Nosotros éramos nueve. Seis mujeres y tres varones.
Mi papá era argentino y trabajaba como capataz en el cultivo de la yerba mate en la zona de Misiones. Por ahí conoció a mi mamá, se casaron y se quedaron a vivir en Paraguay.
Éramos pobres, vivíamos en medio de un monte en una casita con techo de paja. Yo tenía cinco años y más o menos me acuerdo. Hasta que un día el patrón de mi papá le dijo que no quería que siguiéramos ahí. Se ve que les quería a mi papá y a mi mamá porque les ofreció una casa. Había plantaciones de uva. Venían los camiones para llevar la uva a los viñedos y nosotros la cosechábamos. Se levantaban a las cuatro de la mañana, mi mamá prendía el fuego en la cocina y le hacía el mate a mi papá y él se iba a trabajar. No era lejos, de chicos nosotros le llevábamos el desayuno y con mis hermanos nos peleábamos por quién iba porque mi papá nos daba plata, cinco guaraníes. Con mis hermanas trabajábamos en todas las cosas. Una buscaba el agua, otra barría, les dábamos de comer a las gallinas. Nunca estábamos sin hacer nada. (Elsa)
Nací en Pacasmayo, a dos horas de Trujillo. Es una zona de playa, un antiguo puerto. Hace muchos años llegaban barcos ahí. Mi papá trabajaba en una empresa del gobierno, después en una comercializadora de arroz en el área de abastecimiento, pero no recuerdo que tuviera una profesión específica. Era más cantante que otra cosa. Cantaba folclore peruano, vals. En alguna fiesta, en algún evento lo contrataban. Participó en un festival internacional, tipo Viña del Mar, en Trujillo, donde cantaron José y Paloma San Basilio y ganó en el rubro de él, música criolla. Tenía una voz media romántica, un tono muy singular. Se cuidaba comiendo claras de huevo, le hacía batir claras a mi mamá cuando tenía que cantar. Mi mamá se dedicaba a la casa y le gustaba hacer cursos, talleres de cocina, de primeros auxilios. Viví allá hasta los dieciséis años, terminé la secundaria y me fui a Trujillo. (Libby)
Yo vivía en San Juan Nepomuceno, a 400 kilómetros de Asunción del Paraguay. Para mí es el lugar único, maravilloso del mundo, porque es como... qué sé yo, es el campo, te olvidás de todo… Cuando voy me desconecto. Para otro puede ser aburrido, pero a mí me llena de paz. Por ahí me mandan fotos y me emociono. Puede parecer tonto, pero a mí me encanta ese lugar. (Paola)
La plaza huele a orina y a marihuana. Son las cuatro de la tarde de un jueves frío, 6 de junio de 2019, y el paisaje en Plaza Miserere, en el barrio de Once, en la Ciudad de Buenos Aires es este: gente caminando apurada hacia la terminal del Ferrocarril Sarmiento, gente entrando a las estaciones de las líneas A, B y H del subte, gente esperando el semáforo para cruzar las avenidas Pueyrredón, Bartolomé Mitre y Rivadavia, gente en la parada de los colectivos sosteniendo bolsas del supermercado Coto. Migrantes senegaleses vendiendo joggings deportivos o bijouterie, migrantes peruanos y bolivianos sentados en banquitos plegables vendiendo tarjetas telefónicas para llamadas internacionales. Una monja con un micrófono en la mano y un parlante leyendo oraciones de un libro religioso, una pareja besándose, un hombre durmiendo en la calle.
Con mis hermanas trabajábamos en todas las cosas. Una buscaba el agua, otra barría, les dábamos de comer a las gallinas. Nunca estábamos sin hacer nada. (Elsa).
Frente a la plaza, en la avenida Pueyrredón al 19, hay un edificio que ocupa casi toda la manzana. Fue construido en los años 20 por el arquitecto español Alejandro Christophersen para ser un mercado y frigorífico, pero luego el espacio se dividió en locales y a mitad de cuadra abrió el hotel Marcone con un centenar de habitaciones, salón de baile, confitería y una elegante terraza. En los años 90 el hotel cerró y el edificio quedó abandonado. En 2005, el entonces presidente Néstor Kirchner cedió el tercer piso a los excombatientes y familiares de la guerra de Malvinas para abrir un museo de la memoria que al final fue inaugurado en otro lugar y el segundo piso a Luis D’Elia, un dirigente social que tuvo su oficina allí hasta 2019 cuando fue preso por tomar una comisaría. Durante una década el antiguo hotel Marcone fue sede de Unidos y Organizados, de la agencia Paco Urondo, de los articultores Once Libre, del programa de radio FM La Boca, de una fábrica de cerveza artesanal, de una huerta orgánica y de un festival de murga uruguaya. Desde el 2018, además, en el segundo piso funciona una sede del Instituto Universitario Nacional de Derechos Humanos “Madres de Plaza de Mayo”.
La entrada del edificio está tapada por una persiana y solo se puede ingresar empujando una puerta de chapa semiabierta. El primer piso parece no estar habitado. En cambio, en el segundo, al que se sube por una escalera caracol, se siente olor a cigarrillo. Detrás de un mostrador de madera maciza hay un pasillo donde antes estaban algunos de los cuartos del hotel, después transformados en oficinas. En la segunda puerta a la izquierda funciona desde 2009 la Asociación de Mujeres Unidas, Migrantes y Refugiadas en Argentina (AMUMRA).
–Natividad está llegando, ¿quieren esperarla acá? –dice con acento inglés una chica que trabaja como voluntaria.
La oficina es pequeña. A un lado hay dos escritorios de metal y al otro un mueble con una colección de banderas latinoamericanas en miniatura, seis o siete banquitos, un ventilador apagado y cajas. Junto a los escritorios hay dos repisas con libros sobre migración, informes, carpetas, folletos, resmas de papel, rollos de papel de colores, termos, vasos. Hay dos archivadores con más folletos y cajas y una maceta con flores de plástico. En una pared hay fotos en blanco y negro de las marchas y actividades en las que AMUMRA ha participado y en la otra carteles. Uno de ellos dice: “¡Trabajadoras y trabajadores domésticos en el mundo: únanse!”. Otro: “Exigir el respeto a tu jornada de trabajo y vacaciones no es deslealtad a tu patrón”.
Las empleadas domésticas, migrantes en su mayoría, cobran hasta seis veces menos que el resto de las trabajadoras.
