En "El ocaso de Perón", Esteban Peicovich reúne el material de sus encuentros con el líder en Puerta de Hierro y los testimonios recogidos, luego de su muerte, de quienes lo habian acompañado.
"Madrid, mayo de 1965. Llegué seis menos cuarto, quince minutos antes de la hora acordada de aquel 8 de mayo, y fumando esperé. Me entretuve calculando la altura de la puerta, el espacio de puerta que cubriría Perón al asomarse. También imaginé el traje que llevaría. Exactamente un minuto después de la hora convenida, la puerta se abrió. Dejé el sillón, me abotoné el saco. No entraba nadie aún, pero escuchaba ruidos en el salón, especialmente una, cascada y ondulante. Y entró. Enseguida me pidió que me sentara. Lo hizo también él, cruzando sus pies, y sus manos sobre el vientre. Se hizo un silencio. O dos. Sus acompañantes arrimaron más sillas. Perón seguía escrutándome con sus pequeños ojos muy abiertos. Lo miré con libertad y noté que ya no estaba aquella vieja mancha presidiendo su cara. Ahora la piel parecía lisa y muy rosada. Su pelo, lacio, apenas dejaba ver tres canas en cada costado. Encontré allí el primer motivo para quitar el hielo de la reunión:
–Lo veo muy bien, General. Tengo 35 años y ya tengo canas, en cambio, a usted apenas se le notan.
Era un comienzo entrador y funcionó:
–Oh, no crea. Yo lo doblo en edad a usted, estoy sobre los 70. Pero no le haga caso a la carrocería. Cada tanto debo entrar en el taller, ajustar alguna biela, aceitar algunas tuercas...”.
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“–¿Aramburu? Fue alumno mío, dos años, en la Escuela Superior de Guerra... No se puede decir que no hice lo que pude...
–¿Y Alsogaray?
–Con este tipo tuvimos una experiencia lamentable. De la Colina me recomendó a un `experto´ que no era otro que este caradura. Fue un poco antes de inaugurar el aeropuerto de Ezeiza. El hecho de que ostentara el grado de capitán ingeniero debería haberme servido de advertencia. Era capitán de un ejército en el que, con un poco de buena salud y cuidando de no pelearse con nadie, se llega a general. O con aprobar algunas materias más y saber algo más de aritmética, ingeniero militar. Pero me aguanté y le di la oportunidad. Tuve que sacarlo a empujones por los desastres que cometió. Tal la ligereza de este incoherente”.
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“–¿Usted ha leído a Borges, General?
–Borges... creo que estuvo aquí por Madrid. Es un escritor, ¿qué escribe?
–Cuentos, poesía, ensayos. Es el escritor argentino más conocido en el exterior. Para nada peronista, fue nombrado inspector de aves comunal durante su gobierno. Él, a su vez, respondió adjuntándole al peronismo el adjetivo de inverosímil...
–No, no lo he leído. Qué quiere: en estos diez años no he podido estar para cuentos. No conozco a ningún cuentista de aquí ni de allá. Los cuentos los hago yo”.
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“Hablamos de toros, del fenómeno de ‘el Cordobés’, a quien desde hace un año un cronista y un fotógrafo franceses siguen por todos los ruedos de España para dar su muerte en la tapa de Paris Match. Le cuento que una tarde en Sevilla salió con un cornazo en el vientre de diez centímetros y que gritó sonriente a uno de sus banderilleros: ‘A la enfermería, que me he tragado un plátano’. Perón me escucha con interés, pero se estremece en lo más mínimo. Enseguida sabré por qué:
–Yo soy partidario de los toros. No voy porque paso un mal momento en la plaza. En mi sensibilidad paisana no entra eso de maltratar a los animales. Creo que un hombre que maltrata a un animal es de malos sentimientos. Y si hace eso puede llegar a maltratar a otro hombre o a cualquier cosa. Le voy a contar: no voy a la plaza para no desear que maten al torero y creo que la mitad de la plaza va por eso. Box y fútbol, sí. Toros no”.