Marea Editorial

Anticipo de “La mirada horizontal”, el nuevo libro de Luisa Valenzuela

Dentro de la nueva colección Periodismo de colección, de editorial Marea, se encuentra esta obra que recopila diferentes artículos, algunos inéditos, de la escritora y periodista. Infobae Cultura publica el referido al boxeador Nicolino Locche.

¿CÓMO ANDA, NICOLINO?

ABURRIDO, MUY ABURRIDO

Si la realidad no tuviera una sorpresa reservada a la vuelta de cada esquina ni valdría la pena hacer periodismo. Pero no hay duda de que la tiene –sorpresas interesantes, muchas veces– y fue con esa esperanza que llegamos a Mendoza en pos de Nicolino Locche.

El esquivo no estaba en su casa, ni en el negocio de Paco Bermúdez, su maestro, ni en el gimnasio. Borrado de sus territorios habituales, desaparecido sin dejar rastros. ¿Dónde se nos habría metido? Las arduas pesquisas con Bermúdez a la cabeza –casi padre de Locche, como le gusta recalcar a él con tenaz frecuencia–, las pesquisas con Bermúdez convertido para el caso en rastreador, nos llevaron hasta el Aeroclub Mendoza. Sí, ahí mismo en La Puntilla, de cara a la cordillera, fue donde encontramos por fin a Nicolino Locche.

¿Estaría tratando de escapar al temible asedio de la prensa escrita, de las cámaras fotográficas? Nada de eso y mucho más que eso: pescamos al ex campeón mundial en el preciso instante en que cobraba alas de manera para nada metafórica. El ex campeón mundial emprendía vuelo, el ídolo de las multitudes se lanzaba por las nubes.

Nicolino Locche está haciendo el curso de piloto civil. Es un paso más en su amor por la velocidad, quizá el mayor de los pasos cuando por fin pueda sentarse ante los comandos de un avión supersónico. Por ahora confiesa que no aspira a tanto; solo manejar avionetas –y eventualmente comprarse una– para llegar en el menor tiempo posible y en línea recta a donde se le antoje ir. Antes, sus frecuentes escapadas se realizaban a bordo de un Torino, a 180 kilómetros por hora.

(“Me encanta que me acompañe en mis viajes”, contaría Bermúdez en algún momento. “Es un compañero muy ameno y nunca le falta un chiste. El viaje con él se hace muy corto; claro, a la velocidad que va... Dice que soy un mateo porque no subo a más de 100. Así que nunca me larga el volante, y va acelerando a fondo por la montaña. Dios mío, hay que tener los nervios bien templados para andar con él por la carretera. Pero eso sí, tiene excelentes reflejos. Los mismos de cuando era pibe”).

Después está la anécdota del coche de carreras que le compró a un corredor, hace ya algunos años. Decidió antes de la largada que correr no era su fuerte, que había nacido para otro tipo de emociones, y al poco tiempo vendió el coche, pero conservó la foto que a veces muestra a los amigos en momentos de profunda nostalgia. (“Era una joyita, si vieras qué pique”, puede que suspire a veces como para sí).

Bermúdez había dicho en el trayecto hacia el aeroclub:

–El problema del pobre es que se aburre, no sabe qué hacer de su tiempo libre. Yo quiero que no se aparte del boxeo, de nuestro ambiente, pero todavía no lo convencí del todo. La gente lo reclama, lo quiere ver en los encuentros, aunque no pelee. Todavía es un ídolo... Pero eso vendrá poco a poco, y él por ahora busca otras cosas. Empezó con una estación de servicio, pero la perdió. Ahora tiene un negocio, con representación de lapiceras, pero se aburrió pronto de la vida de oficina y ahora lo maneja un socio, como la inmobiliaria que tiene en Venado Tuerto.

Ahora, entre Piper y Cessna, empiezo a preocuparme por la utilización del tiempo libre de Nicolino Locche. El gran devanadero de sesos de sociólogos actuales: ¿qué puede hacer la gente con su tiempo libre, cómo organizárselo? Pero no debería ser este el problema de Nicolino Locche, que si bien dilapidó fortunas confiesa que todavía le queda lata suficiente como para darse los gustos. ¿Solo que qué gustos? Se hartó del boxeo y el boxeo era toda su vida, por eso ahora, a los 37 años, ya se siente bastante viejo y sobre todo aburrido, aterrador síntoma de vejez, casi de muerte.

