Marea Editorial

Matrimonio Igualitario: por qué se transformó en la principal bandera del movimiento gay

Un adelanto de “El fin del armario”, del periodista y doctor en Estudios del Lenguaje Bruno Bimibi, del que Editorial Marea acaba de lanzar la segunda edición ampliada y actualizada en formato ebook. El libro ya fue publicado en Argentina, Brasil, Perú, España, y sale en los próximos meses en Portugal y México. El autor, como secretario de relaciones institucionales de la Federación Argentina LGBT, fue uno de los encargados de la estrategia política que llevó a la aprobación de la Ley el 15 de julio de 2015. Aquí, el capítulo que busca esa respuesta: "Hannah Arendt y el matrimonio igualitario"

Desde que la ley de matrimonio igualitario fue aprobada en Argentina y publiqué mi primer libro, Matrimonio igualitario, contando cómo lo conseguimos -porque hoy parece algo obvio, pero en 2007, cuando lanzamos la campaña, parecía imposible, una locura-, me han invitado a dar charlas y talleres para hablar de esa historia en distintos lugares del mundo y ayudé incluso a organizar la campaña por el matrimonio igualitario en otros países de América Latina. Algo se repite siempre. Una de las primeras cosas que me preguntan en cada reunión, charla o debate es por qué el matrimonio; por qué esa reivindicación se transformó, en buena parte del mundo, en la principal bandera del movimiento gay e, inclusive, LGBT. Para responder a esa pregunta, me gusta recordar un viejo texto de la filósofa Hannah Arendt, titulado Reflexiones sobre Little Rock. Partiendo de una imagen, publicada en los diarios de la época, que mostraba a una niña negra saliendo de la escuela, perseguida por una turba de niños blancos y protegida por un amigo blanco de su padre, Arendt analiza la repercusión de la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos que acabó con la segregación entre blancos y negros en las escuelas y, aun reconociendo su importancia y obvia justicia, la considera una manera equivocada de enfrentar el racismo. La decisión acababa con la segregación por la fuerza, pero los niños y niñas «de color» que comenzaban a integrarse a escuelas que antes eran para blancos sufrían más violencia y humillaciones, educándose en territorio enemigo, rechazados por los demás alumnos y sus familias. El caso de los nueve de Little Rock, que da lugar al título del artículo, muestra la dimensión del conflicto: el 24 de septiembre de 1957, el presidente Dwight D. Eisenhower tuvo que enviar tropas militares a esa ciudad, capital de Arkansas, para escoltar a nueve estudiantes negros, para que pudieran entrar al Central High School, donde debían estudiar junto a 1.900 alumnos blancos cuyas familias rechazaban su ingreso. Una niña negra había sido linchada por un grupo de blancos por tratar de entrar a la escuela. Entre insultos e intentos de agresión, los niños fueron escoltados por guardaespaldas y el colegio fue rodeado por mil soldados para que pudieran entrar por primera vez. Arendt señala que una encuesta de otro estado, Virginia, revelaba que el 92 por ciento se oponía a la integración escolar (el artículo no aclara si encuestaron a blancos y negros o sólo a blancos, y esa duda dice mucho sobre el clima de la época) y el 65 por ciento estaba dispuesto a renunciar a la escuela pública para evitarla. «Mi primera pregunta fue: ¿qué haría yo si fuese una madre negra? En ninguna circunstancia expondría a mi hijo a condiciones que darían la impresión de querer forzar su entrada en un grupo en el que no era deseado [...]. Si yo fuese una madre negra del Sur, sentiría que la decisión de la Corte Suprema, involuntaria pero inevitablemente, colocó a mi hijo en una posición más humillante que aquella en la que ya se encontraba antes», dice Arendt. El error, para la filósofa, fue la reivindicación elegida para ganarle la batalla al racismo. La prioridad, dice, debería haber sido otra: el matrimonio. Expliquemos el contexto. Hasta el fallo Loving v. Virginia, dictado el 12 de junio de 1967 por la Corte Suprema de Estados Unidos, en dieciséis estados norteamericanos –entre ellos, Arkansas y Virginia– era ilegal que una persona de piel negra se casara con otra de piel blanca. Apenas siete