Marea Editorial

VOCES Y SILENCIOS DE UN HORROR

En Tucumán, la dictadura militar empezó antes de que Videla asaltara el poder

POR JORGE PINEDO

A treinta y seis años del fin de la última dictadura cívico-eclesiástico-militar, aún se sigue escuchando en la provincia de Tucumán el adjetivo “erpiano”, que se aplica como insulto o en forma peyorativa. Palabra instaurada como sinónimo de “subversivo” o “guerrillero”, aludía en sus orígenes al combatiente o simpatizante del PRT-ERP. No debería extrañar la perduración del modismo en un país donde en ciertos círculos a aquella dictadura se la continúa llamando como se autodenominaba: “proceso”, y al terrorismo de Estado “tiempos de la subversión”. Menos aún sorprende en una provincia que en la segunda mitad del siglo pasado se convirtió en el campo de prueba de cuanta atrocidad las fuerzas represivas desplegaron hacia el conjunto de la población; una suerte de Guernica multiplicado a la máxima potencia en el tiempo y en el espacio, sin Picasso.

Provincia que comparte con sus vecinas una fuerte tradición feudal, con la dictadura conducida por Juan Carlos Onganía a partir de junio de 1966, Tucumán padeció la destrucción de su sistema productivo con la clausura de once ingenios azucareros, la desindustrialización y consiguiente pérdida del empleo a más de la mitad de la población. Las policías bravas y la Gendarmería fueron las encargadas de desatar una feroz represión que, no obstante, no impidió los alzamientos populares de 1967, 1969 y 1970, por lo que acudió el Ejército en un primer ejercicio de militarización del territorio. Cuatro años más tarde, el PRT-ERP consideró que estaban dadas las condiciones para desarrollar un foco guerrillero rural a cargo de la Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez. Esto dio pretexto para que el Ejército desenvolviese el Operativo Independencia, un plan sistemático de exterminio con el aval del gobierno democrático de María Estela Martínez de Perón que se extendió a todo el territorio nacional a partir del 24 de marzo de 1976. Historia conocida.

No se trata de comparar horrores. Los centros clandestinos de detención, tortura y exterminio de Campo de Mayo, la ESMA, La Perla en Córdoba, la Escuelita de Famaillá en Tucumán y tantos cientos guardan la muerte como único privilegio. Las secuelas del terrorismo de Estado se arrastran hasta hoy, más allá de las formaciones del lenguaje, en la memoria de las víctimas, en el control de los cuerpos, en los estigmas invisibles con que los pueblos quedan marcados en las múltiples conjuraciones del horror, que permanece naturalizado aún en los pequeños actos de la vida cotidiana. Los emergentes particulares de tan siniestra persistencia son los que aborda Sibila Camps (Buenos Aires, 1951) en Tucumantes, investigación cuyo propósito se esboza en el subtítulo: Relatos para vencer el silencio.

Tantos son los espantos desatados en esa provincia que no dejaron a ningún habitante sin padecer algún impacto. El punto de abordaje se dificulta ante la proliferación de especificidades. Todas o cualquiera revelan una tragedia intensa y cada una es capaz de erguirse como paradigma de muchas otras y por ello ser sometidas al cuestionamiento y la polémica. La autora eligió este destino al abrir la puerta del infierno guiada por una historia que percutía su subjetividad: la de Juan Carlos Clemente, el dirigente de Montoneros capturado en 1976, sometido a la tortura de rutina, que trabajó para los represores en sus oficinas, fue incorporado a la policía donde siguió hasta 1984, escamoteó importante documentación que probaba con nombres y apellidos delitos de lesa humanidad y los presentó en el juicio contra la cúpula genocida en 2010 como pruebas irrevocables que coadyuvaron en la aplicación de severas penas. También se adjudica a Clemente haber participado activamente en la represión, delatado compañeros e incluso participado en las sesiones de tortura. Sin embargo, la pregunta disparadora para Sibila Camps fue: “¿Cómo había hecho Clemente para vivir treinta y tres años durmiendo sobre los cadáveres?” Interrogante que, al finalizar la lectura de la investigación, adquiere una doble valencia: por un lado la ambigüedad de haber guardado esos documentos probatorios bajo su lecho, ¿como moneda de cambio ante quién? Por el otro, esos cadáveres: ¿son los de los listados que comprometieron a sus ejecutores o a él mismo en su conciencia?