Natividad Obeso, fundadora y presidenta de AMUMRA, entra quince minutos más tarde contundente y sonora, saluda a las voluntarias, la chica inglesa, una estadounidense y una mexicana, se quita la campera y la bufanda, aunque adentro hace frío porque no hay calefacción, y se sienta en su escritorio donde enseguida prende la computadora. Sus ojos son achinados y oscuros, el pelo teñido de rubio, las manos gruesas de dedos cortos. Lleva anillos y aros. No es alta, es de contextura fuerte. Nació en la provincia de Cajabamba, al norte de Perú, estudió Contabilidad en Trujillo y trabajó como distribuidora regional de la cerveza Pilsen. Cuando habla suele ir subiendo el tono de voz hasta alcanzar el que necesitaría para dar un discurso ante una multitud. Tiene 58 años y 25 viviendo en la Argentina, adonde llegó en 1994.
–En Perú todo el mundo decía: “Vámonos a la Argentina porque allá las mujeres encuentran trabajo rápido y a nadie le piden visa”. Recuerdo que fueron casi cinco días de viaje en ómnibus, y en el camino una señora me dijo: “Voy al Sheraton de Buenos Aires”. En cambio, yo llegué a una fábrica tomada donde a la noche las ratas pasaban de un lado a otro. Había tragos, cerveza, droga. Un desastre.
Su acento peruano se conserva.
A fines de 1993, durante la época del terrorismo en Perú, en pleno conflicto entre grupos armados insurgentes y el gobierno, Natividad se enteró, gracias al jefe de policía de su pueblo, de que había una orden de captura en su contra. La acusaban de terrorista. Tras una primera indagatoria en la que se le permitió volver a su casa, decidió huir. Tramitó el pasaporte, alquiló un departamento en Trujillo para sus cuatro hijos pequeños a quienes dejó al cuidado de su madre y tomó el ómnibus rumbo a la Argentina.
En Perú todo el mundo decía: “Vámonos a la Argentina porque allá las mujeres encuentran trabajo rápido y a nadie le piden visa”.
Bolivianos, chilenos, brasileros, paraguayos, uruguayos y peruanos migraron a la Argentina desde la época de la Colonia, pero hasta mitad del siglo xx el porcentaje fue mínimo en comparación con el de los europeos. En 1914 apenas alcanzaban el 9% de los extranjeros en el país. Esa situación cambió en los años 40 con la llegada de los primeros grupos grandes de paraguayos y bolivianos y se revirtió por completo en los 90. La Argentina pasó a ser el destino regional preferido de los migrantes limítrofes y peruanos debido a la situación económica de la que escapaban y también a la paridad entre el peso argentino y el dólar que les permitía enviar remesas. En 1991 había 842 000 personas nacidas en países limítrofes y en Perú y al final de la década 100 000 más.
Bolivianos, chilenos, brasileros, paraguayos, uruguayos y peruanos migraron a la Argentina desde la época de la Colonia. / Pexels.
Fui vendedora en un almacén de artículos para el hogar que recién abría en Trujillo, aunque la sede principal estaba en Lima. Teníamos cortinas, alfombras, juegos de comedor, sillones, cuadros, plantas. Además del sueldo, recibíamos comisión de ventas. Yo era la que más vendía. Nos capacitaban, nos premiaban. Había estudiado Contabilidad en un instituto en Trujillo y trabajé en oficinas en la parte contable, pero no me convenía en lo económico, ganaba menos. Trabajé unos cuatro años en ese almacén y después renuncié. A mi marido lo conocí cuando estudiaba. Luego él se postuló a la fuerza militar, a la Armada. Enganchó y se quedó. Él me mandaba papelitos, pero yo no le di bola, le dije que no quería ser su enamorada. Pasó el tiempo y coincidimos en el casamiento de una amiga del colegio. Ahí me pidió que fuera su novia. Era muy amable, iba por mí al trabajo, me buscaba para cenar. Yo medio que lo pateaba. Después comencé a enamorarme de él y decidí casarme. El tema era cómo nos manteníamos porque yo trabajaba como contable, pero tuve un embarazo complicado, nació mi hija y me dediqué a criarla. Justo se dio que mi marido salió de la fuerza militar. Se había instalado el terrorismo en Perú y lo mandaban a comisión cada vez más cerca de la zona roja. Primero una vez por semana, después quince días, después se fue un mes. Yo me quedaba sola con la nena. Cuando volvió me dijo: yo renuncio, no quiero saber nada. Se desvinculó y con la plata de la indemnización compramos unas computadoras IBM para poner un negocio de impresión. Eran enormes, de disquetes grandotes. Pero no nos fue bien. No iba nadie. Las vendimos y él dijo: compremos un auto de segunda y me pongo de taxista. Rentable al cien por ciento no era, pero él siguió. Entonces en 1993 tuve la oportunidad de venirme para acá. Vine por la necesidad. Porque me di cuenta de que él trabajo no tenía. Mi cuñada ya había viajado con mi hermana, la menor, a trabajar en una casa de familia en San Isidro. La señora necesitaba a alguien más y me mandó a decir con ella: le envío el pasaje, decile que venga. En esa época el bus costaba 200 dólares. Y dije que sí. (Libby)
Quienes ingresaron a partir de 1991 compartían características: tenían una edad promedio de 23 años, su nivel de escolaridad era bajo, había más mujeres que hombres, muchas de ellas estaban a cargo de su familia, la mayoría viajó sin hijos con la ilusión de traerlos después, llegaban al área metropolitana de Buenos Aires, las recibía otra mujer migrante, amiga o familiar, que les ayudaba a conseguir trabajo, ese trabajo solía ser informal, sin regulación ni posibilidad de reclamo, casi siempre era un trabajo doméstico.
Quienes ingresaron a partir de 199, tenían una edad promedio de 23 años, su nivel de escolaridad era bajo y había más mujeres que hombres. Casi siempre viajaban sin hijos. / Shvets Production.