estados nunca lo habían prohibido: Minnesota, Wisconsin, Nueva York, Connecticut, Vermont, New Hampshire y New Jersey, y los primeros en permitirlo habían sido Pennsylvania (1780) y Massachusetts (1843). El resto fue cayendo como en un dominó, hasta aquellos últimos dieciséis a los que la Corte tuvo que darles el empujón final. Como sucede ahora en distintas partes del mundo con el matrimonio gay, el matrimonio entre negros y blancos era considerado antinatural e inmoral y su prohibición era justificada también con fundamentos religiosos, como lo prueba el siguiente fragmento de una sentencia que avaló la prohibición, citado por la jueza Gabriela Seijas en el histórico fallo que autorizó por primera vez un matrimonio civil entre dos hombres en Argentina, en 2009: «Dios Todopoderoso creó las razas blanca, negra, amarilla, malaya y roja, y las colocó en continentes separados. El hecho de que Él separase las razas demuestra que Él no tenía la intención de que las razas se mezclasen» (sentencia de 1966 de un tribunal de instancia del estado de Virginia). En 1998, una carta publicada por la Universidad Bob Jones (de Carolina del Sur), de orientación cristiana y conservadora, decía que «Dios ha separado a las personas por un propósito» y que «pese a que no existe verso en la Biblia que dogmáticamente estipule que las diferentes razas no deberían casarse entre sí, todo el plan de Dios como él lo ha diseñado para las razas a través del tiempo indica que el matrimonio interracial no es el mejor para el hombre». Sí, en 1998. La lista de estados norteamericanos que nunca prohibieron el matrimonio interracial o estuvieron entre los primeros en abolir la prohibición se asemeja a la de los pioneros en la legalización del matrimonio gay, como Massachusetts, primero en abolir la segregación matrimonial de los homosexuales (2004) y segundo en abolir la de los negros (1843). Según una encuesta de Gallup realizada en 2013, el 87 por ciento de los estadounidenses aprueba los matrimonios interraciales. Pero, de acuerdo con la misma encuestadora, apenas el 4 por ciento los aprobaba en 1958 y fue recién en 1991 que la mayoría, por 48 a 42 por ciento, dejó de oponerse a que una persona blanca pudiera casarse con una persona negra. Un dato que habría que tener en cuenta cada vez que algún político demagógico de América Latina asegure que el matrimonio igualitario debería resolverse mediante un plebiscito. Los derechos humanos de las minorías no se plebiscitan (parece mentira que haya que explicarlo) y la historia da lecciones sobre cómo serán recordados quienes se oponen a ellos. Los alumnos de las escuelas del futuro leerán en clase de Historia la carta del ahora papa Bergoglio llamando a la guerra santa contra el matrimonio igualitario en Argentina y sentirán lo mismo que hoy sentimos al leer un panfleto del Ku Klux Klan sobre los negros. Arendt escribió Reflexiones sobre Little Rock en 1958, casi diez años antes de Loving v. Virginia, cuando los derechos matrimoniales de los negros eran tan cuestionados como lo son hoy los de los homosexuales. Sostenía que acabar con la prohibición del matrimonio interracial debería ser la prioridad de la lucha contra la segregación racial en EE.UU.: El matrimonio igualitario fue aprobado durante la madrugada del 15 de julio del 2010 El matrimonio igualitario fue aprobado durante la madrugada del 15 de julio del 2010 El derecho a casarse con quien uno quiera es un derecho humano elemental comparado al cual son minucias el derecho a frecuentar una escuela integrada, el derecho a sentarse donde uno quiera en un autobús, el derecho a entrar en un hotel, una zona de recreo o lugar de diversión independientemente de la piel o de la raza. Incluso los derechos políticos, como el derecho al voto y casi todos los demás derechos enumerados en la Constitución, son secundarios frente a los derechos humanos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad proclamados en la Declaración de Independencia; y a esta categoría pertenece incuestionablemente el derecho al hogar y el matrimonio. Cuando la Federación Argentina LGBT decidió lanzar, en 2007, una campaña nacional por el matrimonio igualitario, lo hizo no sólo por la importancia de los derechos