Por Gabriel Abalos
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Una cabeza -su cráneo- rehén y destino de pieza de museo. El cráneo de un aborigen ranquel, un objeto que ojos distantes miran, a lo sumo, como para cultivarse acerca de un pueblo extinguido. Pueblo que murió luchando contra la expansión de los latifundios a expensas de sus tierras y paisajes ancestrales. Esa cabeza le quita el sueño a un anciano que vive en París. Alguien que conoció al hombre cuya piel y cuyo rostro recubrieron este cráneo y cuyo cuerpo -entonces unido a la cabeza- vio en pie ante sí, con toda la dignidad de un monarca.
La novela de Sergio Schmucler transita la rigurosidad de la historia y da una voz convincente, heroica, al personaje principal: un débil y cansado Lucio V. Mansilla. El ex militar, exdiplomático, ex político y aún escritor se aloja en un hotel porteño llamado Nueva York. Es 1910, la víspera de la celebración del Centenario. Si físicamente el personaje está anclado a Buenos Aires y al año que corre, su mente es pródiga en recuerdos. Su voz -cantante en buena parte de la novela- narra los hechos que protagonizó, tratando de explicarse sus propias vivencias. Esa voz se desborda de una vida de dandy, de militar, de escritor que ahora está quedando ciego, y reanudará como un Homero la epopeya de su vida. Mansilla ha participado en épicas batallas, ha vivido éxitos literarios, se ha batido a duelo, ha ocupado un lugar en balcones del poder nacional, ha tenido amigos ilustres. Pero lo que más ha tocado su vida, hasta volverse una obsesión febril, fue su excursión a los toldos ranqueles. En esa experiencia iniciática él, un héroe argentino de su tiempo se vio frente a un héroe originario, justo, valiente, con fuerte identidad y gran lealtad por su pueblo condenado: Panguitruz Güor, hijo de Paine, bautizado Mariano Rosas por el propio Restaurador de las Leyes, educado como un blanco letrado de clase pudiente y regresado luego por voluntad propia al seno de su pueblo ranquel.
Mansilla ha sido iluminado por esa visita a la miseria y a una ética más sólida que la hipocresía de los blancos, y se siente culpable de que esa iluminación no pudo hacer nada por ese pueblo, apenas si alcanzó para consolidar su propia gloria literaria. No pudo evitar esa masacre, incluso él la aconsejó y ahora, con 79 años, ha vuelto de París, donde vive, acicateado por el tiempo restante y por esa culpa. En un plan literario, absurdo, mal ejecutado, hará el intento de sustraer con un puñado de cómplices el cráneo de Panguitruz que yace en el Museo de La Plata, para devolverlo a la tumba profanada por el rabioso coronel Racedo.
La acción misma es la oportunidad para que Mansilla le relate a su acompañante, el francés Meir Gueiser, la búsqueda de las tolderías, sus expectativas de conocer a Mariano Rosas, su encuentro y la visita, desde una serie de impresiones que quedaron afuera de su libro Una excursión a los indios ranqueles, editado un cuarto de siglo atrás. Con tanta fluidez como minuciosidad, Sergio Schmucler siembra la información que compone el cuadro que se ha largado a crear, dando vida a seres que piensan, que sueñan, que se entregan, que buscan redimirse o que ya no buscan nada porque lo han dado todo. Incluso la cabeza. El autor tiene conciencia de haber abordado un tema sensible hasta hoy, atravesado por las reivindicaciones étnicas históricas, por la lucha del capital contra las identidades atávicas, por el relato del pasado y el punto de vista elegido para la narración.
También Sergio Schmucler tuvo a su modo una iluminación ante el perfil de Mariano Rosas y, en algún momento, pensó narrar la historia desde ese héroe; hasta que aceptó la imposibilidad de pensar al otro desde una referencialidad ajena. Somos más Lucio V. Mansilla que Panguitruz Güor. Y el personaje más local, menos europeizado, es decir Mariano Rosas, a su vez encarna en sí la misma dualidad de su destino. Y se dispone a acompañar el exterminio de su pueblo que sólo puede demorarse un tiempo, pero no evitarse.
Una serie de documentos, englobados en la última parte de la novela, a medias echan luz histórica, y a medias más fuego literario sobre los márgenes de una obra que ficcionaliza a partir de personajes reales que sobrevuelan el texto, o que lo encarnan. Lo cierto es que parte de la pasión por la historia de Yanquitruz comenzó a dar un giro, al acceder Sergio Schmucler a papeles pertenecientes al escritor David Viñas, patrimonio adquirido por la Biblioteca Nacional, cuya lectura le fue franqueada por Horacio González, entonces director de la Biblioteca Nacional. Esto importa como fuente para el relato -respetando la máxima de que nunca la realidad debe molestar de más a la ficción. Comenta Sergio Schmucler en el cuerpo de su texto que David Viñas “tiempo antes había renunciado a un meticuloso estudio crítico-biográfico sobre Mansilla, al que había dedicado buena parte de los últimos veinte años. Nunca lo terminó, pero alcanzó a nombrarlo: Mansilla de Rozas a París.”
El colofón no es imprescindible para la historia narrada por Schmucler desde Mansilla, con la vista atrás puesta en Mariano Rosas. Pero es un dato que enriquece el panorama de la escritura, la apropiación del tema, el vínculo a una cadena de fascinación por la historia.
La novela mantiene el tono épico de los gestos y la mentalidad de época, que no desentona cuando el narrador le pasa la posta al personaje. A un Mansilla que ya no es quien era, aunque quisiera volver a sus tiempos briosos y recita sus memorias. Un hombre, a la vez, testigo y parte de una tragedia, la que busca resignificar con un acto simbólico. El lector o lectora, se mantendrá próximo a lo narrado. Podrá ver encarnados interrogantes que todavía no han sido respondidos, culpas sin castigos. Será parte de ese mundo que el autor ha sabido poner en funcionamiento y que cuenta una gran historia sudamericana, una marca trágica en el ser argentino con ecos en todo el continente.