Yo me vine sola de Paraguay y, bueno, el golpe de la vida me enseñó a seguir. En Paraguay me pasaron cosas. Soy hija de una mamá soltera que en su momento se juntó con un paraguayo y yo no lo quería, pero tampoco tenía relaión con mi padre verdadero. Me vine a los quince, era una chiquita. Antes tuve una conversación con mi vieja, le dije: “Vos elegís esta vida, yo la mía”. De chiquita fui decidida. Tal vez fui muy terrible. Me vine acá, me gustó, empecé a trabajar, me instalé en la casa del cuñado de mi tío. No era como yo pensaba, como me lo dibujaron. Todos los que se venían acá decían que se vive re bien. Mentira. Ellos vivían bien, pero me trataban como un perro. Hoy me acuerdo y le cuento a mis hijas. Me tiraban una frazada en un garaje y los hijos del dueño venían con sus chicas de madrugada, entraban con el auto y me despertaban. Yo me levantaba a las siete, era un trabajo esclavo. Me hacían coser rollos de trapos de cocina hasta las nueve de la noche. No me arrepiento. De todo eso aprendí. Hoy valoro muchas cosas. También aprendí albañilería, salía con mi tío a hacer lo que fuera. Me decían que era menor y que no podía salir a la calle porque me llevaban presa. Yo tenía miedo. Después, a los diecisiete, me encontré con mi prima, le conté lo que me pasaba, me puse a llorar y entonces me dijo: “¿Te animas a trabajar en una casa?”. Le dije que sí, que no la iba a dejar mal parada. Un día agarré mi mochila y me fui, con unos patacones. Era 1992, algo así. Me vine a Retiro, bajé, no sabía qué hacer, me acerqué a un hombre, le dije que necesitaba llegar hasta Plaza Once y me indicó que tomara un colectivo. Siempre me supe manejar sola. Rezaba mucho, le pedía a Dios que me ayudara, que no me pasara nada. Me encontré con mi prima y me dijo: “Acá a dos cuadras vas a ir de niñera”. Toqué el timbre en la casa de unos judíos y me atendió una señora re bonita. (Elena)
Tenían una edad promedio de 23 años, su nivel de escolaridad era bajo, había más mujeres que hombres, muchas de ellas estaban a cargo de su familia, la mayoría viajó sin hijos con la ilusión de traerlos después, llegaban al área metropolitana de Buenos Aires, las recibía otra mujer migrante, amiga o familiar, que les ayudaba a conseguir trabajo, ese trabajo solía ser informal, sin regulación ni posibilidad de reclamo, casi siempre era un trabajo doméstico.
Tenía catorce años cuando llegué a Buenos Aires, a la casa de mi hermana en Avellaneda. Todo me parecía raro, todo muy grande. Viajamos en tren. Antes se viajaba en tren, dos días de viaje desde Misiones. Veía todo como si fuera, no sé, una cosa tan inmensa para uno que venía de un lugar chiquito. Te perdés. A mí me costó mucho acostumbrarme, buscar direcciones, andar sola. Para salir tenía que ir con alguien. Así conocí a mi marido, Bernardino, que es pa- raguayo, pero estaba acá hacía mucho y era amigo de mi cuñado. (Elsa)
Recuerdo que llegamos una tarde con mucha lluvia, mi esposo y yo. A mí me dolía dejar a mi hija en Perú, pero no podía venir con ella porque de acá no sabía nada, no conocía nada. Era un 30 de agosto. Llovía. Yo decía: ¡tanta lluvia! Mi hermana y mi cuñada alquilaron un departamento… bah, la habitación de servicio de un departamento de dos ambientes a unos paraguayos. Ellas les subalquilaron por quince días para nosotros. Igual, al otro día me tenía que ir con mis cosas a la parada del colectivo donde me esperaba la señora en auto. Más o menos la reconocí y me llevó a su casa en San Isidro. (Libby)
Soy de Paraguay. Me vine a los diecinueve años. Terminé de crecer acá, ya dejando la adolescencia. Allá vivía con el padre de mi hija, vine embarazada de mi hija más grande, yo no tenía trabajo, ni estudios, ni dinero. Él era una persona muy celosa, posesiva, y no me dejaba hacer nada. Cuando me quedo embarazada me pongo a pensar: si él es conmigo así, cuando esté la nena, va a ser peor. Mi hija fue en todo momento mi luz en todas las decisiones que tomé. No me fue bien en todas, pero las tomé por mi hija. Él era tan posesivo, tan enfermo de celos, que dije: esto va a ser un infierno para la nena. Tomé la decisión y lo dejé. Yo estaba feliz por una parte y por otra parte también un poco triste o culpable de que mi hija no iba a tener un papá. Y bueno, fue difícil, no fue fácil. Acá me quedé en la casa de una prima. Estuve un tiempo ahí hasta que nació la nena, después se me complica- ron las cosas, con el tema del trabajo y la nena. Yo buscaba trabajo de empleada doméstica, no me querían tomar en ningún lado, era chica y sin experiencia, más me ponían trabas por la nena. Tuve como diez entrevistas. Tenía que mantener a mi hija de alguna manera.
La Argentina pasó a ser el destino regional preferido de los migrantes limítrofes y peruanos debido a la situación económica de la que escapaban y también a la paridad entre el peso argentino y el dólar que les permitía enviar remesas.
Cuando la nena tenía cuatro meses nos volvimos a Paraguay, allá tampoco había trabajo y se me complicaba. Después la dejé a la nena un año con mi mamá y me volví, y también se me complicaba conseguir trabajo. Entrevista, entrevista… La segunda vez que vine fui a vivir con mi tía, una hermana de mi papá, que vivía en Parque Patricios, que ya estaba enferma, ella vivía con las hijas. Alquilábamos un lugar y vivíamos todas juntas ahí. Ya estaba preocupada porque no mandaba dinero, tuve un montón de entrevistas y no me quería tomar nadie, porque jovencita sin experiencia nadie te quiere tomar. Yo ya tenía el boleto para volverme a Paraguay y ahí me llama mi prima que es amiga de la chica que trabaja en la casa de la prima de Ema. (Paola)
A los pocos días de llegar la fábrica tomada, la presidenta de AMUMRA, Natividad Obeso, conoció a unas chicas que le recomendaron ir a un lugar donde un peruano alquilaba habitaciones por 150 dólares al mes. Pero en realidad el hombre alquilaba camas en una habitación con diez cuchetas. Ese fue su primer invierno en Buenos Aires y aún hoy lo recuerda como el más frío de su vida. Como no había agua caliente, no tenía más opción que bañarse con agua helada cada día antes de salir a vender chocolates Hamlet y turrones en la calle. Se dedicó a eso hasta que escuchó que podía anotarse en una agencia de empleo para trabajadoras domésticas en el barrio de Once.