materiales que el matrimonio reconoce (herencia, pensión por viudez, patria potestad compartida de los hijos, adopción conjunta, seguridad social, derechos migratorios, beneficios impositivos, etc.), que sin duda eran importantes para miles de personas, sino fundamentalmente porque el debate social que traería la posibilidad de ruptura de la exclusividad heterosexual del matrimonio era fundamental para derrotar la hegemonía del discurso homofóbico. Lo que se puso sobre la mesa no era sólo una disputa por el derecho a casarnos, sino la oportunidad de producir un cambio radical en la percepción social sobre la homosexualidad y otras diversidades de índole sexual; un cambio cultural que también cambiaría, como consecuencia, las relaciones sociales que nos colocaban en un lugar parecido al de esos nueve niños negros de Little Rock. Nuestros matrimonios son, hoy por hoy, una fiesta a la que van todos. En ese sentido, el debate de la ley fue más importante que la ley. Y la estrategia política y comunicacional de la Federación sirvió para que fuese así. Desde el primer día, cuando fuimos con María y Claudia al registro civil de la calle Montevideo para que les dijeran que no se podían casar y poder llevar el reclamo a los tribunales con un recurso de amparo, con el que esperábamos llegar a la Corte Suprema, todo fue pensado para instalar el debate en la sociedad. Elegimos el día (14 de febrero, día de los enamorados), la forma de hacerlo (teatralizando en el propio registro civil una escena nunca antes pensada en Argentina, que mostraba la posibilidad del casamiento entre dos mujeres), las protagonistas (no fue casual que las primeras fueran dos mujeres y no dos hombres, y que fueran ellas, porque hacía falta que se tratara de activistas con formación, bien preparadas para representarnos en los medios), y elegimos ir simultáneamente a la justicia, al Congreso y al poder ejecutivo, presionando a la vez a los tres poderes del Estado, aprovechando el contexto político que el kirchnerismo había instalado y buscando a los medios de comunicación y los referentes públicos, sobre todo del arte y la cultura, como aliados. Todo tenía una razón de ser. El primer paso, sin embargo, fue mucho antes de que María y Claudia salieran en vivo y en directo, casi en cadena nacional, reclamando su derecho a casarse en un registro civil de Buenos Aires. Antes pasamos meses estudiando, elaborando estrategias, organizándonos. Estudiamos cómo había sido el debate en los demás países, recopilamos y clasificamos todos los argumentos en contra (para lo cual leímos transcripciones de sesiones de los parlamentos de otros países, diarios extranjeros, sentencias judiciales, documentos del Vaticano y de Iglesias evangélicas o universidades católicas) y preparamos respuestas claras, concisas y didácticas a cada uno. Armamos una guía de preguntas y respuestas. Nos entrenamos para el debate, porque no podíamos perderlo, y planificamos cada acción de la campaña pensando en cómo generar empatía, impacto mediático, identificación de diferentes públicos y mostrar que quienes se oponían a nuestros derechos no tenían argumentos, sino apenas odio y prejuicios. Buscamos aliados por izquierda, centro y derecha, hablando con todos y explotando las contradicciones entre gobierno y oposición, y también buscamos aliados en las diferentes religiones y estudiamos un poco de teología, derecho, historia, psicología, lingüística y todo lo que hiciera falta, para tener una respuesta para todo. Cuando el debate se instaló en la agenda pública, pasó lo que tenía que pasar, que no hubiese pasado si el eje hubiese sido otro y no el matrimonio (lo que no pasa en Brasil con la criminalización de la homofobia, por ejemplo, tema sobre el que volveremos). Durante meses, los diarios y noticieros hablaban todos los días sobre el tema, la gente hablaba en la cola del colectivo o del supermercado, en el trabajo, en la escuela, en la cena familiar. Parejas de gays y lesbianas iban a la televisión, políticos de todos los colores eran obligados a posicionarse, y lo mismo hacían artistas, periodistas y otros referentes sociales. El tema apareció hasta en algunas telenovelas y nosotros mismos colaboramos con los guionistas. Era