Profesora de educación física, Carolina Dunn fue a ver un partido de Los Espartanos, la fundación que busca a través del rugby reinsertar a presos en la sociedad.
Dunn jugó con ellos y salió de la cárcel con ganas de hacer lo mismo pero con mujeres. Era 2016 y organizó las cosas como para superar la burocracia y lograr que ellas también jugaran rugby.
En terrenos precarios, sin césped y con suelo desnivelado y poceado, poco después de aquel partido de hombres convocó a detenidas para armar el equipo femenino en la Unidad 47 de San Martín, al norte del conurbano bonaerense.
El primer paso estaba dado. Sin estado físico acorde, más de una pensaba en abandonar cuando le faltaba el aire y había que correr, pero les gritaba que no, que no valía darse por vencida y que había que seguir. Y ellas tomaban aire y seguían. Y siguen.
Uno de los mejores días que vivieron Las espartanas fue cuando salieron de la cárcel para jugar un amistoso ante las chicas de Banco Hipotecario.
Acá es cuando aparece en escena la escritora Agustina Caride. Que no viene del palo del deporte, pero al final se convirtió en el tercer ojo de Las Espartanas. Lo que vio y escuchó lo escribió para un libro cuyo título es ¡Vamos las pibas! - Las Espartanas, el primer equipo de rugby de mujeres en prisión (Editorial Marea).
Caride supo de Los Espartanos en un asado. Pensó que podía ayudar dando un taller de escritura o de lectura. Pero en 2021, cuando la pandemia había aflojado, “con barbijo y alcohol en gel”, entró al pabellón femenino 2 de la Unidad 47 dispuesta a contar la historia de Las Espartanas. Y escribió casi 200 páginas que son más que deporte.
“Ellas como protagonistas y yo como una simple compiladora de sus historias. Ellas, las que dejan todo en la cancha”, presentó su libro ya entrado 2024.
Además de Dunn y Caride, la historia se completa con más mujeres. Algunas viven en celdas. A otras se las conoce como celadoras y son quienes deberían cuidarlas. Imposible que no se genere cierta hermandad. También, ciertas broncas. En la celda, escribirá Caride, las chicas parecen convertirse en un mero apellido. A Catalina, cuyo verdadero nombre ninguna conoce, le dirán Caty pero le quedará “la Álvarez”. “El modo que tienen las encargadas de llamar a las internas”, describirá Caride. A través al rugby, son más que un mero apellido.
“Fui creyendo que iba a construir las historias y al final terminé yo deconstruyéndome. Me fui simplificando. Desde algo tan banal como la vestimenta que pensaba ponerme cada lunes ‘para no ostentar’. Entré con la ansiedad de conocerlas y terminé revisando mi propia historia. Les he llevado pinturas, plantas para decorar. Y me iba con algo de adentro, desde el olor a cigarrillo, el frío en invierno, la música que seguía sonando por el volumen con que escuchan la cumbia”, le recuerda a Viva.
Del “¿qué habrán hecho para estar ahí?” del primer día, Caride empezó a sentirse como invitada a esas fiestas de cumpleaños en la que no se conoce a nadie. Eran dos horas cada encuentro entre mates y bizcochos y paciencia: sabía que en algún momento alguna rompería el hielo. Y así fue.
Los saludos se volvieron más efusivos, los mates ya no amargos sino dulces como le gustaban a ella y el té bien caliente en el invierno. “Ese gesto mío del primer día, como si necesitara colgarme la cartera cruzando la tira, terminó en el gesto de dejarla olvidada arriba de un banco, de decirle a una que me alcanzara el celu o que buscara una birome. ¿Dónde? Ahí, en la cartera”.
Según informa la Fundación Espartanos desde su página web, el porcentaje de reincidencia con este programa ha llegado al 5 por ciento, en tanto que entre aquellos que no participan de la propuesta se registró una reincidencia del 65.
En cuanto a las chicas, algunas consiguieron empleos formales tras recuperar la libertad. Hay quienes, incluso, trabajan en paradores en los que se ayuda a gente en situación de calle. Según la misma fuente, el programa de Los Espartanos se expandió hasta llegar a 60 penales en 16 provincias. Casi mil presos y presas fueron capacitados para distintas profesiones y 100 de ellos tienen empleo. En las cárceles, los detenidos desterraron una creencia: que el rugby es sólo un deporte de hombres.