–Ahí cocinábamos para ir aprendiendo a hacer la milanesa, los tucos, los ravioles y las pizzas. Un día sonó el teléfono y me dijeron: “¿Podés ir acá nomás en la calle Belgrano?”. Y fui. La señora me dio un balde con productos, me explicó lo que tenía que hacer y luego me dijo: “Natividad, pasame la pava”. Para nosotros, en mi pueblo, la pava es un animal. Salí al balcón a buscarla, pero no la veía. “Señora, ¿me puede dar un poquito de maíz para llamar a la pava?”, le pregunté. Y ahí la mujer me dijo de todo: “Negra peruca, sos una inútil, para qué viniste”. Entonces me fui porque yo en mi casa tenía cuatro empleadas y nunca las traté mal. Llegué a la agencia y les dije: “Yo así no trabajo”.
Como no había agua caliente, no tenía más opción que bañarse con agua helada cada día antes de salir a vender chocolates Hamlet y turrones en la calle. Se dedicó a eso hasta que escuchó que podía anotarse en una agencia de empleo para trabajadoras domésticas en el barrio de Once.
Pero en la Argentina de los 90 no había muchas más opciones para un migrante: los hombres se dedicaban a la construcción y las mujeres al trabajo doméstico. La informalidad de ambos sectores les permitía hallar un empleo siendo indocumentados.
–Todos eran irregulares –dice Natividad–. En ese momento estaba la Ley Videla y no se podía obtener documentación.
La Ley General de Migraciones y de Fomento de la Inmigración (22.439), conocida como Ley Videla, fue sancionada en 1981 en el último gobierno de facto y se extendió hasta 2004. Con excepción de una amnistía en los 90 para regularizar la situación de los migrantes limítrofes y dos convenios bilaterales con Bolivia y Perú que no tuvieron acogida debido a los muchos requisitos y a la falta de difusión, mientras la Ley estuvo vigente pasaban cosas como estas:
Los migrantes podían ser denunciados por cualquiera: un empleado público, un kiosquero, un taxista, el propietario de una pensión o una ama de casa.
Los migrantes no tenían acceso a la educación y tampoco sus hijos.
Los migrantes eran allanados sin orden judicial.
Los migrantes eran detenidos por la policía en la calle por no tener documento o residencia legal.
Los migrantes sufrían infinitas dificultades para obtener su documento: los expedientes se perdían, no había informa- ción, las notificaciones no llegaban y el costo era altísimo.
Los migrantes evitaban ir a hospitales y hoteles por temor a ser denunciados.
Los migrantes que eran denunciados enfrentaban un proceso que casi siempre terminaba con su expulsión del país sin juicio ni derecho a una defensa.
En esos primeros años, en los 90, nosotros no teníamos DNI. No había DNI, es que no se lo daban a nadie. Vos no podías alquilar un departamento, no tenías derecho a nada y por ahí la policía te paraba. No podías trabajar, tenías que arreglarte con lo que te dieran. Yo estuve, cómo decir, ilegal muchos años y perseguía mi legalidad, quería ser legal. La peleé por todos lados. […] Luego salió el tema de Patria Grande y mi empleadora de entonces me dijo: Libby, están radicando a los extranjeros. Ella averiguó, me puso en blanco y desde ahí estoy pagando aportes, creo que 2001. Lo que pasa es que a mí me quedaron muchos años en el aire porque yo vine en el 93. Entonces 94, 95, 96, 97, 98, 99 y 2000, todos esos años yo no voy a figurar en ningún lado. En esa época no había documentos, no aportabas nada, estabas en negro, pero vivías acá y trabajabas acá. (Libby)
–Natividad, ¿vos tenías documento?
–Yo no podía sacar documento. En principio porque cuando vine en el ómnibus me dijeron que no podía decir absolutamente nada porque si no la policía me iba a detener. Un día que entré a Coto a comprar un policía me jaló y me dijo: “¿Qué le pasa? Documentos”. Yo tenía mi pasaporte. Me di vuelta y le dije: “Lo dejé en casa”. “Acompáñeme a la comisaría, a Ramos Mejía”. “¿Por qué? Si vine a comprar”. “No, usted queda detenida”. “Pero le digo que le traigo mi documento, espere un momentito”. “Detenida”. “¿Y por qué estoy detenida?”. “Por disturbio en la vía pública”. “Pero si estoy entrando a Coto, por favor, se lo suplico”.
–¿Te llevaron a la comisaría?
–Sí, fuimos y me quitaron todas mis alhajas. Estuve 24 horas, me metieron en un cuartito de uno por uno, todo oscuro, en pleno invierno, sin un cartón para sentarme. Golpeé tanto la puerta que entré en crisis nerviosa. Al otro día, a la mañana, me dijeron: andá a limpiar. Me hicieron limpiar toda la comisaría y ahí me soltaron.
En esos primeros años, en los 90, nosotros no teníamos DNI. No había DNI, es que no se lo daban a nadie.
No ocurría solo en la Argentina. En la década del noventa, recién instalada la globalización, un gran número de mujeres migró a países ricos para emplearse en el trabajo doméstico. Mary Goldsmith reconstruye algunas de las rutas que siguieron:1 de América Latina a Estados Unidos y Canadá, del norte de África a Italia y Francia, de Filipinas al Reino Unido. Y también en una misma región: de Indonesia a Hong Kong, de Guatemala a México. Se fue creando la idea, escribe Goldsmith, de que las migrantes estaban destinadas a realizar ese trabajo –las filipinas limpian mejor, las peruanas son dulces, las africanas dóciles– y, aunque crecía la demanda para emplearlas, eran rechazadas como miembros de la sociedad: las arrestaban y deportaban, se burlaban de sus costumbres, no tenían acceso a la justicia y las excluían de la legislación laboral.
Natividad continuó como trabajadora doméstica cinco años más. Limpiaba una casa de 7 a 13 horas, luego otra de 14 a 18 y luego una oficina de 20 a 3 de la mañana. Hasta que un 25 de Mayo, aprovechando que era feriado y que sus empleadores habían salido a su casa quinta a las afueras de la ciudad, limpió los vidrios, hizo una repasada general y se fue un poco antes de su horario. Al día siguiente la dueña de la casa le preguntó enojada: “Peti, ¿vos viniste ayer? ¿Te fuiste antes? ¿Y quién te dijo que para las mucamas también era feriado?”.
