-En el epílogo de “Ciudad Princesa” usted habla de la importancia de la palabra libre: “Es para mí el meollo de la filosofía, lo que le da sentido dentro y fuera de las aulas. Pero la palabra libre es también la condición fundamental de la vida colectiva en todas las dimensiones, cultural, ética, política y también festiva”. ¿Qué es y cómo se ejerce la palabra libre?
—Es una buena manera de empezar. Problematizar esta libertad tantas veces invocada y tantas veces vaciada de contenido. La frase sitúa muy bien lo que es este desafío de lo que implica hacernos libres. Entender que la libertad no es una propiedad privada ni un atributo solamente del individuo, sino que es algo que hacemos y nos damos colectivamente. Somos libres si nos hacemos libres unos a otros, unas a otras, a partir de las maneras en que política, social, éticamente y también a través de la cultura y la educación forjamos las condiciones para esta libertad. Son tanto condiciones materiales de vida como condiciones simbólicas, culturales y políticas. La libertad es una propiedad común y no una propiedad privada.
—¿Tampoco seremos libres del coronavirus si no es en conjunto?
—En conjunto y con justicia. La respuesta a la presencia del virus del coronavirus entre nosotros solo puede ser colectiva: el confinamiento y la investigación científica lo son y lo fueron. Debe serlo también la respuesta de los sistemas sanitarios, tanto locales como globales. La pregunta es si es una respuesta colectiva pero desigual y con efectos de mayor desigualdad o colectiva para contribuir precisamente a mayor igualdad en todos los aspectos. Igualdad en el acceso a los tratamientos, en las condiciones para poder relacionarse con los distintos grados de confinamiento y con lo que será o está siendo el acceso a las vacunas. De momento reproducen de nuevo el acceso al mapa de las desigualdades globales. Son cosas que deben hacernos pensar. La respuesta tiene que ser colectiva, pero con justicia y creando condiciones para la igualdad. “La respuesta a la presencia del virus entre nosotros solo puede ser colectiva.”
—En un reportaje como este, la diputada del Partido Popular Cayetana Álvarez de Toledo dijo que “la derecha debe dar una batalla cultural contra la superioridad moral de las izquierdas”. ¿La izquierda es más moral que la derecha?
—Es tramposo creer en una política que no contuviera una ética. Una moral es un sistema de valores determinado. Hay muchos tipos de morales. Tanto en la filosofía como en la vida pública y colectiva hay una disputa constante entre sistemas morales. Una política de izquierdas tal como la entiendo está dispuesta a la crítica constante de sí misma en función de unos criterios de justicia, de igualdad y de libertad. Más que una moral, debe consistir en una ética radical. No tanto tener un código de valores cerrado, una moral establecida, sino estar dispuesta siempre a partir de la pregunta cómo queremos vivir, a partir de qué valores, como problemas a elaborar de forma compartida, y siempre crítica. Eso es para mí una actitud de ética radical, más que una posición moral de código cerrado, que es lo que tuvo siempre la política de derecha: una concepción de la moral muy fuerte, muy cerrada y muy rígida.
—¿Cómo definiría la diferencia entre ética y moral? Moral también puede tener la mafia.
—Moral es cualquier sistema de valores establecido que rige determinados comportamientos colectivos. En la historia de la humanidad y de Occidente hay muchos tipos: religiosa, política, cultural. Hay sistemas morales absolutamente autoritarios y los hay también más abiertos. La pregunta ética radical es sobre cómo queremos vivir, una pregunta que nos interpela y nos convoca a todos, siempre abierta a la crítica. Ahí es donde la tensión entre la ética y la moral abre otro campo de juego.
—¿La ética es el estudio de las distintas morales y elegir cuál es la mejor?
—De algún modo, sí. Y esto, que podría parecer solamente al alcance de los filósofos o los intelectuales que pueden tener este tipo de debates, nos incumbe a todos, en todos los niveles y estratos. En la medida en que decidimos, nos comprometemos, tomamos opciones de vida y que lo hacemos con otros que conviven con nosotros, estamos actuando éticamente desde esta pregunta no resuelta. Es una discusión que también tiene lugar de forma práctica cada día. Ahí es donde el juego de la ética se convierte en una situación compartida.
—En la película “Solos en la madrugada”, casi un símbolo de la apertura democrática española, se cuenta la historia de un programa de radio y en algún momento se escucha un anuncio publicitario en el que el locutor dice: “Sea de derechas”. Ser de derecha era casi una curiosidad en aquel momento. ¿Qué era ser de derechas en los 70? ¿Qué significa serlo ahora?