Uno de los mejores días que vivieron Las Espartanas fue cuando salieron de la cárcel para jugar un amistoso en el San Fernando Rugby Club ante las chicas de Banco Hipotecario. El triunfo más importante no estuvo en el marcador (ganaron el primero 10 a 2 y el segundo 20 a 11) sino en el famoso tercer tiempo. En otra ocasión, fueron visitadas y entrevistadas por un canal de televisión dedicado al deporte. Sus quince minutos de fama fueron una manera de alcanzar una felicidad inesperada.
Caride las acompañó a otro partido, en Tigre. Le recuerda a Viva: “El día que jugaron un partido fuera del penal hubo tres que quisieron ir al baño, y tuvo que acompañarlas una guardia. Yo caminaba detrás de ellas, y era verlas como cuatro amigas, solo que una llevaba un arma colgada del cinturón. Pero se reían, charlaban como si estuvieran en un entretiempo, o tercer tiempo. Eso me impactó. Creo que ese tipo de relación creció gracias a ser Espartanas, al deporte que de alguna manera iguala a todos”.
Caride supo de Los espartamos en un asado. Pensó que podía ayudar con un taller de escritura.
Esa vez, al escuchar la arenga previa supo que le dejaban servido el título para su libro: “Estaban sus familiares, amigos, hijos. Fue muy emotivo verlas correr, abrazarse con los seres queridos. Llevaban la camiseta con el orgullo de saber que iban a mostrarse, a dar un espectáculo. Habían hecho un círculo, la entrenadora estaba en el medio dando las últimas indicaciones. Y entonces, una aplaudió y gritó lo que terminó en título: ‘Vamos las pibas’. Y agregó ‘carajo’”.
“Aprendí a no prejuzgar. Entendí los beneficios de un deporte en equipo, los valores que pueden transmitirse y aprenderse desde un juego cuando se juega limpio. Aprendí, también, que no soy especial. Ahí adentro ellas me sacaron ese ‘ego de escritora’. Yo era una más. Y sin lugar a dudas valoré la vida, la libertad, el lugar privilegiado en el que nací y crecí. Yo me fui de casa a los 25 años casi echada por mi viejo y eso, que en mi vida se volvió una tragedia, al lado de sus historias era un mundo de algodón perfumado. Hasta me daba vergüenza compartir ‘mis problemas’”, suelta Caride.
Y agrega: “Algo que no sabía del rugby es que lo puede jugar cualquiera. Es decir, hay un puesto para distintos tipos de personas. Podés ser bajo o alto gordo o flaco, torpe o hábil, rápido o lento. Por otro lado, era un deporte del que no conocían nada, ni una regla. Empezar era empezar no solo de cero, sino todas en el mismo nivel. Eso es ya una gran metáfora de muchas cosas en sus vidas. Ahí, donde hay que cuidar que no te roben las remeras o las zapatillas, donde está la líder, la tontita, la piola, de pronto eran iguales con iguales oportunidades. Cada una fue encontrando dónde destacarse, qué ofrecer.
Ser parte de un equipo también dice mucho: es aprender a convivir, a entender que cada movimiento que hagan beneficia o perjudica al resto, leamos ‘resto’ como sociedad”. Ahora que su historia está en las librerías, Caride recuerda cómo empezó todo para ella. Las barreras físicas del Servicio Penitenciario, la puerta de alambre tipo gallinero, un muro, otra puerta pero de hierro, los pasillos y los candados.
“Detrás de todo eso, ellas”, dice. “Barreras que ponemos entre seres humanos. No me olvido de que por algo están presas, pero la pregunta es ¿cómo salir de ahí sabiendo que existen tantas trabas? Es decir, salir salen, el problema es ¿qué las espera afuera? ¿Una segunda oportunidad? ¿Los que vivimos de este lado, estamos dispuestos a dar segundas oportunidades? ¿O vamos a seguir poniendo barreras?”