Según el libro Trabajo doméstico,2 la contratación en los años 90 era abrumadoramente irregular. La falta de contrato no se discutía. Las condiciones laborales se acordaban sin dejar nada por escrito y el pago no incluía seguridad social ni aportes jubilatorios. El aguinaldo y las vacaciones pagas eran vistos como un acto de generosidad. Funcionaba así: la empleadora ponía las reglas y la trabajadora acataba. Pero ese 26 de mayo Natividad no acató. Se sacó el guardapolvo y le contestó: “Usted es una mentirosa, me dijo que me quería como a una hija. ¿Esta es su manera de quererme? Me voy, ustedes hacen mucha sonrisita, pero una vez que nos tienen en sus manos hacen lo que quieren con nosotras”.
Ese fue su último empleo como trabajadora doméstica.
Con el dinero que había ahorrado, abrió un locutorio sobre la avenida Corrientes, en el Once, al lado de Argenper, un courier donde los peruanos enviaban remesas.
A pocas cuadras de ahí, cada sábado, el baño de la estación del ferrocarril de Once se llenaba de trabajado- ras domésticas que se vestían y maquillaban para salir a bailar hasta la madrugada. El domingo, antes de volver a la jornada laboral, aprovechaban para llamar a sus familiares desde un locutorio y almorzar en alguno de los restaurantes de comida peruana que aún hoy existen.
La contratación en los años 90 era irregular. Las condiciones laborales se acordaban sin dejar nada por escrito y el pago no incluía seguridad social ni aportes jubilatorios. El aguinaldo y las vacaciones pagas eran un acto de generosidad.
Así era la rutina de muchas de las trabajadoras domésticas sin retiro, la modalidad de la mayoría de migrantes recién llegadas que les evitaba gastos de vivienda y transporte. Luego, cuando lograban traer a sus hijos, debían buscar un trabajo con retiro y un sitio para vivir. Gran parte de los migrantes de países limítrofes se concentraba en las villas de emergencia de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano, en pensiones y casas tomadas de los barrios porteños de Flores, Floresta, Abasto y Once. Las villas y casas tomadas eran la opción más barata, pero entrar requería contactos. Las pensiones estaban cerca de estaciones de tren y a diferencia de un alquiler formal no exigían documentación ni garantía de terceros, pero eran costosas.
En San Isidro yo trabajaba de lunes a sábado y el sábado descansaba hasta el domingo. Entonces venía a capital y me perdía. No tenía dónde dormir. A veces llovía y con mi esposo no sabíamos dónde meternos. Corríamos a los súper. Les decíamos súper, no shoppings, y nos metíamos ahí. Después mi esposo consiguió trabajo en un taller de mecánica, trabajó tres meses y el señor del taller nos alquiló un espacio al lado de donde tenía sus coches. Era un cuartito chiquito con baño, allá nos íbamos los fines de semana. Gracias a eso mi hija vino. La trajo mi suegra y luego mi suegra se devolvió sola y mi hija se quedó. Yo vine en agosto y mi hija en febrero. Habían pasado seis meses y ya sabía del trabajo por horas o con retiro. Ya no quería trabajar más con cama. (Libby)
Se fue creando la idea, escribe Goldsmith, de que las migrantes estaban destinadas a realizar ese trabajo –las filipinas limpian mejor, las peruanas son dulces, las africanas dóciles– y, aunque crecía la demanda para emplearlas, eran rechazadas como miembros de la sociedad: las arrestaban y deportaban, se burlaban de sus costumbres, no tenían acceso a la justicia y las excluían de la legislación laboral.
Pasé un año sin ver a mi hija. Fue duro para mí. Fue durísimo, pero no me quedaba otra opción porque necesitaba trabajar, porque si yo perdía el trabajo o renunciaba o me iba, después, ¿qué pasaba conmigo? ¿Empezar de nuevo todo? Para saber de la nena la llamaba a mi tía, mi tía le mandaba a decir a mi mamá que yo la iba a llamar tal día, entonces bueno, me iba y la llamaba. Yo sufría, era un palito, ni lo dulce era dulce para mí. Era todos los días pensar en mi hija, en ver cómo hacer para traerla. Y bueno, se dio. Yo le decía a Ema que la quería traer, no sé si le pedí directamente, pero le decía que la extrañaba. Yo estaba de novia con un chico muy bueno y él me incentivó para que la trajera, Ema me dijo: “Tráela”. Aceptó enseguida. Cuando fui allá para fin de año, la traje. Mi hija llegó cuando tenía dos años. La traje acá a la casa, Ema no tenía nietos y no tiene sobrinos directos. Estaban los tres hijos de ella, pero como que iban y venían. Después ya se fueron todos y nos quedamos nosotros. Se encariñaron mal con ella. (Paola)
–Las mujeres venían al locutorio y cada vez que colgaban el teléfono para mí era una puñalada en el corazón. Yo decía guau, todas tienen los mismos problemas –dice Natividad.
Pero su activismo no comenzó en el locutorio. Eran épocas electorales en Perú y el gobierno ordenó no cobrar la multa a los ciudadanos que vivían en el exterior por no haber votado los años anteriores. Sin embargo, los funcionarios peruanos en la Argentina seguían cobrándola. Entonces Natividad, que estaba al tanto de esto, fue a la puerta del Consulado, llamó a Crónica TV y exigió a los gritos que el cónsul se hiciera cargo de la situación. Ese primer triunfo la hizo sentir fuerte, útil, y junto a una abogada coterránea que conoció aquel día decidieron fundar Mujeres Peruanas en Acción. Después fundó Mujeres Peruanas Unidas y por último AMUMRA.
Es 13 de junio de 2019, 14 horas, 15 grados, llueve. La persiana del edificio donde funciona AMUMRA sigue tapando la entrada. Adentro Natividad está vestida con calzas, zapatillas, campera, el pelo recogido en una colita. Está sentada frente a su escritorio intentando comunicarse con la escribana para coordinar una fecha y firmar el libro de actas. Habla por su celular sin apoyarlo en el oído y luego lo pone en altavoz. Discute con la mujer, le pregunta por qué nunca atiende el teléfono. La escribana le dice que la semana si- guiente se va de viaje. Entonces Natividad le exige reunirse antes, le dice que está harta de esperar. Siguen discutiendo y finalmente la convence. Arreglan para el sábado.
