Testimonio urgente de la experiencia de una sobreviviente del Terrorismo de Estado, pero también memoria y reflexión para las nuevas generaciones, el libro de editorial Marea narra los acontecimientos de septiembre de 1976, cuando las Fuerzas Armadas secuestraron a diez estudiantes de colegios secundarios, de los cuales seis siguen desaparecidos.
Emilce Moler (La Plata, 1959) tenía 17 años cuando fue secuestrada de la casa de sus padres, en La Plata, por hombres armados pertenecientes al Ejército Argentino; estuvo detenida-desaparecida durante seis meses y más tarde presa en la cárcel de Villa Devoto. Finalmente estuvo bajo libertad vigilada, hasta sus 20 años.
En su primer libro, que reúne relatos breves y textos que escribió mientras estaba privada de su libertad, Moler habla de su militancia estudiantil, su secuestro, la soledad y la voluntad de sobrevivir.
Al cumplirse hoy 44 años de aquel trágico episodio, Contraeditorial adelanta un fragmento de “La larga noche de los lápices, relatos de una sobreviviente”, el libro de Emilce Moler:
Hace muchos años que, en cada aniversario de la Noche de los Lápices, releo mis propias palabras, ideas y consignas de años anteriores. Reviso textos que me devuelven imágenes de encuentros, plazas repletas de jóvenes, banderas, abrazos, emociones, cantos, lágrimas, tristezas, voces entre- cortadas de emoción, risas y esperanzas compartidas. Y ante distintos micrófonos, cuento mi historia:
En la madrugada del 17 de septiembre de 1976, hombres armados y encapuchados que se identificaron como del Ejército Argentino me secuestraron de la casa de mis padres; fue la llamada “Noche de los Lápices”. Yo tenía diecisiete años, era estudiante de quinto año del Bachillerato de Bellas Artes de la ciudad de La Plata y militante de la Unión de Estudiantes Secundario (UES).
Esa noche y otras más de ese mes, diez estudiantes de colegios secundarios fuimos arrancados de nuestros hogares por las Fuerzas Armadas. Seis de ellos continúan desaparecidos: Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Claudio de Acha, Francisco López Muntaner, Daniel Racero y Horacio Ungaro. Otros fuimos liberados luego de años de detención en centros clandestinos y cárceles: Gustavo Calotti, Pablo Díaz, Patricia Miranda y yo, Emilce Moler. Casi todos teníamos militancia política, la mayoría en la UES, y un año antes, en la primavera de 1975, habíamos participado en una marcha para pedir por el Boleto Estudiantil Secundario, entre muchísimas otras actividades políticas. Más tarde, en 1976, ya bajo la dictadura, seguimos militando y organizamos algunos actos de oposición.
Estuve detenida-desaparecida en tres centros clandestinos de detención: el Pozo de Arana, el Pozo de Quilmes y la Comisaría de Valentín Alsina, en Lanús, en los que sufrí distintos vejámenes; hasta que en enero de 1977 entré como presa legal a la cárcel de Villa Devoto, de la que salí a los diecinueve años con régimen de libertad vigilada. No me dejaron volver a mi ciudad natal porque me consideraban demasiado peligrosa e irrecuperable para la sociedad, así que quedé bajo el cuidado de mis padres en Mar del Plata, adonde ellos se habían trasladado para empezar una nueva vida.
Rendí libre quinto año del secundario y me recibí en diciembre de 1978, pero no tenía permitido ir a la universidad. Por suerte, pude convencer a mi custodia de que me dejaran estudiar, y en febrero de 1979 di el examen de ingreso a la carrera de Matemática en la Universidad Nacional de Mar del Plata: entré con la mejor nota. Poco después, el 25 de mayo de 1979, recobré mi libertad plena. Tenía veinte años.
A partir del desastre de la guerra de Malvinas, cuando la dictadura empezó a resquebrajarse y se abrió una posibilidad impensada de reconstrucción de la democracia, comencé a participar de peñas y reuniones en vistas a rearmar los centros de estudiantes. A pesar de que era muy peligroso también me veía con Fernando, mi novio de siempre: a él le habían asesinado a su hermano y su situación era muy complicada. Nos casamos en febrero de 1982. En febrero de 1983 me recibí de profesora universitaria de Matemática, y en septiembre de ese año nació nuestra primera hija, Mariana, en 1986 llegó Pilar y cuatro años más tarde, en 1990, Joaquín.