–¿Por qué no se compra una estancia y se dedica a la cría de caballos? –le sugiero lo que creo ser la gran solución, algo que amalgamaría su amor por Mendoza con el deporte, lo útil con lo agradable, el negocio con una cierta idea de velocidad cara al viento. Mi ocurrencia no es muy bien recibida.

–¿Caballos? No, por favor, no me gustan nada. Ni la idea de tener una estancia, nada de eso. Yo quiero vivir tranquilo.

Y para vivir tranquilo es que se le han despertado estas aspiraciones de alto vuelo.

–¿Por qué los aviones?, ¿en qué momento esta necesidad de cobrar alas?

–Siempre me gustó volar. Cuando tenía que hacer viajes por mi trabajo pensaba que sería lindo ser piloto.

–¿Nunca se tentó con la idea de volar en planeador? Un hombre que tanto ha usado su cuerpo, como usted, quizá se sienta más cerca de los elementos en un planeador que en un ruidoso avión.

–No, prefiero de lejos los aviones. También me propusieron hacer ala delta, pero esas cosas no son para mí. Yo prefiero las máquinas.

–¿Qué siente cuando está en el aire?

–Una enorme tranquilidad. Ahí arriba no hay líos, no hay tráfico. Uno no tiene que estar frenando a cada rato. Abajo anda la gente desesperada con sus problemas, y uno arriba, viendo todo de lejos. Para mí, volar una hora por día es como un calmante.

–¿Y no se marea? Tan cerca de la cordillera debe de haber muchos pozos de aire y eso.

–No. Volamos bajo. Las turbulencias están en las zonas más altas.

De alguna manera, Nicolino Locche ha encontrado la ubicación ideal: por encima de los problemas y por debajo de las turbulencias. Parecería una leyenda sufí: el punto medio, el justo equilibrio al que todos deberíamos aspirar. Y Locche lo encontró volando.

–¿Cuáles son sus proyectos aeronáuticos?

–Bueno, proyectos..., recién empiezo. Volé mucho en aviones de amigos, pero de instrucción llevo solo cinco horas contabilizadas. Tengo que volar unas cuarenta horas para que me den el brevet. Y después pienso ir a algunos lados con el avión; total, en todas partes hay pistas de aterrizaje o aeropuertos. Voy a ir a Venado Tuerto a ver mi empresa, quizá a Buenos Aires... Me dicen que solo se consumen 90 litros a Buenos Aires. La cuestión es tener el brevet. Quizá me lo den pronto. Parece que aprendo rápido, tengo buenos reflejos.

–Ah, sí, perfectos. Lo vio un psiquiatra hace un tiempo y dice que está como cuando empezó a pelear –intercede don Paco Bermúdez, que en cuanto oye la palabra reflejos reacciona con rápidos ídem.

Y el plácido Orlando Pedemonte, secretario general del Aeroclub Mendoza e instructor de Locche, siente que le ha llegado el momento:

–Nicolino está aprendiendo muy bien. Creo que va a conseguir el brevet antes que la mayoría de mis alumnos. Tiene mano muy suave.

“¡¡¡No!!!”, exclamo yo desesperada. ¿Cómo puede decir eso de nuestro campeón? Está bien que él era un hombre de defensa, pero también de trompada fatal. ¡Mano suave! Habrase visto. Pero claro, hay que entenderlo: una cosa es con guante y otra sin guante. Manos empavesadas con macizos anillos de oro (una esmeralda en el pulgar derecho), tiernas con los controles.

Trato de explicar todo esto a borbotones: Locche levanta una ceja (partida) en señal de asombro y se dirige al Pipper a cumplir con su vuelo cotidiano de relax. Mientras se iza a la cabina bajo el ala, por entre los tirantes, murmura:

–Esto me gusta. Es como pasar entre las cuerdas.

Hay que reconocer una cosa, el estilo Locche permanece inalterado: pura defensa, y atajar el golpe aun antes de que el adversario lo esboce. El resto es ese dulce transcurrir de la vida mendocina. Un sedante despliegue de belleza como hecho para explicar por qué Nicolino Locche eligió volver a Mendoza, siempre volver a Mendoza y en cualquier momento.

–¿Por qué no aprovecha ahora su tiempo libre, la plata que tiene, para viajar, para recorrer países? –le preguntamos a Locche en algún momento de nuestras idas y venidas con él.

–¿Viajar? No me interesa, nunca salgo del país. A San Juan sí, me encanta ir a San Juan. O a alguna otra parte por acá. A veces llego a Córdoba o a Salta. Voy a Venado Tuerto por cuestiones de trabajo. Pero después me impaciento y quiero volver lo antes posible a Mendoza.