–Hola, ya estoy con ustedes, ¿quieren un té? –dice y sin esperar la respuesta mira a una de las voluntarias y le recuerda que no pueden darle la contraseña de wifi a todo el mundo. Le pide que doblen los folletos.
–Que las chicas trabajen por favor, mamita –le dice.
AMUMRA es una asociación civil conformada por mujeres migrantes y refugiadas de varias nacionalidades. Empezó en 2001 con un grupo de madres peruanas, la mayoría trabajadoras domésticas, que se juntaban en la casa de Natividad con una causa en común: que sus hijos tuvieran un documento de identidad para poder ingresar a la universidad pública. Muchas de esas mujeres y otras que se fueron sumando se convirtieron en activistas por la aprobación de la Ley de Migraciones de 2003, la Ley General de Reconocimiento y Protección al Refugiado de 2006 y el Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares, Ley 26.844 de 2013. Hoy AMUMRA da información y asistencia a las personas que llegan al país y tienen dificultades para tramitar su documento, sufren discriminación o violencia de género y organiza carpas itinerantes en barrios de la ciudad de Buenos Aires y el conurbano para promover los derechos de las trabajadoras domésticas y difundir las leyes que protegen a los migrantes. En su página web ofrece la posibilidad de donar o de ser voluntario y desde 2012 recibe aportes del Fondo de Mujeres del Sur, una fundación que consigue recursos para organizaciones que trabajan por los derechos de las mujeres y personas LBTIQ+ en Argentina, Uruguay y Paraguay.
Cuando Natividad empezó a luchar por la salida de una nueva ley de migraciones ya había obtenido el estatus de refugiada, vivía con sus cuatro hijos en un departamento tipo casa que alquilaba en la calle Jufré en el barrio de Palermo y acababa de regresar de Sudáfrica a donde había sido invi- tada por el gobierno argentino para participar en una conferencia sobre discriminación racial.
–Era 2002. Nosotras sabíamos cuándo discutían el proyecto de la Ley de Migraciones, entonces íbamos a la Cámara de Diputados y mirábamos qué legislador estaba de acuerdo y cuál no. A veces nos quedábamos dormidas, pero el de seguridad nos conocía y nos decía: señoras, terminó la sesión. Entonces yo corría a ver al diputado que había votado en contra y le preguntaba: “Señor, ¿cómo se apellida usted?”. Si no tenía un apellido argentino le decía: “Usted es hijo o nieto de un migrante, ¿por qué está en desacuerdo con la aprobación? Nosotros no somos delincuentes, somos gente buena”.
Por esos días, Natividad y sus compañeras organizaron tres movilizaciones frente a la Casa de Gobierno y lograron que el presidente Néstor Kirchner las recibiera.
–El año legislativo se terminaba y la ley no salía, así que le pregunté al presidente: “¿Cómo se va a aprobar si ya estamos en noviembre?”. Él nos dijo que no nos preocupáramos y no nos mintió. La verdad fue un hombre que nos ayudó mucho. Fue el único que dio dignidad a los migrantes.
La nueva Ley de Migraciones (25.871) se sancionó en el Congreso el 17 de diciembre de 2003. A contramano de la Ley Videla y con la legislación de otros países que reciben un número alto de migrantes, en esta la migración es considerada un derecho humano y desde entonces pasan cosas como estas:
Los migrantes tienen derecho a la obtención legal de una residencia.
Los migrantes tienen derecho a trabajar bajo las mismas leyes laborales que los argentinos.
Los migrantes tienen derecho a un documento nacional de identidad
Los migrantes tienen derecho a ser admitidos como alumnos en un establecimiento educativo público o privado.
Los migrantes tienen derecho a la salud y a la asistencia social.
Los migrantes tienen derecho a que el Estado les dé información gratuita y en un idioma que puedan entender.
Los migrantes tienen derecho a la reunificación con sus padres, cónyuges e hijos.
Los migrantes tienen derecho a una asistencia jurídica gratuita y a la de un intérprete en caso de denegación de su entrada, retorno a su país o expulsión del territorio argentino.
En 2004, 12 000 personas procedentes de Asia, África, Latinoamérica y Europa del Este lograron resolver su situación migratoria. Y en 2006, gracias al Programa Nacional de Normalización Documentaria Migratoria, llamado Patria Grande, se regularizaron entre 700 000 y 1 000 000 de nacionales de la región del Mercosur que vivían en la Argentina.
De acuerdo con el informe de la OIT Migraciones laboales en Argentina, en 2011 el 89% de los trabajadores migrantes logró tener su DNI. Sin embargo, el 67,4% de ellos trabajaba de manera informal.
El informe lanza una duda: si la mayoría de migran- tes tenía un documento, ¿por qué continuaba trabajando sin protección laboral? “Un migrante sudamericano posee mayor probabilidad de insertarse en un trabajo informal que un argentino”, concluye. Esa probabilidad aumentaba –y aumenta– si es mujer, si su nivel educativo es bajo y, sobre todo, si es trabajadora doméstica.
En 2019, 41,8% de las trabajadoras domésticas en la Argentina es migrante, 27,4% proviene de otra provincia y 14,2% de países suramericanos.3
Un migrante sudamericano posee mayor probabilidad de insertarse en un trabajo informal que un argentino. Aún más si es mujer, si su nivel educativo es bajo y si es trabajadora doméstica. / Quang Nguyen / Pexels.
Los paraguayos habían migrado a las provincias fronterizas con la Argentina desde 1940, pero en los años 50, debido a la dictadura de Alfredo Stroessner que recién empezaba, al quiebre de la economía y a la desigualdad social, cambiaron el rumbo hacia el Gran Buenos Aires. Su objetivo fue el mismo en los 90 (cuando la migración redujo en un 6% el número de habitantes en Paraguay), y en el 2000: conseguir un trabajo. El 90% de quienes salieron en esa década quería tener un empleo. Pocos poseían educación completa, la mayoría llegaba de Asunción y de la ciudad fronteriza de Encarnación y su lengua materna era el guaraní. En 2001 había 323 000 paraguayos en la Argentina, lo que los convertía en la colectividad más numerosa. Más de la mitad eran mujeres y más de la mitad de esas mujeres eran trabajadoras domésticas. Sebastián Bruno lo llama un mandato laboral.4 Bruno escribe que quizás eso, sumado al prejuicio que vincula ciertos rasgos étnicos a trabajos subalternos, in- fluenciara en la creencia que aún se mantiene de que todas las trabajadoras domésticas son paraguayas. Falso. En 2001 la mayoría de las migrantes paraguayas eran trabajadoras domésticas, pero la mayoría de las trabajadoras domésticas no eran paraguayas, sino migrantes de las provincias del norte argentino.