casi imposible vivir en Argentina y no tener opinión sobre el matrimonio gay, que ya había dejado de ser gay para, en una resignificación muy importante, ser una reforma que transformaría la institución del matrimonio en igualitaria. Mientras eso sucedía, miles de gays y lesbianas de todas las edades y clases sociales salían del armario con sus familias, vecinos, compañeros de estudio o de trabajo; inclusive con todo el país, yendo a defender la ley a la televisión. Nunca tanta gente salió del armario en tan poco tiempo y nunca tanta gente –sobre todo, tantos jóvenes– empezó a militar en alguna organización LGBT o fundó una donde no la había, sobre todo en las provincias más clericales, porque había llegado el momento de hacer historia y había una lucha relacionada con su identidad sexual –que quizá nunca hubiesen pensado en términos políticos– que los convocaba y los hacía sentir parte. Era ahora o nunca. Votación en el Senado de la ley del Matrimonio Igualitario (Télam) Votación en el Senado de la ley del Matrimonio Igualitario (Télam) Volvamos a Arendt. Cuando critica la manera en la que EE.UU. resolvió la integración racial en las escuelas, la filósofa resalta el concepto de orgullo, pero lo hace partiendo de una situación negativa. «Aquellos niños, obligados a integrarse en un grupo que no los deseaba, fueron heridos en su orgullo de forma mucho más lesiva que cuando estaban segregados porque –dice Arendt–, psicológicamente, la situación de no ser querido (una situación típicamente social) es más difícil de soportar que la persecución abierta (una situación de carácter político), porque se ve afectado el orgullo personal.» Aclara que no se refiere al «orgullo» de ser negro, judío, o lo que fuese, sino al «sentimiento innato y natural de identidad con lo que somos en virtud del nacimiento». Cuando Arendt escribió ese artículo faltaban once años para que los sucesos de Stonewall –de los que hablaremos más adelante– dieran nacimiento al «orgullo gay». Sin embargo, me parece interesante analizar cómo esa forma de combatir el racismo –que producía, como efecto colateral, una profunda lesión del orgullo de aquellos niños y sus familias– contrasta con la reivindicación del matrimonio, en la que el orgullo personal y familiar se coloca como elemento central y empodera a miles de gays y lesbianas que no eran activistas, llevándolos a salir del armario para poder hablar y defenderse en primera persona. El debate público de la ley de matrimonio igualitario movilizó a miles de personas a favor y en contra y ocupó un lugar protagónico en el escenario político y mediático del país durante meses. A nadie le pasó inadvertido y muchos que jamás habían pensado en ello, o que tenían sólidos prejuicios, se formaron una opinión que quizá jamás habrían imaginado. El silencio era aliado del prejuicio, y empezamos a hablar en voz alta. Lo que cambió luego de todo eso fue mucho más que una ley. Hoy en día hay una percepción social diferente sobre la diversidad sexual. Ello no significa que no haya más homofobia, ese proceso es mucho más lento, pero se redujo brutalmente y, sobre todo, se volvió políticamente incorrecta. Los homofóbicos están empezando a encerrarse en el armario como antes lo hacíamos los gays y el sentido común ahora está, en muchos más ámbitos sociales, de nuestro lado. La diferencia entre el modelo impulsado por el movimiento LGBT brasileño, que defendió durante muchos años una ley para encarcelar a los homofóbicos (la llamada «criminalización de la homofobia»), y el modelo adoptado en Argentina y otros países (la lucha por el matrimonio igualitario) es enorme: en vez de usar el Código Penal para punir a los homofóbicos, optamos por convencerlos de que estaban equivocados y disputar la hegemonía de ese «inconsciente colectivo» que los hacía sentirse confortables en su posición y a nosotros nos condenaba a agachar la cabeza. Y muchos de ellos, ahora, vienen a nuestra fiesta de matrimonio, porque se convencieron de que estaban equivocados, y bailan borrachos el carnaval carioca con la tía y la abuela que años atrás votaban a Álvaro Alsogaray. O, si no se convencieron, al menos se callan la boca, porque está mal visto ser homofóbico. El caso brasileño