Me dediqué a enseñar matemática y computación en distintos niveles. En forma paralela ayudé a crear el centro de graduados de Ciencias Exactas y el gremio docente universitario. También participé desde Mar del Plata en la conformación de distintos organismos de derechos humanos. Atenta a la evolución de la democracia, les contaba sólo a los más allegados que yo había sido una desaparecida y presa más de la dictadura. Cuando llegaron los juicios a los militares, conforme todo el país se iba enterando de los crímenes aberrantes cometidos durante la dictadura, también empezó a ganar notoriedad el secuestro de adolescentes en la ciudad de La Plata.
La primera vez que se escuchó hablar de mi secuestro y el de mis compañeros fue en 1985 durante el Juicio a las Juntas Militares, en el que fueron condenados a prisión perpetua Jorge Rafael Videla y Emilio Massera, mientras que otros acusados recibieron penas menores e incluso la absolución. Mi padre y yo testimoniamos un año más tarde, en 1986, cuando la Cámara Federal condenó a los principales genocidas de la Policía Bonaerense, como el general Ramón Camps –quizás el máximo responsable de la Noche de los Lápices–, el comisario Miguel Etchecolatz y el médico policial Jorge Bergés, entre otros. Fueron unas pocas preguntas y respuestas, pero contundentes.
Desavenencias y desencuentros con los autores del libro que consolidó e hizo conocida la historia de la “Noche de los Lápices” hicieron que mi nombre no fuera mencionado en la película basada en el mismo. Si bien la versión del libro y la película no me representaba enteramente, sobre todo por la descripción que se hace de nosotros, la memoria de mis compañeros desaparecidos y la necesidad de que la sociedad conociera lo que había pasado pudieron más; así que poco a poco me fui apropiando de esa historia, que también es la mía, y encontré mis propias formas de narrarla.
Como escribió la historiadora Sandra Raggio: “La Noche de los Lápices no fue algo que sucedió, sino una trama narrativa conformada por una serie de episodios seleccionados y enlazados entre sí para construir una interpretación sobre el pasado del que se pretendía dar cuenta (una serie de secuestros en un lapso preciso, un grupo de víctimas con características comunes –edad, situación educativa, lugar de residencia, historia previa– y un mismo móvil represivo). Es decir, un modo de narrar determinados hechos, reunidos bajo un nombre que los singulariza en acontecimiento. Ya en el nombre está inscripta la trama. ‘La noche’, además de ser una metáfora muy usada para hablar del período de la dictadura, refiere a una en particular: la del 16 de septiembre. Los ‘lápices’ aluden a los protagonistas, las víctimas: todos ellos, estudiantes secundarios”.
En el 75, ya absorbida por la militancia, dejé atrás el club y los bailes. En un encuentro de la UES lo vi a Horacio y no tuvimos que decir nada; nos miramos, sonreímos y entendimos que habíamos elegido el mismo camino. Me dio mucha alegría. Los encuentros se hicieron más frecuentes. Él estaba mucho menos tímido: había leído mucho de política y eso le daba más soltura para hablar. Parecía más grande, seguro de sus actividades, muy comprometido.
Ya durante la dictadura, en agosto del 76, debido a los cambios en la organización de la UES, Horacio se había convertido en mi responsable, y lo fue por unos meses. Un día teníamos asignada la tarea de hacer una volanteada en la puerta de la escuela de 1 y 38.
–Tomá, guardalos –me dijo mientras me entregaba los volantes envueltos en papel de diario.
–¿No nos expone mucho hacer esto? –pregunté, convencida de que no estaban dadas las condiciones de seguridad para hacerlo.
–No te preocupes, todo va a salir bien.
–Ok. Nos vemos mañana –le di un beso y me fui escondiendo el paquete en una bolsa de hacer los mandados, debajo de un atado de acelga y unas lechugas. Me fui a coser un bolsillo, disimulado en una campera, para llevar los volantes y que no me vieran con ningún paquete sospechoso; en esos días todo era sospechoso, había que extremar los cuidados.