—Hay muchos matices, en cada sociedad, cada país, cada contexto. La historia es cada vez más global, pero también hay tradiciones muy concretas. La Argentina tiene la suya, muy específica. España también tiene la suya, con cuarenta años de dictadura fascista. En la experiencia sobre la que puedo reflexionar, puedo decir que crecí en un momento de transición política hacia la democracia en España en el que parecía que todo el mundo se había vuelto de centro. Cuando era jovencita todo el mundo era de clase media y de centro. —Todo el mundo se autopercibía de esa manera.
—Era el lugar que había que ocupar en el tablero del juego discursivo. Es obvio que no era así, pero ese era el lugar. Los extremos se tenían que borrar. Esa ficción discursiva quizás se está disolviendo. Se habla mucho de polarizaciones, no solo en España, no solo en la Argentina, en todo el mundo. También en Estados Unidos. No sé si es una nueva polarización o es más bien una tensión de realidades políticas que existían. Una nueva tensión de estas realidades políticas que no toman la misma forma que en los 70. Había posiciones muy claras vinculadas a ideologías muy concretas, de extrema izquierda, de extrema derecha, de centro. Pero de algún modo hoy las ideas políticas se van convirtiendo en extremas. Extremadamente a la defensiva de sus posiciones y autorreferenciales. La polarización actual consiste un poco en eso: autorreferencia del discurso, de las redes, de los conceptos. Y esto provoca una nueva tensión política, poco ideológica y muy verbal, muy verborreica. Es difícil analizar cuáles son las estructuras que sostienen cada posición.
—¿Cuál es el espacio de participación en la sociedad de los filósofos? ¿Hay un ágora en la sociedad contemporánea?
—Estamos en un momento en el que hay un renovado interés por la filosofía. Quizá en la Argentina hubo un interés más sostenido en el tiempo. En España no fue siempre así. Tiene que ver con el carácter problemático de nuestro presente. Vivimos en tiempos inciertos. La incertidumbre forma parte de la vida humana. Nuestro presente es altamente problemático. Se presenta como un problema constante. Es muy difícil imaginar recorridos del futuro que no sean amenazantes. Futuros para muy pocos. Ahí, cuando vuelve el problema, retorna la filosofía, no solo la respuesta técnica. Estábamos más acostumbrados a recurrir a los economistas, los ingenieros, los biólogos. Ahora tenemos sanitaristas y epidemiólogos que nos ayudan a entender qué puede pasar. Pero parte de la experiencia de las crisis recientes económica, climática, ahora sanitaria, nos mostraron que no hay un solo lenguaje científico desde el que responder a los problemas de nuestro tiempo. Necesitamos relacionar muchos paradigmas, parámetros, variables, conceptos y lenguajes. Esto es algo en lo que la filosofía ayuda mucho. No porque tenga el paraguas para todo, sino porque lo específico de la filosofía es trabajar a partir del problema, para elaborarlo mejor y a partir de ahí encontrar soluciones.
—¿Qué pueden enseñarles los filósofos a los políticos? ¿Hay algún libro de filosofía que deberían leer sí o sí los políticos?
—Soy de la idea de que hay que mantener la distancia entre la filosofía y el poder. Del poder fáctico, establecido. Otra cosa es el poder que tenemos cada uno de nosotros en tanto participamos de la vida social y colectiva. Es otro tipo de poder. Respecto al poder establecido, siempre es sana y necesaria una distancia que haga que quienes ejercen esos roles sean quienes se tengan que mover. El pensamiento crítico no tiene que pasar en la Corte. No tiene que pasar en los salones hablando de reyes, en los pasillos del poder. Tiene que pasar en otros lugares que los griegos antiguos llamaban ágora. Quiere decir, la calle, ahí donde estamos todos fuera de nuestros roles sociales. Encontrarnos ahí. Inventamos otros lugares para ello: las aulas, los espacios de las instituciones culturales. Podemos multiplicar este sentido abierto de la calle, del ágora, del espacio de encuentro en el que nos despojamos de nuestros atributos de poder para hablar a partir de esta palabra “libre”.
—¿Cuál es su perspectiva sobre la mirada de Antonio Gramsci respecto del intelectual y su relación con el poder?
—Esta distancia no la entiendo desde una posición deudora de esa imagen también muy peligrosa del intelectual en su torre de marfil. Es una idea de compromiso capaz de cartografiar sus espacios. No aceptar de entrada que el compromiso es participar de las instituciones ya existentes sino precisamente ayudar. El intelectual comprometido en ese tránsito que Gramsci establecía también entre los mundos que están por venir y aún no vemos. Con ese mundo nuevo que parece monstruoso porque no lo tenemos aún lo bastante cerca y porque siempre entraña peligro. Ese trabajo de taller, de ensayo, de prueba y error, es el lugar del compromiso de los intelectuales, de los maestros, de los artistas, de toda la gente que trabaja con esos materiales comunes.
