Marea Editorial

Su nombre no era su nombre

Por Federico Bianchini

La tarde del 7 de febrero de 2000, a sus 21 años, en la cocina de su casa, Claudia Poblete Hlaczik se sintió sola como no se había sentido en su vida. Unas horas antes, un juez le había dicho que su nombre no era su nombre y que sus padres --las personas a quienes ella llamaba sus padres-- iban a quedar detenidos. Porque en realidad no eran sus padres sino dos personas que la habían robado cuando era una bebé de ochos meses. Secuestradores, delincuentes, criminales. ¿Qué? Sus verdaderos padres, le dijo el juez, estaban desaparecidos. Habían sido torturados por militares argentinos en el centro clandestino de detención El Olimpo.

Esa escena, la confusión de una mujer que durante más de 20 años vivió en una ficción, encendió la idea de contar esta historia. ¿Qué puede hacer alguien que se entera, de repente, que todo lo que la rodea es un decorado? ¿En quién confiar después de saber que el hombre y la mujer que te enseñaron lo que sabés te estuvieron mintiendo durante años?


Llevábamos dos entrevistas para un podcast cuando le dije a Claudia que tenía ganas de escribir un libro para contar lo que le había pasado. “Yo no puedo prohibirte que hagas un libro con mi historia”, respondió.

Material no me faltaba. Porque su padre, Jose Poblete, había sido el fundador del movimiento “Frente de Lisiados Peronistas”; porque su abuela Buscarita Roa en ningún momento dejó de buscarla y hasta convertirse en vicepresidenta de Abuelas de Plaza de Mayo recorrió un camino de persistencia y tenacidad comparable al de cualquier prócer patrio; porque Buscarita no estaba sola y la historia de las Abuelas se fue construyendo en paralelo a su búsqueda; porque a partir de la desaparición de Claudia y de sus padres en junio de 2005 la Corte Suprema declaró la inconstitucionalidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y despejó el camino para que pudieran avanzar las investigaciones vinculadas con el terrorismo de Estado. Así que, de la misma forma que tantas cosas le sucedieron en la vida, involuntariamente, Claudia se convirtió en protagonista del fin de la impunidad de los delitos de lesa humanidad en la Argentina. Pero no me alcanzaba: porque no quería hacer un libro de escritorio.

En la primera entrevista, Claudia me dijo que había tenido una infancia feliz. Me contó que sus apropiadores la habían querido, le habían dado una buena educación, la habían llevado de viaje por el mundo. Por más que buscara, no iba a encontrar eso en ningún expediente.

Veinte casetes
En “El fin del 'Homo sovieticus'”, la bielorrusa Svetlana Alexiévich, premio Nobel de Literatura, escribe que a la historia solo parecen preocuparle los hechos, las emociones quedan siempre marginadas.

A partir de esa frase me propuse hacer un recorrido emocional de lo que, en esos años, había sentido y pensado Claudia. Para lograrlo, necesitaba de su ayuda. Por mail, insistí. Respondió: “Me genera sentimientos encontrados”. Mencionó a los 300 nietos y nietas que aún no conocen su verdadera identidad. Y me explicó que trataba de colaborar en todo lo que sirviera para que más personas pudieran enterarse de la verdad. Pero, dijo, también sabía que una decisión así no sólo implicaba disponer de su tiempo sino también del tiempo de otros/as. Eso la hacía dudar, la frenaba.

Irrumpió la pandemia y la decisión de hacer el libro se fue postergando. Un año después, volví a escribirle, Le conté los motivos que me llevaban a querer escribir su historia y le propuse una nueva entrevista. Claudia aceptó. La vi llegar al bar con una caja entre las manos. “Esto te puede servir”, dijo. Allí dentro había unos 20 casetes con entrevistas a sus tíos, primos, primas, abuelos y abuelas. Preguntas que hacían integrantes de Abuelas de Plaza de Mayo y respuestas de personas que la querían. Confesiones, relatos sobre sus padres, llantos contenidos y otros, desconsolados.

Entendí que esos casetes tenían un valor documental enorme y que si bien dármelos no era decirme “hagamos el libro” se le parecía bastante. Transcribí esas horas y horas de voces desesperadas. Decidí que parte de todo ese material debía formar parte del libro. Por lo que significaba y porque me servía para volver a contar ciertos hechos, narrados desde otros puntos de vista.

Una carga enorme
Volví a entrevistarla. Sentada junto a la ventana de un bar de Villa Crespo, interrumpiendo el relato para darle breves sorbos a una lágrima, me contó que cuando en 2007 quedó embarazada se dio cuenta de que su apropiadora no le servía como modelo: nunca había vivido un embarazo. Y que cuando su hija Guadalupe nació, al amamantarla, pensaba en la posibilidad de que alguien se la sacara. Empezó a entender lo que significaba apropiarse de una bebé. ¿Cuánto habría sufrido los días siguientes, sin el olor de su madre, sin el calor de la piel? Pensó: “¿Qué me hicieron?” y en ese momento, dentro de ella, algo empezó a resquebrajarse.

Con el sol iluminándola de costado, me contó que en enero de 2013 había nacido Marcos, su segundo hijo. Dijo que entonces la contradicción y la culpa se fueron transformando en bronca. Cuando se dio cuenta de que la cocina de su casa estaba ordenada del mismo modo que el departamento en el que había vivido durante 20 años, decidió cambiar cada cosa de lugar. Un intento de sacarse de encima dos décadas de crianza.

El flequillo sobre la cara, la expresión paciente, me explicó que le resultaba difícil hacer que lo vivido no la atravesara “todo el tiempo”.

Dijo que en su certificado de matrimonio aparecía el nombre de su padre, el nombre de su madre y, junto a ellos, la palabra “fallecidos”. Y que cada vez que lo veía, pensaba: “Eso no es verdad. Es cierto que están muertos, pero no que fallecieron”. Se decía: “Es institucionalmente falso”.

En los formularios de los trámites existe la opción de “vivos” y “fallecidos”; no está el concepto de “desaparecidos”. “Cada vez que debo llenar uno, siento como si tuviera cierta obligación de aclarar. Una obligación de verdad. Y hay momentos en que me termina jugando en contra, porque significa exponerse”. “¿En qué sentido?”, pregunté. “Ante los demás. Decir cosas por ahí que son íntimas”. Por ejemplo, en la conversación con un médico de su hijo, cuando el doctor le pedía los antecedentes de los abuelos y ella decía: “Fallecieron”. Corregía: “Los mataron”. Precisaba: “Están desaparecidos”. Luego agregaba. “Se murieron muy jóvenes: no sé qué enfermedades hubieran tenido”.

Y, a continuación, la historia. “Una historia que en los demás despierta cosas. Porque el tema sigue generando mucha emocionalidad: la genera en mí y la genera en el otro. En Argentina, la palabra ‘desaparecidos’ todavía tiene una carga enorme. Sin embargo, yo siento esta obligación de verdad. Siento que hay que darle el lugar que corresponde. Pero en honor a la verdad, a veces me termino metiendo en una historia larguísima. Y eso me cuesta”.

Un rato más tarde, el pocillo vacío, Claudia dijo que, quizás, si nunca hubiera sabido la verdad viviría más tranquila. También que, sin embargo y pese a todo, la certidumbre de conocer su verdadera identidad no la cambiaría por nada.

 

Federico Bianchini es autor del libro Tu nombre no es tu nombre (Marea Editorial).