merece una atención especial. La criminalización de la homofobia implica no solo el agravamiento de penas para los crímenes de odio, que es razonable en un país donde más de trescientas personas LGBT son asesinadas cada año por su sexualidad, sino también penas de prisión para la injuria y la discriminación homofóbicas. Y la mayoría del activismo –sobre todo los más ligados al PT [Partido de los Trabajadores], que no hizo nada relevante por nuestros derechos en diez años de gobierno– defiende esa bandera como la más importante, como si fuese a solucionar todos los problemas. En 2019, el Supremo Tribunal Federal, ante la omisión del Parlamento, decidió que la homofobia debía ser tratada como crimen, como un subtipo específico de racismo. El abogado que llevó el caso al tribunal, Paulo Iotti, es mi amigo, y sus argumentos jurídicos son brillantes. No tengo dudas de que, como me decía Paulo –y los jueces le dieron la razón–, no podía darse a la homofobia un tratamiento diferente al que la constitución y la ley prevén para el racismo, porque sería establecer jerarquías inadmisibles. Sin embargo, no creo que el derecho penal sea la solución para ninguno de los dos casos. Lo hemos conversado muchas veces. En mi opinión, es un error político que se haya elegido la criminalización como bandera, al menos por dos razones. En primer lugar, porque, en vez de elegir como eje una pauta afirmativa, que reivindique el orgullo de nuestra comunidad, movilice esperanzas de conquista de derechos, sea capaz de generar empatía en la población mayoritariamente cisgénero y heterosexual, y pueda reivindicar valores positivos como igualdad, libertad, dignidad, respeto; en vez de todo eso, la criminalización de la homofobia encara el problema de forma inversa: es una pauta negativa. La campaña argentina se basó en la convicción de que, en definitiva, cualquier persona, de cualquier orientación sexual, puede entender por qué otros y otras quieren casarse y puede sentirse identificado con una pareja del mismo sexo, porque cualquier persona, sea cis o trans, sea homo o hétero, ya se enamoró alguna vez y pensó en casarse. En vez de defender derechos para sí, en Brasil se reclamaron puniciones, castigos para otros. No se podía argumentar, como nosotros decíamos: «Si nosotros ganamos, nadie pierde y seremos todos mejores.» En un ejercicio retórico deshonesto, pero muchas veces efectivo, los fundamentalistas religiosos reivindican «libertad de opinión» y «libertad de creencias» para no ser punidos por sus conductas homofóbicas. Aunque parezca mentira, ellos terminan colocándose en un hipócrita lugar de víctimas perseguidas por no aceptarnos. En segundo lugar, combatir la homofobia con el derecho penal es ineficaz, inútil y equivocado. Como activistas de derechos humanos, sabemos eso. Sabemos cómo funciona el sistema penal y a quiénes selecciona para castigar, y sabemos que la amenaza punitiva no disuade, porque si fuera así, las altísimas penas para el homicidio harían que las personas dejen de matar. Sabemos que en Brasil las cárceles están llenas de jóvenes (el 52 por ciento de los presos tienen entre 18 y 29 años), negros y mestizos (57 por ciento) y, en general, pobres. Y si la homofobia es criminalizada, quien irá preso por decirle a otro «puto de mierda» será quien encaje con ese perfil. No van a ir a la cárcel los multimillonarios pastores evangélicos fundamentalistas que salen por televisión, ocupan asientos en el Congreso y fueron aliados de Dilma Rousseff, después de Michel Temer y más delante de Jair Bolsonaro, ni los obispos católicos que pregonan la homofobia en sus misas, sino algún joven negro y pobre de una favela que insultó a un gay blanco de clase media. Bruno Bimbi, como secretario de relaciones institucionales de la Federación Argentina LGBT, fue uno de los responsables de la estrategia política que llevó a la aprobación de la Ley el 15 de julio de 2015 (Foto: Ana Portnoy) Bruno Bimbi, como secretario de relaciones institucionales de la Federación Argentina LGBT, fue uno de los responsables de la estrategia política que llevó a la aprobación de la Ley el 15 de julio de 2015 (Foto: Ana Portnoy) Como activistas de derechos humanos (que siempre nos opusimos a la