El arte es uno de los ámbitos desde los que más se ha insistido, en los últimos años, en la necesidad de una repolitización de la vida. Sus temas, volcados hacia lo real, sus procesos, cada vez más colectivos, y sus lugares, abiertos al espacio público, parecen atestiguarlo. Pero estas transformaciones no necesariamente son garantía de un reencuentro entre la creación y lo político. Estamos viendo cómo fácilmente reproducen nuevas formas de banalidad y nuevos espacios para el autoconsumo y el reconocimiento. Que las obras artísticas traten de temas políticos no implica que ese arte trate honestamente con lo real. La honestidad con lo real es la virtud que define la fuerza material de un arte implicado en su tiempo. La honestidad con lo real no se define por sus temas, por sus procesos ni por sus lugares, sino por la fuerza de su implicación y por sus anhelos.
Tanto en el arte, como más allá de él, la interrogación del Occidente moderno acerca de la realidad se ha articulado básicamente a través de dos preguntas: cómo pensarla y cómo transformarla, es decir, la cuestión, respectivamente, de la representación y de la intervención. La repolitización de la creación contemporánea también se mueve en el marco de estas dos cuestiones. De ahí que el documentalismo haya devuelto lo real al centro de la representación y que el activismo esté marcando el ritmo de las prácticas creativas.
La perspectiva de la honestidad introduce una nueva pregunta: ¿cómo tratamos la realidad y con la realidad? Hay modos de representar, modos de intervenir y modos de tratar. En el trato no se juega simplemente la acción de un sujeto sobre un objeto, medible a partir de una causa y unos efectos. En el trato hay un modo de estar, de percibir, de sostener, de tener entre manos, de situarse uno mismo… El trato no se decide en la acción, incluso puede no haberla. El trato es un posicionamiento y a la vez una entrega que modifica todas las partes en juego. Hay una política que tiene que ver con esta tercera dimensión de nuestra relación con lo real. Esta política tiene sus propias virtudes y sus propios horizontes. La “honestidad con lo real” es la perspectiva con la que la teología de la liberación inscribe su mirada en un mundo a la vez de sufrimiento y de lucha, en el que las víctimas son la clave de lectura y el índice de verdad de una realidad que construye su poder de dominación sobre su olvido y su inexistencia. Tratar honestamente con lo real sería, por tanto, conjurar este olvido para combatir el poder. Esto no implica hablar de las víctimas, hacer de ellas un tema, sino tratar con lo real de tal manera que incluya su posición y su clamor. No se trata de añadir la visión de las víctimas a la imagen del mundo, sino de alterar de raíz nuestra forma de mirarlo y de comprenderlo. Esta alteración solo puede conducir necesariamente al combate contra las formas de poder que causan tanto sufrimiento.
Desde ahí, la honestidad no es la virtud de un código moral que un sujeto ajeno al mundo puede aplicarse a sí mismo sin atender a lo que le rodea. Desde ahí, no hay “un hombre honesto” capaz de convivir, más allá de su honestidad, con la hipocresía y con la barbarie de su entorno. La honestidad es a la vez una afección y una fuerza que atraviesan cuerpo y conciencia para inscribirlos, bajo una posición, en la realidad. Por eso la honradez, de alguna manera, siempre es violenta y ejerce una violencia. Esta violencia circula en una doble dirección: hacia uno mismo y hacia lo real. Hacia uno mismo, porque implica dejarse afectar y hacia lo real porque implica entrar en escena.
Dejarse afectar no tiene nada que ver con cuestiones de interés, puede ir incluso en contra del propio interés. No hay nada más doloroso e irritante que escuchar a un artista o a un académico presentando sus “temas”, siempre con la apostilla: “me interesa…” “estoy interesado en…” los suburbios, por ejemplo. ¿Cómo le pueden interesar a uno los suburbios? O le conciernen o no le conciernen, o le afectan o no le afectan. Ser afectado es aprender a escuchar acogiendo y transformándose,rompiendo algo de uno mismo y recomponiéndose con alianzas nuevas. Para ello hacen falta entereza, humildad y gratitud. Aprender a escuchar, de esta manera, es acoger el clamor de la realidad, en su doble sentido, o en sus innumerables sentidos: clamor que es sufrimiento y clamor que es riqueza incodificable de voces, de expresiones, de desafíos, de formas de vida. Tanto uno como el otro, tanto el sufrimiento como la riqueza del mundo son lo que el poder no puede soportar sin quebrarse, sin perder su dominio sobre lo real, basado en la separación de las fuerzas, en la identificación de las formas, en la privatización de los recursos y de los mundos. Por eso el poder contemporáneo es un poder inmunizador. No solo es inmunizador en un sentido securitario sino también en un sentido anestesiante. Por un lado protege nuestras vidas (nos hace vivir) y por otro las atenúa neutralizándolas y volviéndolas ajenas a los otros y al mundo. Esto es a lo que Tiqqun llama el liberalismo existencial: “vivir como si no estuviésemos en el mundo”.2 La primera violencia de la honestidad con lo real es, por tanto, la que debemos hacernos a nosotros mismos rompiendo nuestro cerco de inmunidad y de neutralización. Esto exige dejar de mirar el mundo un campo intereses, como un tablero de juego puesto enfrente de nosotros, y convertirlo en un campo de batalla en el que nosotros mismos, con nuestra identidad y nuestras seguridades, resultaremos los primeros afectados.
Por eso tratar con la realidad honestamente significa también entrar en escena. Lo decía un dibujante: “No soy objetivo, solo pretendo ser honesto. Por eso entro en escena…”. La imagen es literal, puesto que él mismo se incluye en sus viñetas. No son lo que sus ojos ven, son fragmentos del mundo en el que él mismo está implicado. Ser honesto con lo real, por tanto, no es mantenerse fiel a los propios principios. Es exponerse e implicarse. Exponerse e implicarse son formas de violentar la realidad que los cauces democráticos de la participación y la libertad de elección neutralizan constantemente en todos los ámbitos de la vida social. En el campo de la política es evidente. Participar es no implicarse. Esta es la base sobre la que está organizado el sistema de representación política. Pero lo mismo ocurre, de manera más sutil y engañosa, en la esfera cultural, desde el ocio masivo hasta las formas más elitistas, alternativas y minoritarias de creación artística. En muchos casos, se nos ofrecen tiempos y espacios para la elección y la participación que anulan nuestra posibilidad de implicación y que nos ofrecen un lugar a cada uno que no altere el mapa general de la realidad. Como electores, como consumidores, como público incluso interactivo… la creatividad (social, artística, etc.) es lo que se muestra, se exhibe y se vende, no lo que se propone. Lo que se nos ofrece así es un mapa de opciones, no de posiciones. Un mapa de posibles con las coordenadas ya fijadas. Tratar lo real con honestidad significa entrar en escena no para participar de ella y escoger alguno de sus posibles, sino para tomar posición y violentar, junto a otros, la validez de sus coordenadas.