AMUMRA es una asociación civil conformada por mujeres migrantes y refugiadas de varias nacionalidades. Empezó en 2001 con un grupo de madres peruanas, la mayoría trabajadoras domésticas, que se juntaban en la casa de Natividad con una causa en común: que sus hijos tuvieran un documento de identidad para poder ingresar a la universidad pública.
–Las mujeres paraguayas fueron las primeras que ingresaron a la Argentina y son mucho más sumisas y son mucho más... ¿cómo diríamos la palabra? Son las que soportan más. Acá vienen colombianas, dominicanas, peruanas, venezolanas, pero la mayoría es paraguaya. Tienen menor grado de instrucción, primaria incompleta, porque hay mucho analfabetismo en Paraguay. Las trae algún familiar que les consigue trabajo, encuentran un cuarto o algo y empiezan a armar su red de contención– dice Natividad.
Sobre la migración interna se sabe que, a diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos o en Europa, en la Argentina el peso de las extranjeras en el sector doméstico es menor porque hay mujeres nativas en condiciones de pobreza dispuestas a encargarse de esas tareas. Se sabe que antes partían del campo y que desde los años 80 la migración sucede entre ciudades. Se sabe que más del 50% de las trabajadoras domésticas se concentra en el Gran Buenos Aires y que de ellas la mitad se emplea en la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, en las regiones noreste y noroeste 12 y 10 de cada cien mujeres son trabajadoras domésticas.
A los trabajadores de ascendencia indígena que llegaban del norte del país se los llamaba “cabecitas negras” y el mismo nombre fue utilizado, desde 1940, para los migrantes limítrofes. Esa marca racial tiene su raíz en la esclavitud y la colonización, escriben Débora Gorban y Ania Tizziani,5 y fue empleada para establecer la distancia entre la clase alta y un otro subordinado, africano o indígena, al que se le atribuyó el rol de servir.
Acá vienen colombianas, dominicanas, peruanas, venezolanas, pero la mayoría es paraguaya. Tienen menor grado de instrucción, primaria incompleta, porque hay mucho analfabetismo en Paraguay.
Aún hoy la comunidad paraguaya es la más numerosa del país y la que más trabajadoras domésticas aporta al sector.
Yo cuando estoy triste escucho la música de mi país. La guaraña, principalmente, me gusta. Hay muchas guarañas muy lindas. Nosotros casi todos salimos por falta de trabajo y los poetas escriben mucho sobre la gente que se fue, que extraña, que se quiere volver. Hay una guaraña que se llama Noches del Paraguay, esa es la música que me gusta escuchar cuando estoy sola y triste y tengo nostalgia. Uno no se olvida del país. Yo no me olvido. Como le digo a mi hija; mi cuerpo está acá, pero mi corazón está allá. A la tardecita, cuando está lindo el día, me acuerdo. Unas ganas de estar allá tengo. Uno no se olvida de sus raíces, es imposible. A pesar de que yo llegué acá antes de cumplir quince años. Me faltaban no sé cuántos meses para cumplir quince años y ya estaba acá. (Elsa)
Yo soy del campo, el campo es lo más. Hay personas que les gusta más la ciudad, a mí, si me decís el campo o la ciudad, te digo mil veces el campo. En diciembre íbamos a ir todos juntos porque a Ema le gustan los animales, pero después Jorge se enteró y también quería ir, así que dije que no había problema, pero en la fecha que habíamos elegido Jorge tenía cosas para hacer y a Ema le dio pena dejarlo. Iríamos a lo de mi mamá, sí, yo creo que Ema va a disfrutar un montón. Le gustan los animales, el campo. El que va a sufrir un poco es Jorge, no le va a llamar la atención… Aunque por ahí estando allá se inspira para otro libro… Yo les dije: si a los chicos, los nietos de Ema, los padres les dan permiso, llevemos también a los chicos. (Paola)
Esta tarde, además de Natividad, en la oficina de AMUMRA están las tres voluntarias y dos hombres senegaleses. Al día siguiente tienen turno en la Dirección Nacional de Migraciones y necesitan ayuda para escribir una carta en español en la que cuenten a los funcionarios cómo ingresaron al país y por qué están aquí. Luego entrará otra persona, otra y otra más y AMUMRA se llenará de gente.
La voz de Natividad se impone cuando cuenta su historia y los que esperan a ser atendidos la escuchan curiosos.
–En 2010 decidí volver a Perú. Estaba cansada de toda la violencia institucional que había recibido y la causa por terrorismo que tenía allá se había cerrado. Luego mi hijito, que me extrañaba mucho, me fue a buscar a Perú y lo mataron. Le metieron un cuchillo en la médula y lo tuve once meses en terapia intensiva, cuadripléjico. En ese lapso entregué AMUMRA a mis compañeras y por ellas me enteré de que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner había enviado al Congreso un proyecto de ley para las trabajadoras domésticas. En 2011 regresé a la Argentina con mi hijo porque acá me decían que había mejor atención. Pero falleció. Tenía 29 años y estaba en cuarto año de arquitectura.
Quizás para animarla, sus antiguas compañeras le ofrecieron volver a la presidencia de AMUMRA y luchar por la nueva ley que se estaba debatiendo.
–Queríamos que las mujeres tuvieran licencia por maternidad, por enfermedad, si moría el marido o la hija. Queríamos vacaciones, aguinaldo, horas extras pagas, obra social. Queríamos todo. Volvimos a hacer muchísimo lobby en Senadores y en Diputados. Otra vez hasta las doce de la noche, una de la mañana en el Congreso hablando con todos, preguntando por qué no aprobaban la ley, si todos ellos tenían empleadas en sus casas.
A los trabajadores de ascendencia indígena que llegaban del norte del país se los llamaba “cabecitas negras” y el mismo nombre fue utilizado, desde 1940, para los migrantes limítrofes.
