince años entre rejas para meditar: todo sigue igual. Contraste notable, aleccionador en el que el padre (representando a clérigos, milicos y civiles dictatoriales) retrocede medio siglo, la propia hija (la voluntad nacional y popular) avanza. La burbuja ideológica se quiebra.

Analía muestra los documentos que le sirvieron de peldaños para huir de aquel pozo oscurantista: frases de las novelas sobre la Guerra Civil Española de Almudena Grandes, Herman Hesse, Semprún, el certificado de matrimonio de los padres, partes del legajo del Dr. K como policía, fragmentos del discurso de Néstor Kirchner en la Exma, notas periodísticas, cronologías, fotos familiares, epistolario. Segunda hija de cuatro hermanas, a medida que la conversación se torna farragosa, el contacto dentro del grupo familiar salta de lo oral a lo escrito. Se perturba, a veces cae, una de las modalidades del lenguaje. Ya desde el matrimonio con el hombre inconveniente, las primeras cartas (emails configurados como tales), señalan iniciales distancias. La madre y las hermanas menores aparecen como aliadas incondicionales del modelo patriarcal. La hermana mayor y la propia Analía, vacilan. Todavía bogan en la ignorancia acerca de que detrás de su amoroso bioprogenitor se agazapa el perverso “Dr. K”.

Es recién a mediados de 2005 cuando la verdad amaga a asomarse en ocasión de la prisión preventiva dispuesta al genocida. A la autora le cuesta creer la magnitud de los cargos. La figura del padre comienza a desmoronarse como un alud que todo lo aplasta. Surge el esfuerzo por compatibilizar al padre amoroso con el monstruo, tarea que recorrerá todo el texto en una dicotomía insostenible. “Al principio me comí el buzón de que él luchó por la patria. Lloraba por lo injusto de la situación. Sin darme cuenta me fui dando cuenta. Y empecé a llorar por lo justo de la situación”. Y más adelante: “Si sacarme el apellido me pudiera sacar también la vergüenza y la tristeza de saberme tu hija, lo haría”. Escenas dispersas comienzan a conectarse: “Una vez, recuerdo, él ya estaba preso y afirmó lo siguiente: ‘Esto pasa por no haber hecho bien el trabajo’”. De mil maneras, la hija le pide al padre que reconozca los hechos, que diga dónde están los cuerpos, que devele a quiénes les dieron los niños apropiados. La respuesta no llega, reina la negación y el silencio, justificados en el raído argumento de la guerra.

El reposicionamiento de Analía queda explícito en la creciente madurez de su prosa. El diccionario se amplia, cuajan las ideas que se desarrollan en conceptos sin perder potencia subjetiva, absorben profundidad histórica y claridad ideológica. Evolución que la encuentra apta para afrontar uno de los momentos mas crueles, bizarros, perversos. Tras la muerte de la madre y la correspondiente sucesión hereditaria, el “Dr. K” inicia en febrero de 2019 un proceso judicial a su hija para desheredarla, declarándola “indigna”. Ella reflexiona: “Tal vez en este punto podamos ponernos de acuerdo: no me considero digna de un padre genocida”. La prolija descripción de los pormenores del litigio, la audiencia de conciliación presencial de rigor, se yerguen como capítulos cúlmines de una improbable antología universal del delirio sádico. Ocasión formal, poco proclive para cantar las cuarenta, la respuesta de la hija a los agraviantes bolazos del bioprogenitor, los reserva para la reproducción comentada de los documentos probatorios. Mecha su verdad con aclaraciones que suelen comenzar con un “¡¡¡Dale, pa!!!” tan irónico como conmovedor, de efectos contundentes.

Sin abjurar de un afecto al que lo develado en los juicios le estampó fecha de vencimiento —mas no de olvido—, Analía ensaya un cierre para sí misma, nunca para la Historia. Otra vez dirigiéndose al bioprogenitor, dice: “Te vas a morir como nos morimos todos, como nos morimos todas. Como se muere el árbol o como se muere la paloma. Pero vos te vas a morir distinto y voy a escupir sobre tu tumba y voy a llorar. Como lloro ahora que no hablás”. Se refiere, claro, al pacto de silencio entre los genocidas respecto a los detenidos desaparecidos y los bebés robados. Consecuencias extendidas hasta hoy que, con conocimiento de causa, la llevan a advertir que los condicionamientos económicos que los partícipes en el terrorismo de Estado aún conservan sobre sus familiares, fundamentan manipulaciones y “los silencios, los ocultamientos y la imposibilidad de cuestionamiento o ruptura con estructuras que sostienen a la vez que oprimen y someten”, haciéndose extensivos hacia las respectivas instituciones armadas.

Analía Kalinec ha debido transitar un farragoso camino para ir más allá del padre. Lo cuenta en forma desgarrada y desgarradora. Tránsito en el que el bioprogenitor perdió título y nombre propio para quedar como “Dr. K”. Ahora, Kalinec es Analía Kalinec. La que, para orgullo de sus hijos y toda su estirpe, supo inscribir su propio nombre.