criminalización del aborto, a la criminalización del consumo de drogas, a la baja de la edad de imputabilidad penal y a todas las facilistas consignas de «mano dura» del discurso demagógico punitivo), no podemos ser tan hipócritas de archivar nuestras convicciones, de forma corporativa, cuando lo que está en discusión es algo que nos afecta a nosotros. Como les digo siempre a mis amigos brasileños: ¡menos Hobbes y más Gramsci! Lamentablemente, en Brasil son pocos los que se animaron a decir esto y contradecir el discurso histórico del movimiento. Mi amigo y compañero Jean Wyllys siempre lo dijo, casi en soledad dentro del movimiento (aunque no está solo en la sociedad), e impulsó también la campaña por el matrimonio igualitario (que ya conquistamos en la justicia y es legal en todo el país, pero aún falta incluir, con todas las letras, en el Código Civil, provocando el debate social que una mera decisión judicial no alcanza para generar). El movimiento se encerró en sí mismo y parece ignorar los cambios de época. Y eso me recuerda lo difícil que fue decir «matrimonio» en Argentina, cuando quienes tenían la marca registrada de la putez (y sólo de la putez, porque las letras L y T estaban de adorno en la sigla LGBT) llevaban años diciendo «unión civil». Fue difícil, porque sabíamos de entrada (porque ya había pasado en España y otros países) que en algún momento la Iglesia católica (en off the record) y la derecha (explícitamente) empezarían a defender la unión civil, como un mal menor para impedir el matrimonio entre homosexuales. Y la tentación sería grande, porque las necesidades materiales de las parejas que llevan muchos años de convivencia eran muchas: algunos dirían «aceptemos esto, o nos quedamos sin nada», y los sectores políticos que navegaban por el medio, tratando de quedar bien con dios y el diablo, verían en la unión civil una salida para no comprometerse con la discusión de fondo. Hubo que decirle al gobierno y a la oposición (yo recuerdo habérselo dicho al entonces ministro Aníbal Fernández, que siempre fue uno de nuestros aliados, en una reunión en la Casa Rosada), que, si el Congreso aprobaba una ley de unión civil, nosotros la impugnaríamos judicialmente y llegaríamos hasta la Corte Suprema para declararla inconstitucional por segregacionista y discriminatoria. No había plan B. Y para que no lo hubiera, era necesario que estuviera claro que no era sólo una disputa por el derecho a casarnos, sino la oportunidad de producir un cambio radical en la percepción social sobre la homosexualidad, es decir, disputar valores, derrotar la hegemonía del discurso homofóbico. Qué ves cuando me ves. Y la unión civil no servía para eso, porque, aunque nos reconociera algunos derechos civiles, o inclusive todos («todos» era improbable, y el proyecto de unión civil aprobado por la comisión presidida por Liliana Negre de Alonso en el Senado lo demuestra), continuaría trazando una frontera entre dos clases de ciudadanos: homosexuales, por un lado; heterosexuales, por el otro (uno de los proyectos de ley, del senador de la Unión Cívica Radical Luis Petcoff Naidenoff, hacía esa distinción de forma explícita). Sería una versión empeorada de la doctrina «iguales pero separados», que sirvió para que los negros tuvieran que sentarse en los asientos de atrás de los colectivos hasta que Rosa Parks dijo no. Era matrimonio o nada. Y falta algo más. Dije también al principio que el matrimonio se transformó, en buena parte del mundo, en la principal bandera del movimiento gay «e, inclusive, LGBT», y esta última precisión merece una explicación. Cuando, con un pequeño grupo de activistas que podía contarse con los dedos de la mano, empezamos a planificar la campaña por el matrimonio igualitario tomando mate en la casa de María Rachid, muchos dijeron que estábamos locos, que era imposible, que jamás lo íbamos a conseguir. Algunos dijeron, también con malicia, que sabíamos que no lo íbamos a conseguir (beijinho no ombro, como canta Valesca Popozuda), que éramos oportunistas que queríamos salir en los diarios. Otros nos criticaron porque el matrimonio «es una institución burguesa y patriarcal» y nosotros queríamos «normalizarnos» (imaginen esa misma crítica a las parejas