¿Para contemplar sus lejanas montañas, el avance del otoño en los árboles y las viñas? Nada de eso. Nicolino Locche –alias “El Intocable”, el “Torero”, porque en público en lugar de pedir sangre le gritaba Olé, Juan Sebastián Bach, por motivos que veremos más adelante– parece ignorar el paisaje que lo rodea. Pero este no ver, o no querer ver, o simple mente negar que ve, le viene desde muy lejos.

De sus antiguos rivales parece haber visto tan solo un puño –a los dos– que se le vienen encima con furia. Parece haberlos adivinado, casi, haber sabido de ese puño cerrado dentro del guante que se le venía encima una fracción de segundo antes de que el brazo del otro lo impulsara.

Desde un principio Nicolino Locche fue el rey del esquive. Algo escalofriante, desconcertante, que la afición argentina aprendió primero a apreciar y después a venerar.

¿Un esquivador natural?

–Fui así desde chiquito, desde los 7 años, cuando empecé a boxear. Porque no era un chico peleador, así que naturalmente esquivaba los golpes y lo que más me interesaba era la defensa. Tenía muy buenos reflejos.

Reflejos, reflejos, reiterará durante toda la entrevista, y no refiriéndose, claro está, a esas engañosas imágenes que se repiten en el agua o en superficies bruñidas. Nada de espejismos para Nicolino Locche, ni de engaños. Nada de imaginación tampoco, si vamos al caso. Solo lo que narra esa memorable fotografía de nuestro reporteado de hoy ayer en el ring, echándose ligerísimamente hacia atrás para que el puño de su rival no lo alcance y se detenga a escasos milímetros de locchiana nariz.

Todo este blablá para decir:

Una vista de águila que es casi visionaria, un adivinar el exacto momento y lugar de la trompada para ubicarse ligeramente a un lado.

Enloquecía a sus rivales que creían estar peleando contra un fantasma, Bermúdez dixit.

Y nos enloqueció a nosotros, también, para qué negarlo. Sobre todo, en esos momentos en que se iba y nos dejaba la cara. Algo relacionado con eso del no ver, o del ver de otra manera. Del aparentemente ignorar lo que ocurre a su lado. En tiempo del boxeo se negaba rotundamente a conocer a su contrincante antes de la pelea. Y si por algún motivo publicitario debía saludarlo antes, entonces se las arreglaba para tenderle la mano y apartar la vista. Así lo narran las crónicas, así lo pintan los testigos... Razón por la cual no puedo menos que sentirme la gran conocedora del alma humana y hacer la pregunta supuestamente astuta:

–Dicen que usted nunca quería conocer a su rival antes de subir al ring. Debió ser para no sentir por él ninguna simpatía, ¿no? Al fin y al cabo no es fácil empezar a pegarle ferozmente a alguien que le cae a uno bien.

–No, nada de eso. Usted sabe que yo no subía a pegar. Además, el boxeo es un trabajo como cualquier otro. Yo subía al ring a hacer mi trabajo, el otro subía al ring a hacer el suyo. ¿Para qué iba a querer conocerlo? Éramos dos profesionales y había que ver cuál de los dos era mejor, nada más. Por eso nunca estuve nervioso antes de las peleas. Siempre tomé el boxeo como un trabajo.

–Durante una pelea, ¿cuál era el momento de mayor felicidad?

–El del triunfo.

–¿Y el de mayor desazón?

–No sé, eso habría que preguntárselo al otro.

–Ese otro que usted solo sería en movimiento. ¿Nunca pensó que hubiera sido bueno estudiarle antes el estilo?

–Para eso estaba Bermúdez. Él iba a verlo pelear y después me contaba. Además, para estudiar al rival bastan los dos primeros rounds. En dos rounds cualquiera se desnuda, es muy difícil esconder su juego en ese tiempo.

Yo quisiera ir más adentro, indagar por qué un pibe de barrio elige el boxeo, ese deporte donde lo pueden llegar a lastimar tan malamente, y eso no es lo peor: lo peor es lo otro, las ilusiones destrozadas porque solo llegan unos pocos y los demás quedan a mitad de camino, quizá embromados para siempre.

–Hay riesgos, Nicolino, en esto del puñetazo institucionalizado. Pero más riesgos hay desde el punto de vista social en el hecho que no llegar a campeón y quedarse a los 25 años sin nada que hacer en la vida. ¿Por qué se elige el boxeo, Nicolino Locche? ¿Por sed de triunfo, de plata, por ganas de mostrarse hombre?

