Cuando se cierran las rejas de una cárcel hay voces que dejamos de escuchar, historias que se ponen en pausa, vidas que quedan en suspenso, cuerpos que pierden vitalidad y se entumecen en reductos depresivos. Esas voces, sin embargo, permanecen vivas: personas que el sistema deshumaniza y hunde. ¿Es posible la redención? ¿Qué pasa con esos cuerpos al reactivarse? ¿Y con los lazos de fraternidad al reunirse las hebras que parecían deshechas?
“No pongas mi nombre verdadero −le dice Caty, Catalina como la Santa, a Agustina Caride− porque mis hijos van a leer este libro”. El legado moviliza, como lo hace una opción de futuro. La misma conexión que da el orgullo de sentirse ¿otra vez?, ¿por primera vez? admiradas, ahora por los logros deportivos.
Dieciséis reclusas se unen en un scrum; les duelen los cuerpos pero el dolor es autoinfligido (no es el golpe de la gorra, ni el del macho que tiraniza, ni el del rival en la vendetta) y lo sienten como una ofrenda a algo más grande: son parte de un equipo.
Jessica prefiere el rugby antes que el yoga, mover el cuerpo para no volver a sentir el frío, para no endurecer el resto de los músculos, para sentirse viva. “No está mal −piensa Caty− eso de estar habilitada a tirarse arriba de otra, derribarla”. Y la imagen es tan potente que no puede evitar largar el humo en dirección a su rival, la Chile.
Gisela apenas alcanza a manotear de la celda un buzo gris y sale por primera vez a la cancha con las medias marcadas por la V que dibuja la ojota entre los dedos. Sale pensando en el rostro del hijo de puta que le deformó la cara, la que pondrá cuando sepa que ella aprendió a tacklear.
La historia de Las Espartanas, el primer equipo de rugby de mujeres en prisión, es el hilo de Caride en el laberinto para ir en búsqueda de aquellas voces y hacerlas hablar, contar sus historias entrelazadas con la trama de la rutina carcelaria. ¡Vamos las pibas! (Marea, 2024) es la experimentación de una voz que narra a través de otras, que se enciende con el goce de lo oscuro pero que se proyecta hacia afuera en busca de la luz.
—E amos ne vosas. —dice Gisela, con esfuerzo por el maxilar roto.
—Ya lo sé. Yo también estoy nerviosa. —responde su entrenadora, y arenga— No las paró el frío, ni el sueño, ni la falta de zapatillas, ni las miradas de los tipos viéndolas caerse y rasparse contra el caucho. Así que no me jodan, están listas para salir y dar guerra.
Acaso la propia experiencia de Caride como tallerista en el pabellón 2, Unidad 47 del penal de San Martín, donde están las primeras Espartanas, la haya transformado como a ellas el rugby. Como transformó a Carolina Tolosa estos años de haber creado el equipo y de entrenarlas. “Nadie tiene que tener el pasado como destino”, reza un letrero escrito en la puerta del pabellón. Ponerse en acción es lo contrario a permanecer cautivo.
Las cosas empezaron cuando Tolosa vio a Los Espartanos, ahí se produjo la fisura. “El semáforo en rojo había detenido la caravana (frente al SIC) y ella ahí, con los presos, miraba hipnotizada, como queriendo descifrar el magnetismo que la había pegado a la chapa de cada camión. Sentía ese morbo que se siente al apretar una herida hasta hacerla sangrar, o regodearse en la desgracia ajena para sentir leve la propia. La distancia que la separaba era de apenas unos cuantos metros, como si pudiera medirse en esos términos, como si fuera cierto que los que viajaban compartían su mismo mundo. ¿A ellos también les pertenecía? El semáforo se puso en verde y al verlos partir pensó cómo sería avanzar desde ahí adentro”.