Dilemas que se deslizan de una cara a otra de la moneda, de la caracterización política a la consideración ética, en el insoluble debate acerca de dónde poner la vara. Porque si hubiera una resolución, jamás sería universal sino uno a uno, caso por caso. Algo de esta tesitura aborda Camps al encarar las historias de un puñado de víctimas –individuales, grupales, colectivas— a través de lo que ya acumulan tres generaciones. Vinculadas de una u otra manera con el personaje que hace de hilo conductor, se enhebran situaciones donde permanece presente la siniestra figura del jefe del Servicio de Informaciones Confidenciales (SIC) de la policía provincial, Roberto Heriberto “El Tuerto” Albornoz y los oficiales, suboficiales y tropa que componían su patota.

Se enhebra así la historia de Mirta, desde la adolescencia reducida a la servidumbre en la casa familiar del Tuerto, embarazada por este y por su hijo mayor en varias oportunidades, obligada a abortar, luego a parir un par de veces para robarle los bebés. También la de Diana Oesterheld, su compañero Raúl Araldi y Fernando, el hijo de ambos, más el que Diana llevaba en la panza. La pareja fue secuestrada y desaparecida, el niño rescatado por su abuela Elsa, del embarazo nada se sabe; pero, eso sí, la casa que habitaban fue usurpada durante décadas por la amante de El Tuerto.

Se configura de tal modo un panóptico del terror a través de las señales, a veces borrosas, otras refulgentes, que van quedando bajo la forma de persistencias autoritarias, manifestaciones del miedo, hasta construcciones religiosas. Es el caso de Tomás Francisco Toconás, un campesino comandante de la Compañía de Monte, cuyo cuerpo fue arrojado desde un helicóptero en 1975 a la vista de los pobladores de Pozo Hondo, que le dieron sepultura en el cementerio del pueblito. Fueron apareciendo flores y velas, herramientas y exvotos: el guerrillero devenido santo “devolvía la salud y además cumplía el prodigio de conseguir trabajo”. Como el santito que cae del cielo, en la tierra queda indeleble la complicidad de la iglesia católica, que asistió con más de cuarenta capellanes a los milicos, instándolos a “contrarrestar el accionar destructor del enemigo que pretende socavar los cimientos de nuestra formación espiritual” y, luego, en democracia, pagar de las arcas episcopales, abogados e indemnizaciones de los curas sentenciados por la Justicia.

Desfila así, a la par de los testimonios del genocidio dentro de una provincia convertida en “un campo de concentración a cielo abierto”, la terrible Escuelita de Famaillá, cabeza de los al menos cincuenta y siete centros clandestinos de detención en suelo tucumano; la torsión del lenguaje en el habla cotidiana, la estética castrense que plaga plazas y parques, la destrucción del patrimonio de los pueblos originarios, los enterramientos clandestinos como Pozo de Vargas de cuyo fondo siguen apareciendo cadáveres, la heroica labor del CAMIT (Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán) encargada de la tarea; en fin, una sucesión de eslabones que encadenan la provincia a un pasado del que muchas veces no puede y otras no quiere desprenderse.

El prolijo enhebrado que recorre Tucumantes, aún portador de consciente subjetividad, se atiene a las reglas del arte del periodismo de investigación: cuando Clemente relata que comenzó a militar en 1969, durante una movilización en la que silbaron a coro la música del film Sacco y Vanzetti, cuando aparecieron los obreros de los ingenios San José y Los Ralos al son de sus bombos peronistas, Sibila Camps chequea. Y comprueba que la película fue estrenada en 1971, los ingenios mentados cerrados en 1966, por ende el cuento un simple bolazo. En idéntica vía se encuadra la actual afirmación del mismo personaje: “Hace años que espero la justicia revolucionaria”, refiriéndose “al juzgamiento interno al que Montoneros sometía a los integrantes sospechados” de haber colaborado con las fuerzas represivas. Lo dice a sabiendas de que ni ese método de justicia ni los Montoneros existen ya desde hace casi cuatro décadas. Y que, sobre todo, ni las víctimas ni sus familiares ni nadie del campo popular han hecho justicia por mano propia en toda esta historia.

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