—Escribió que “en casi todas sus acepciones y tradiciones, la crítica tiene algo que ver con la idea de mostrar o iluminar algo que no vemos: una verdad escondida, unas condiciones de posibilidad, una contradicción, una irracionalidad, lo intolerable, los límites de lo que somos”. ¿Se trataría de tomar una posición kantiana de la razón o de invitar o promover alguna forma de acción a través del pensamiento?
—Yo estaría en un Kant contra Kant. La filosofía crítica kantiana nos deja una pista muy interesante que por ejemplo Michel Foucault desde la filosofía contemporánea retoma. La crítica no se puede contentar con ser la emisión de un juicio acerca de las cosas. Cuando pensamos en la crítica, muchas veces pensamos en que consiste en decir si algo es bueno o malo. Lo hacemos en la crítica cultural, por ejemplo acerca de una película, y también en la crítica social. Eso no es crítica, es juicio. La crítica es otra cosa. Es esa tarea que se ocupa de mostrarnos los límites de cada paradigma, representación, visión del mundo o concepto que manejamos. Nos muestra esos límites y también nos puede permitir desplazarlos o interrogarlos; preguntarnos quién los puso. Es un arte de los límites que es a la vez un efecto de visión y de transformación. El “contra Kant” sería cuando este arte de los límites aspira a ser normativo, a realmente cerrar o fijar. Es lo que pretendía Immanuel Kant con sus tres críticas; cuáles son esas condiciones de posibilidad para una razón que quiera realmente aspirar a la certeza. Ahí es donde Kant hace de este pensamiento crítico la base de una propuesta de orden, de ordenación. Hay que llevar la crítica hasta el final, hasta la crítica de sí misma. Hay que pensar que esos límites están ahí para poder ser no solo constatados y reconocidos sino transformados y desplazados y subvertidos.
—¿En qué sentido la crítica es una teoría liberadora? ¿Por qué lo opuesto es el encantamiento? En uno de sus textos usted rescata la idea de Foucault acerca de que la crítica implica pensar lo correcto más allá de las abstracciones.
—Lo contrario sería la posición crédula. La credulidad como modo de estar en las cosas puede ser muy ignorante. Es la de los que no accedieron a un determinado nivel de conocimiento, pero también es la de los que están arriba de todo el sistema de conocimiento. Cuánta gente de nuestros sistemas académicos, intelectuales, culturales, es altamente crédula en el sentido de que no cuestiona sus propios paradigmas de conocimiento. Credulidad es dar por bueno algo que no vamos a cuestionar. No es la creencia; la creencia es otra cosa. La creencia es una adhesión fuerte a una determinada persona. Puedo creer mucho, como en una institución, una idea abstracta. Una adhesión fuerte que se sabe convicción, adhesión. Credulidad es el no cuestionar. La crítica tiene que empezar por uno mismo. Hay que volver a mirar para no dejarse encantar.
—¿La banalidad del mal se vincula con esa posición cómoda en la que no hay esfuerzo cognitivo?
—Sí, sería una concreción de esta credulidad. En la época en la que Hannah Arendt estableció este término tenía que ver con cómo se habían comportado determinados funcionarios, personas y la sociedad en general. Todo un sistema que había funcionado dentro de la banalidad del mal. Un sistema de obediencia, de no mirar, de hacer lo que te corresponde, lo que te mandan. Hoy en día toma muchas formas. Por ejemplo, cuando hablamos de fake news. De este consumo a la carta de las informaciones y opiniones que más cómodos nos dejan. Hoy tenemos a nuestro alcance muchas formas de dudar. Quizás no podemos investigarlo todo, pero sería fácil no quedarse con una primera mirada sobre las cosas. Nos vamos quedando banalmente crédulos atados a eso que en el fondo nos confirma esa visión del mundo que más nos deja en nuestro lugar.
—Usted escribió, y le voy a leer textualmente: “Tras la caída del comunismo como horizonte de la transformación social se ha hablado mucho del triunfo del capitalismo, pero si observamos el estado real del mundo hoy mismo, incluso en su apariencia más superficial, es evidente que el triunfo del capitalismo no es un verdadero éxito”. ¿Prestamos más atención al fracaso del socialismo que al del capitalismo global?