Al otro día repasé mil veces mentalmente las citas y los horarios establecidos. Me puse ropa cómoda, nada de plataformas por si había que correr. La campera quedó bien, no se notaba el bulto de los volantes. Fui caminando; eran muchas cuadras, pero me permitía regular la hora y no depender de los micros. Iba mirando si había alguna pinza policial; tenía que esquivarlas. No me podían agarrar con esos papeles porque me jugaba la vida. Cada movimiento raro en la calle me intranquilizaba, trataba de calmarme; miraba el reloj a cada minuto, regulaba el paso. Estaba cerca y era un poco temprano. Di unas vueltas, vi a otros compañeros en las calles trasversales haciendo tiempo para la cita. Estaba Horacio: no llevaba la campera verde oliva; por seguridad se recomendaba que no se usaran más. Tenía un pulóver escote en V y una chomba, estaba muy prolijo. Me tranquilizó verlo.
A la hora prevista nos acercamos a la entrada de la escuela. Yo ya había sacado los volantes de la campera y me los había colocado en el pecho.
–¡Ahora! –gritó Horacio.
Algunos alumnos agarraban los papeles que les volaban por la cabeza, firmados por UES-Montoneros, pero a la mayoría no les interesaba; ni siquiera llegaban a leer las consignas.
–¡Váyanse, voy a llamar a la policía! –gritó un preceptor mientras bajaba a toda velocidad por las escaleras. Lo miré a Horacio desesperada y me hizo una seña con la cabeza para que me fuera; después dio la orden a todos de desmovilizar.
A la media hora fui a la cita de control. Yo estaba furiosa. Todavía me duraban las palpitaciones y me temblaban las piernas, casi me agarraba ese preceptor facho.
–Esto fue una locura, Horacio. No tiene sentido que nos regalemos así. ¿Quién leyó los volantes? ¿Valió la pena?
–Sí, es cierto, estábamos muy expuestos. Pero siempre vale la pena, con que uno lo haya leído, valió la pena.
–¿Un volante por uno de nosotros? Me parece muy desigual. Qué sé yo… me parece que tenemos que hacer cosas, pero menos visibles…
–Puede ser. Pero hay que seguir.
Me apretó en un abrazo. Me daba palmaditas en la espalda y en la cabeza; una manera de contenerme y darnos fuerza.
No hubo otra cita; nos reencontramos en el Pozo de Arana. Fue devastador escuchar su voz, yo no sabía que a él también lo habían secuestrado. Estaba desnudo, casi no hablaba, solo gritaba cuando no le tapaban la boca. Un grito desgarrador. En la sala de tortura nos hicieron hablar, una especie de careo. Con voces temblorosas intercambiamos algunas palabras, suficiente para darnos aliento y fuerza.
A los seis días de estar ahí, donde no comimos absolutamente nada, nos hicieron subir a varios compañeros a un camión. Casi nadie hablaba, estábamos en muy malas condiciones. Yo no sabía quién viajaba, salvo las chicas que estaban conmigo en la celda. Frenamos en el camino. Un guardia leyó una lista para que se bajaran.
–Horacio Ungaro –se escuchó.
Sentí unos pasos, mezclados con los de otros que iban llamando: Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Daniel Racero, Claudio de Acha, Francisco López Muntaner: otros nombres que trataba de recordar.
No pudimos despedirnos…
La tele
–Tenemos la posibilidad de mostrar al mundo entero cómo somos los argentinos. Desde el extranjero nos difaman, son campañas –sonaba desde la pantalla del televisor.
Era una novedad en las condiciones de detención: nos habían puesto un televisor en una sala. Yo siempre fui adicta a la tele. Durante mi infancia hacía los deberes mirando Lassie, Mr. Ed y Los Locos Addams. No dejaba de ver ningún programa: La Nena, La Familia Falcón, Mis Hijos y Yo, todo. Pero en especial me encantaban las propagandas, cantaba los jingles y hacía las mímicas correspondientes. Iba a poder mirar nuevamente la tele, me había entusiasmado.