–No sé por qué se elige, yo empecé tan chico... Y llegó un momento en que el riesgo de fracasar ya no existía, el riesgo de ser golpeado malamente tampoco. ¿Entonces qué me iba a detener? Ya lo digo, para mí fue un trabajo como cualquiera otro, donde se ganaba mucha plata, sí, pero plata que era muy fácil gastar. Y ahora ya estoy harto del boxeo y prefiero pensar en otra cosa.

El Mocoroa que lo vio nacer

Y en el rincón azul lo tenemos a don Paco Bermúdez, 63 años, con un peso moral que nada tiene que ver con categorías boxísticas, pero sí con su ascendiente sobre Locche. Mientras don Paco viva, Nicolino Locche no va a poder pensar en otra cosa. Don Paco y Nicolino forman un tándem; estos dos seres que se tratan de usted “por respeto y por cariño”, como ambos explican, son difícilmente separables. Y siendo el Mocoroa Boxing Club un apéndice de don Paco Bermúdez, un ala más de su casa, poco puede alejarse Nicolino Locche del boxeo y sus derivados. Por allí ronda Nicolino como a los 7 años, cuando don Paco por fin le permitió calzarse el primer par de guantes. Y don Paco, ahora como entonces, lo alienta. Para que sea entrenador, ya que Nicolino no quiere otra cosa.

Pero Locche hace un año que dijo basta, y ni Bermúdez –casi un padre para él, repite– pudo convencerlo. En otra época fue promotor de boxeo, pero eso no lo colmó de entusiasmo, no debe de haber llenado el vacío que queda cuando ya no se es el centro de atención.

–¿La enseñanza?

–Me gusta, pero no tengo paciencia. Todavía no siento esa vocación ni sé cómo pasarle mis secretos a “Nico”. Pero va por buen camino, creo que este muchacho va a llegar. Tiene un estilo muy parecido al mío, hecho de defensa.

–¿Vas a llegar? –le pregunto absurdamente a “Nico” Pérez, que sonríe sobre el ring, que posa junto a Locche como si Prego, nuestro fotógrafo, fuera un chasirete de los de antes.

–Claro que voy a llegar –contesta “Nico” mientras esquiva un uppercut que Nicolino le lanza en cámara lentísima. ¡Con el maestro que tengo!

Locche de día

De Locche cotidiano, el que día a día la ciudad de Mendoza ve transitar por sus calles, es Bermúdez quien narra el itinerario por demás casero.

“Ya no es más Juan Sebastián Bach el rey de las fugas”, nos había aclarado por teléfono cuando le mencionamos nuestro temor de que se nos escape. Ya se ha amansado, aquerenciado, aburguesado, para usar el término con que Bermúdez trata de acicatearlo para que no se olvide del todo del boxeo. Pero reconoce los méritos del hogar:

–Choly es la mujer ideal para un boxeador. Siempre preocupada por su hogar, por los chicos. Locche tuvo mucha suerte con ella, una mujer dulce y paciente. Otros boxeadores se casan con mujeres... ¿Cómo le diré?: más vistosas... y después, cuando se acaba el campeón, se acaba el amor.

Y yo imagino, en el tronco de algún árbol del cerro de la Gloria, un corazón flechado ya bastante profundo: Choly y Locche, y sonrío sin decir nada.

Y volvemos al itinerario del campeón:

Temprano de mañana lleva a sus dos hijas al colegio (el pibe solo sale los fines de semana del Colegio Militar). Una vez terminada su matinal obligación de padre se dirige con toda asiduidad al negocio de Paco Bermúdez, donde se venden artículos para deportes. Allí charla, un cafecito, y después una escapada al negocio del sobrino de Bermúdez, que es más joven. Con él se divierte más que conmigo, son muy compinches, hablan mucho, se cuentan chistes. De ahí, paso obligado por la representación de Sylvapen que tiene Locche. Pero poco se demora en sus propias oficinas; ese no es trabajo para él. A veces visita a su madre y sus hermanos. Y así llega la hora de ir a buscar a las chicas, y vuelta a casa en Chacras de Coria, donde Choly ya tendrá preparado el almuerzo.

–Ahora voy todos los días de semana a volar una hora. Los domingos no, porque va mucha gente que me conoce y no tengo ganas de saludar a todos. Después voy al gimnasio, a eso de las cinco, cuando abre, a moverme un poco.

–¿Y por las noches? ¿Se reúne en algún bar, con los amigos, va a algún sitio en particular?