El rugby de mujeres es, por ahora, una transgresión; entonces aquí se cuenta una doble transgresión en medio de un ritual de varones esparcido por cárceles de todo el país. Quizás también por eso Caty, capitana de Las Espartanas, estimula a Sandra a participar, a “conquistar ese espacio masculino, dar vuelta la tabla, que sean ellos mirando desde el otro lado del alambrado”.
El libro es también una denuncia que narra, en escenas, a abogados que intercambian confinamientos por billetes, a guardiacárceles apagando cualquier llama de orgullo y dignidad que pueda encenderse en las reclusas, al sistema y sus condiciones infrahumanas de castigo.
“¿Cuánto cobraría un nuevo abogado? No los que te impone el sistema. Quiere uno nuevo, elegido. Uno que piense por ella, no por la guita que va a cobrar después de entregar el papeleo. Así son todos, lo sospechó en la 45 y termina entendiéndolo en la 47: a los abogados del Estado les pagan por caso cerrado. Cierran el caso. Rápido. Adentro la acusada, adentro la guita, clin-caja. ¿Cuánto le cobraría un abogado de verdad por presentar su declaratoria? ¿Habrá abogados de verdad?”, se pregunta Paula, una de las protagonistas.
Las cosas no suceden per se, intenta decir Caride en este relato coral de vidas cruzadas por la marginalidad, la violencia y el delito. Y cita a la autora francesa Delphine de Vigan en su libro Las gratitudes: “Lo que me sigue sorprendiendo, lo que me alucina incluso, lo que aún hoy −tras más de diez años de práctica− me deja a veces sin aliento, es la perdurabilidad de las penas infantiles”. Sin maquillar sus contradicciones y vilezas, los personajes (reales) de la Gise, la Paula, la Sandra, Caty, Sharon, Carmen, La Gitana, Jessica se ofrecen en sus lenguas y en sus ritmos para ponerles cara a la tragedia.
“[Sandra] quiere matarlo. Clavarle algo en el pecho para que sienta el dolor que ella había sentido esa tarde en el patio, cuando agarró el bolso y lo vio desaparecer detrás de la medianera. Busca la palabra que lo hiera, pero no la encuentra porque también quiere comerlo. Del amor al hambre hay un paso, entre el amor y la muerte no hay distancia y del amor al odio hay una mesa de por medio”. Está sentada, en la visita, frente a su ex pareja.
Los buzones aquí no comunican con nada; los tímpanos sellados cada noche para que no entren las cucarachas se obturan, las celdas como un sobre en el que se meten pequeñitas esas mujeres a esperar, a lo mejor narcotizadas para que todo pase más rápido. Y sin embargo generan sus tácticas (a la manera de Michel De Certeau en La invención de lo cotidiano) y sus órdenes en esta microsociedad que se cuenta en detalles: un par de zapatillas atesoradas por su aroma floral, epifanía del afuera; la lengua de la yegua que silba en el barrio como una serpiente; las uñas carcomidas, una flor del ramillete de tics de ansiedad que produce estar adentro, un “gesto del silencio”; el cable enroscado cada noche alrededor del cuello asegurando los auriculares para que no entre ningún insecto; el colchón raído y desmembrado, restos de desesperación frente al frío, la oscuridad y la soledad de la celda de castigo.
“Qué fácil es ignorar el sufrimiento de aquellos con quienes no nos identificamos”, dice Clara Obligado en su libro Todo lo que crece, y cita Caride como provocación. Esas vidas que a los de afuera nos cuesta ver brillan en la cancha. Aunque la literatura sirva para resaltar la individualidad, el rugby es equipo y es vehículo de la historia.
Según las estadísticas del Ministerio de Justicia de la Provincia de Buenos Aires −se cuenta en el epílogo−, el índice de reincidencia de los internos es mayor al 60%, mientras que el de Las Espartanas y Los Espartanos es menor al 5%.
Para salir de la espiral descendente, dice Caride en esta crónica, hay que volver a creer.