—Es muy interesante como en pocas décadas cambió tanto el discurso acerca de ese fin del comunismo, a un socialismo y la victoria del capitalismo. Los que vivimos la llamada caída del Muro sabemos que simbólicamente implica la clausura de la bipolaridad del comunismo como alternativa al capitalismo, aunque en términos históricos no fuera exactamente esto. Hubo un cambio en lo que supuso en términos de debate y de discusión política, geopolítica y también filosófica. La terminología del éxito estaba muy presente. Ganó el capitalismo, porque el comunismo acabó cayendo, no fue competitivo respecto de las promesas. Una victoria que después de años de guerra fría se explicaba en términos distintos a lo que hubiera sido una victoria bélica directa, pero que era eso: un relato de éxito. Treinta años después es muy curioso cómo cada vez esta terminología del éxito está menos presente. Este mismo sistema que había vencido y ganado por su propia capacidad de sostenerse, de mantenerse y de ofrecer promesas de vida al conjunto del mundo, se nos muestra bajo otros aspectos: devastación climática, problemas de recursos, desigualdades crecientes, fronteras cada vez más rígidas, mucha violencia en forma bélica y no bélica, también de conflictos sociales. Toda esta gran casuística da un retrato de un mundo que ya no se puede legitimar a sí mismo por sus conquistas. Un sistema que se basa en el “¿y si no qué?” mientras va provocando más y más destrucción de vidas humanas y no humanas y de expectativas de futuro de las grandes poblaciones. Puede durar mucho, como duran las agonías. Cabe preguntarle qué lo mueve. Por eso ganan los discursos y los relatos y también las narraciones y las series y las películas del no futuro, las distopías. Imaginarios que también son muy antiguos en nuestra cultura, que vuelven en forma ya no de castigo divino sino de autodestrucción humana.
—Usted también, en su libro “Ciudad Princesa”, hace una descripción del compromiso político que había en los 90, una vez caído el Muro de Berlín. ¿Qué quedó de ese espíritu de los 90, de esa discusión ideológica donde todavía se podía plantear que no había una única alternativa?
—Es una buena pregunta, porque no solo estamos en un después del después de todos estos movimientos, sino en un después confinado. La percepción concreta de lo que pueden ser los desarrollos o las transformaciones de todos los movimientos que entre finales de los 90 y principios de los 2000 sembraron revoluciones posibles están hibernados, están de algún modo contenidos, confinados e invisibilizados. Es interesante dar un pasito atrás, ya no hacia los 90 o 2000, sino hacia lo que estaba pasando en otoño de 2019 antes de que llegara este confinamiento global. Teníamos unos movimientos feministas que siguieron activos a pesar de los confinamientos. Unos movimientos por el clima de base muy joven en todo el mundo cambiando los lenguajes y las formas de organizarse. Teníamos unas redes de apoyo mutuo tanto locales como transnacionales, por el tema migratorio en América Latina de Sur a Norte, todo lo que han movilizado y lo que han articulado a su alrededor, pero también en nuestro Mediterráneo. Son los desarrollos, las continuidades que se transforman con el recrudecimiento de cada uno de estos problemas desde la violencia patriarcal hasta la migratoria, y que están recogiendo todos los lenguajes, semillas y deseos de los movimientos anteriores, quizás de una forma más dolorosa. Hay un dolor contenido muy grande. El daño sobre los cuerpos es mayor y esa sensación de no futuro. Eso compromete. Durante el confinamiento todos estos movimientos y sus formas de afecto, de lenguaje, de solidaridad, han estado vivos. Hubo redes de alimentos, apoyo mutuo en los barrios, donde ya había formas de organización previas que a lo mejor se han multiplicado y se han desplazado y han aparecido nuevos sujetos. Es un sustrato. Pero en los mundos que vienen todos estos rastros serán muy importantes.
—En esta misma serie, el filósofo Jean-Luc Nancy marcaba la necesidad de pensar lo común de las personas como una especie de un nuevo comunismo vinculado a la idea de lo singular plural. ¿Se puede pensar una suerte de comunismo ontológico más que ideológico?
—Toda la filosofía que se centró en pensar no tanto el comunismo como patrón ideológico sino eso que se ha ido llamando lo común o la vida en común apunta a esa condición ontológica. Quiere decir eso que nos permite ser, no en el sentido de definirnos sino de persistir, de seguir siendo, de desarrollarnos, de crecer en el sentido también spinozeano de la palabra, esta persistencia, ese deseo de ser en común. Yendo en cada situación de conflicto, de necesidad, pero también de transformación, a eso que nos vincula, descubriremos que esos vínculos no siempre hay que inventarlos, como hemos heredado de las concepciones políticas más constructivistas, sino que tendremos que ir al encuentro de eso que nos constituye. Lo que nos constituye son vínculos materiales, corporales, físicos, alimentarios, productivos, pero también culturales, simbólicos, afectivos y sociales. ¿Qué hacemos con eso? Eso sería este comunismo ontológico.