Según el informe de la OIT,6 “hasta 2013 el estatuto especial que regía la actividad del servicio doméstico desde 1956 presentaba un carácter discriminatorio”. Las trabajadoras domésticas no tenían derecho a una licencia por maternidad, aunque casi todas ellas fueran mujeres, tampoco a vacaciones, aguinaldo, licencia por enfermedad ni a una indemnización como sí tenía el resto de los asalariados amparados por la Ley de Contrato de Trabajo.
Finalmente, el Régimen Especial de Contrato de Trabajo para el Personal de Casas Particulares (Ley 26.844) se sancionó el 13 de marzo de 2013. En uno de los folletos que distribuye AMUMRA en sus carpas itinerantes y que hoy las voluntarias doblan en la oficina, se ve el dibujo de una mujer sonriente con una escoba en la mano y un texto que dice:
“Ni muchachas, ni sirvientas, ni chicas, ni mucamas: ¡trabajadoras de casa particular migrantes y refugiadas! Hoy tienes las llaves de tus derechos. ¡Sin nosotras no se mueve el mundo!”. “¿Conoces la ley? ¿A qué trabajadoras protege? –se lee más abajo–: a las trabajadoras con cama, con retiro, y por horas que prestan tareas para uno o varios empleadores. ¿Cuáles son los derechos que garantiza la ley?: un salario justo, aguinaldo, jubilación y obra social. La jornada no podrá exceder las 8 horas diarias. Un día feriado o fin de semana deberá cobrarse como extra. Las vacaciones serán pagas a partir de la cuarta semana de trabajo. La licencia por maternidad será de 45 días antes y 45 después del parto, totalmente remunerada. En caso de despido el empleador pagará una indemnización que se duplicará cuando se trate de una relación laboral no registrada o en negro”. Y en la última página dice: “Infórmate ¡En AMUMRA te esperamos!”.
Según el informe de la OIT, “hasta 2013 el estatuto especial que regía la actividad del servicio doméstico desde 1956 presentaba un carácter discriminatorio”.
Mariela Pisano es abogada laboral y desde 2018 trabaja ad honorem, en AMUMRA. Todos los miércoles atiende de 15.30 a 18.30 en una oficina al lado de la de Natividad a tra- bajadoras domésticas que provienen generalmente de Perú, Paraguay y Colombia. Ellas suelen ir en busca de asesora- miento legal tras ser despedidas para saber cuánto dinero les corresponde por los años trabajados.
–Lo que hago es contactarme con la empleadora para intentar llegar a un acuerdo porque así el trabajador cobra más rápido y porque los juicios en el Tribunal de Trabajo para el Personal de Casas Particulares son muy largos–cuenta Pisano por teléfono desde su casa.
Las historias se repiten. Que el empleador echó a la tra- bajadora, pero le pide que renuncie como condición para llegar a un acuerdo. Que el empleador le comunica que no puede pagarle más, le da dinero por las últimas horas tra- bajadas y le dice que le avisa cualquier cosa, aunque haya estado uno o quince años con la misma familia.
Ni muchachas, ni sirvientas, ni chicas, ni mucamas: ¡trabajadoras de casa particular migrantes y refugiadas! Hoy tienes las llaves de tus derechos. ¡Sin nosotras no se mueve el mundo!”
–Los empleadores aún hoy tienen la sensación de que es una chica que va a su casa, no una trabajadora con derechos. No están acostumbrados a blanquearlas. A veces escucho cosas como “Te pagué el pasaje a Perú y ahora me venís a reclamar”. Hay mucha manipulación, mucho engaño, decirles que por ser extranjeras no las pueden poner en blanco, por ejemplo.
La Ley 26.844 no distingue entre trabajadoras migrantes y argentinas, aunque exige que la situación migratoria esté regularizada. Pero Natividad recuerda:
–A algunas les hemos sacado el turno para Migraciones diez veces y las diez veces nos dicen que su patrona no les dio el día. ¿Qué patrona?, les digo. No hay más patrona. Se terminaron los patrones. Para ellas pedimos lo mismo que para las argentinas: que los empleadores las pongan en blanco.
En 2013 se registraron 386 000 trabajadoras domésti- cas de las cuales 67 000 eran migrantes. Ese año el trabajo doméstico no registrado alcanzó el 79,8% –más que en ningún otro en el país– que, sin embargo, representó una sutil mejora respecto al 91,3% de 2003. Hoy la cifra de re- gistro sigue sin superar el 30%.
–Creo que hace falta un proyecto de fiscalización porque a veces, cuando echan a las trabajadoras, ellas no tienen cómo demostrar que trabajaron ahí. No tienen testigos, una vez que se fueron ni siquiera el portero les habla. Entonces deberíamos poder avisarle a la Secretaria de Trabajo: mire en esta casa... –dice Natividad cuando se le pregunta sobre la situación de las trabajadoras domésticas después de la ley.
Los empleadores aún hoy tienen la sensación de que es una chica que va a su casa, no una trabajadora con derechos.
–¿Pero quién se ocuparía de hacerlo?
–La Secretaría de Trabajo con organizaciones y algún representante de la sociedad civil. La idea es ir a una casa donde sepamos que hay una trabajadora en condiciones irregulares, esperar a que salga, abordarla. Así podemos saber realmente si esa trabajadora está mal paga, delicada de salud o cualquier otra cosa.
Mientras que el proyecto de fiscalización no sea deba- tido y aprobado, AMUMRA sigue difundiendo la ley, aún desconocida por muchas trabajadoras domésticas. En las carpas itinerantes, de boca en boca, y en ocasiones Natividad también sale en televisión. Pero su principal herramienta es su celular.
–Mirá: TCP despedidas, TCP Ezeiza, TCP Barrio Fátima, TCP Villa 31. Tenemos como diez, quince grupos de WhatsApp de Trabajadoras de Casas Particulares y les mandamos información porque la mayoría no puede venir hasta acá.
Su lista de WhatsApp muestra que tiene muchos mensajes sin leer. Natividad elige uno y dice:
–Por ejemplo, hoy una trabajadora nos escribió: “Buen día, una consulta, ¿Alguien me informa cómo y dónde puedo sacar mi visa y pasaporte para entrar a los Estados Unidos?”. En la oficina de AMUMRA continúan las tres voluntarias, los dos hombres senegaleses y tres personas más. Son las seis de la tarde y como ya no hay espacio adentro, del otro lado de la puerta se formó una fila de gente.