–Ah, eso sí que no, de las noches no hablo –dice riendo–.

Pero no voy a ninguna parte en especial, no juego a las cartas ni nada de eso.

–¿Y no le gusta bailar? Al fin y al cabo, el box, como usted lo práctica tiene algo de baile, de ritmo. Debe de necesitar ahora expresarse con el cuerpo.

–Expresarme, sí. Pero bailo poco. Antes bailaba mucho tango, pero ahora...

A tiempo recuerda que no debe agregar, ¡ya no estoy para estos trotes! Ya una vez me había dicho que se sentía viejo, y yo no pude menos que retarlo, como si no fuera una verdad relativa, como si la vejez en él no fuera un problema de oficio y no de años. Ya me había aclarado Bermúdez:

–Los wélter junior, como todas las categorías livianas, pueden boxear hasta más grande. En Locche había boxeador hasta los 40. Pero él eligió decir no a los 36 años y hay que respetarlo. “No” parece ser una palabra que utiliza con mayor frecuencia, o con mayor deleite.

Hablemos del miedo

Ahora estamos en la amplia, agradable casa de los Locche en Chacras de Coria. Al frente, un cuidado jardín; atrás, el otro jardín con la pileta de natación y las lejanas pero presentes montañas como telón de fondo. En el medio, la casa; es decir el altar para el ídolo. De entrada, no más nos enfrentamos con el enorme retrato-afiche, una foto que hace que los trofeos más que premios de box parezcan Oscares de cine. Un galán deslumbrante, como son los deslumbrantes, los innumerables trofeos de estilo parejo: mezcla de mausoleo con torta de bodas. De todos los tamaños. De iridiscentes oros. Con columnas superpuestas y personajes alados que poco tienen que ver con el nocaut, aunque más no sea técnico.

Pero no nos dejamos distraer por el decorado ahora que cazamos a los principales personajes de la obra. Ana María (Choly) es en verdad dulce y serena, bonita, y entonces no se puede menos que hacerle la pregunta de rigor:

–¿Qué sentía usted durante las peleas de su marido? ¿No tenía miedo de que le pasara algo?

–No, miedo no tenía. Gracias a la manera de boxear de mi marido. El nunca dejaba que le pegaran; ¿por qué iba a tener miedo?

Los chicos eran muy chicos para sentir algo, más que la alegría de los triunfos. Y ahora que pueden entender bien, la vida se ha vuelto muy tranquila para ellos. Con un papá hogareño y un futuro trazado: Ana María (15) va a ser profesora de educación física, es la única que piensa de verdad en los deportes. Nicolino (14) está en el Colegio Militar y le gusta el dibujo y la pintura, y la pequeña y pícara Nancy (10) va a quinto grado y ya toca bien el piano. Niños felices, con vocaciones que no los van a dejar con las manos vacías en el momento más rendidor de la vida. A ellos no vale la pena hablarles del miedo. Pero el padre sí; ¿qué miedo sentirá ahora sin saber dónde encaminarse? ¿Cuál fue el miedo que lo obligó a dejar el ring sin siquiera despedirse del público de Buenos Aires, que lo veneraba?

–El miedo que sentí es el miedo de perder. El miedo a defraudar a mi gente, de hacer un papelón. Otro miedo, no, ya se lo dije: si voy a subir al ring para dar treinta golpes y recibir otros treinta, no subo. Yo iba a dar treinta y que no me dieran ninguno, si fuera posible. A mí no me gusta que me peguen, ¿y a usted? Pero miedo sí, claro que lo sentí muchas veces. Si no, no sería un ser humano...

–¿Y no será que ahora echa de menos el miedo? Al fin y al cabo, es una sensación muy intensa. ¿No será para recuperar el miedo que ahora decidió ser aviador?

–Puede ser, no sé. Yo vuelo porque me gusta. Todo lo que hago es porque me gusta, nada más. Y me gusta ponerle la cara al peligro, eso nace de mí. Necesito sentir el vértigo del peligro.

–Si no, ¿se aburre?

–Sí, me aburro mucho, si no. Pero tampoco es tan así, porque no hay mucho peligro en volar. Usted sabe... yo tengo muy buenos reflejos.

–No te defiendas tanto. Nunca fuiste peleador de chico y ahora nadie te ataca. Aunque a veces el hacerte preguntas te puede parecer una agresión. Pero es a mano abierta y con la palma hacia arriba. Casi como una ofrenda.

Revista Gente,

16 de junio de 1977