Prendían el televisor en horarios muy restringidos, generalmente al mediodía cuando estaban los noticieros. Se veneraba a la figura del gauchito, mascota del Mundial 78. Sintetizaba al ser argentino: simpático, autóctono, mate en mano, campo, gauchito. Se contaban buenas noticias: una temporada veraniega extraordinaria, programas de chismes, actrices sacándose fotos con los militares, Mirtha Legrand almorzando, Susana Giménez dando entrevistas, eficiencia y orden en el país. Muchos productos importados, más lindos que los nacionales. Se acabó el caos, todos felices. Periodistas como Bernardo Neustadt, Mariano Grondona o Ramón Andino haciendo el análisis de la realidad; nadie hablaba de la dictadura, y nosotras no existíamos.
La tele era un aparato chiquito y estaba colgado alto, no se veía ni escuchaba bien. Me sentaba en primera fila para no perderme nada. Pero los comerciales no me atraían como antes; pasaban tanta propaganda oficial que casi no había jingles. Empecé a ir solo cuando pasaban películas, pero como las celadoras la cortaban cuando querían no llegaba a ver los finales. No lo soporte más. Dejé de ir…
¿Sabías lo que te podía pasar? ¿Por qué no te fuiste? ¿Qué pensaste? ¿Cómo resististe? ¿Valió la pena? ¿Te arrepentiste? ¿Cómo saliste adelante?
Sí, pensaba en mi posible detención. Mil veces me había imaginado escenas posibles: hombres armados apuntándome que me encerraban en una celda, una cárcel. Mi viejo me había prevenido que no estaba preparada para soportar el dolor que podían infligirme. Eso también me sirvió, y sobre todo lo de no hablar de más.
Los hombres encapuchados, mi viaje en el auto, el recorrido por las casas hasta llegar a Arana, eran pedazos de escenas que me había imaginado. La previsión me ayudaba a transitar el momento. Sentía que no era a mí que me pasaban esas cosas, me desdoblaba, me veía como otra persona, como si viviera en una película.
Pero cuando me desnudaron, quedé desprotegida, no solo de ropa, sino también de imágenes, de posibles escenarios previsibles. Se metieron con mi cuerpo, con mi intimidad, con mis órganos genitales, con el profundo dolor en mi cuerpo. Sentí morirme, quería morirme, que todo terminara, que me mataran de una vez. No gritaba, no hablaba, era un pedido a gritos ahogado, interno, en silencio. El dolor también te hace desdoblar, dejás de ser vos, te desmayas despierta, sentís que no resistís más, pero no tenés ninguna posibilidad de hacer otra cosa, solo aguantar. Eso lo aprendí cuando dije una mentira y no tardaron en darse cuenta. La represalia fue lo peor que me pasó en la vida. Me volvieron a buscar para descargar su furia y el miedo me atravesó. Me aferré al banco de cemento de la celda: fue mi modo de resistencia a que me llevaran. ¡Qué reacción tan primaria, tan infantil! Pero en esos lugares todo era así: animal, primario. Por un momento sin dolor hacés lo impensado. Mi mente viajaba, la trataba de poner en otra cosa: me imaginaba en la fiesta de la primavera, terminaba los diálogos de los sketches, contaba los días que faltaba al colegio y lamentaba poder perder el año. Sí, pensás cualquier cosa, pero sobre todo estuve atenta a que no me descubrieran en las mentiras que decía, y así pude evitar decir nombres, citas, información. Tenía razón mi viejo: no servía “hablar”. Nunca juzgué a nadie, pero qué tranquilidad me dio mi silencio.
Lo que sí tengo es una gran tranquilidad por cómo transité esa parte de mi vida. El dolor por lo que pasó es eso: un dolor fuerte, a veces una puntada que te hace doblar; pero es eso, un golpe seco que dura poco. Pasa, pasa… ¿ya pasó? No, ya casi… ya pasó. Porque lo que queda pendiente, lo que no te sucedió, se te cuela en los huesos, te envuelve, te corroe. No cesa. El cuerpo se va descomponiendo, carcomiendo de a pedazos y el dolor nunca pasa, queda. Se aloja en el alma y desde ahí te va matando de a poco. El mío fue un golpe seco, profundo, limpio; cicatriza mejor.
Sí, cicatriza día a día. A veces hay puntos que se abren, supuran, pero van cerrando; de a poco se van cerrando.