interraciales que, en los Estados Unidos de mediados del siglo pasado, lucharon por su derecho a casarse, y verán cuán estúpida es). Pero también hubo algunos pocos que decían que el movimiento LGBT debería preocuparse por cuestiones más urgentes, como el derecho a la identidad de género de las personas trans. Esa crítica sí valía la pena, era honesta y merecía ser considerada, porque, aunque la Federación impulsó desde el primer día ambas leyes (matrimonio e identidad de género), hubo una decisión política de dar la batalla por el matrimonio primero. Esa decisión no obedecía a ningún tipo de jerarquización interna al movimiento, ni de la idea de que el matrimonio fuese más importante que la ley de identidad de género, sino a la convicción, discutida con el segmento T de la Federación, de que era estratégicamente más conveniente dar primero la batalla con que podíamos producir ese cambio cultural –porque, por diversas razones que tienen que ver con la posición diferenciada que homos y trans ocupan en el mapa de las opresiones y de la alteridad de la sociedad contemporánea, era más fácil generar empatía, conseguir que muchos heterosexuales se identificaran con nuestro reclamo, atraer la atención de los medios de comunicación, involucrar a más sectores sociales y políticos–, y ello facilitaría, después, conquistar el resto de las leyes con menor dificultad. En España había sido así y aprendimos la lección. La experiencia demostró que fue un acierto. La imagen de la presidenta Cristina Kirchner entregando a un grupo de trans sus nuevos documentos de identidad en la Casa Rosada y pidiendo perdón en nombre del Estado por cadena nacional era inimaginable pocos años atrás. Vale reconocer que gran parte de ese mérito es, sin duda, de la propia expresidenta, que hizo más de lo estrictamente necesario, porque entendió la trascendencia simbólica, política e histórica de ese acto, pero si llegamos hasta ahí y si pudimos convencerla fue porque antes habíamos ganado la batalla cultural del matrimonio igualitario, que era mucho más que una discusión sobre casarse. Argentina tiene hoy la ley de identidad de género más avanzada del mundo, y el movimiento trans de diferentes países la toma como base para redactar proyectos en otras lenguas. Y esa ley, que pocos años atrás no habría sido siquiera considerada en una reunión general de un partido de centroizquierda, fue aprobada por unanimidad en el Senado, la más conservadora de las instituciones de la República. Negre de Alonso, senadora del Opus Dei y exponente de la derecha más cavernícola, luego de haber llorado en la sesión en que se aprobó el matrimonio igualitario, prefirió faltar al debate de la ley de identidad de género para no ser la única que votase en contra. Y muchos que, como ella, no estaban de acuerdo en el fondo de su corazón, tragaron saliva y votaron «sí» porque no les quedaba otra, porque no querían perder votos. ¡Porque el comportamiento de los electores también había cambiado! Argentina avanzó en pocos años lo que a menudo cuesta décadas y hasta el ex arzobispo Jorge Bergoglio, que ahora es papa, prefiere olvidarse de cuando llamaba a la «guerra santa» contra el matrimonio gay y decía que era un plan del demonio para destruir la creación de Dios. Los malabarismos retóricos que el papa argentino hace para –sin cambiar nada concreto ni mover una coma en el perverso catecismo homofóbico de la Iglesia católica ni en su repulsiva doctrina sobre el matrimonio y la familia– dar a entender que ahora son más buenitos y no nos odian tanto –quién lo hubiera dicho– muestran la magnitud de la derrota que sufrió a las 4.20 de la mañana de aquel 15 de julio de 2010, cuando el tablero de votación del Senado probó que no estábamos locos, que no era imposible, que lo habíamos conseguido, y la plaza repleta, olvidándose del frío que hacía, cantó: «Y ya lo ve / y ya lo ve / para Bergoglio que lo mira por TV.» «Hagan lo que quieran, pero no se metan con el matrimonio», le dijo un cura a María Rachid a principios de la década pasada, en un programa de televisión. «Matrimonio» era una palabra que todavía casi nadie pronunciaba entre nosotros. Y a ella, como a muchos otros, le cayó la ficha. Hannah Arendt tenía razón.