Por Hugo Fontana
FUE EL IRLANDÉS Bram Stoker quien, tras la publicación de su novela Drácula en 1897, le dio forma humana e incluso una referencia histórica concreta al vampiro que había protagonizado hasta entonces cientos de leyendas desde la Edad Media. Vampiros, no-muertos, hombres lobo, bestias de todo tipo acompañaron durante siglos el imaginario del terror, de lo no explicado, de las fuerzas ajenas a toda voluntad del hombre e incluso a la de Dios. Paradójicamente uno de los pensadores que mayor atención le brindó al fenómeno fue Voltaire, quien en su Diccionario filosófico dedicó algunos comentarios al tema, entre ellos el siguiente: "Los vampiros eran muertos que salían por la noche del cementerio para chupar la sangre de los vivos, ya en la garganta, ya en el vientre, y que después de chuparla se volvían al cementerio y se encerraban en sus fosas".
Stoker no solo antropomorfizó a esos hambrientos y poco inocentes murciélagos, sino que acaso sin proponérselo los vinculó con ciertos ejercicios de poder particularmente brutales. Vlad Tepes, príncipe de Valaquia, fue el referente que el escritor utilizó para delinear su personaje, un oscuro príncipe que en el siglo XV mantuvo feroces guerras contra enemigos a veces turcos, otras veces húngaros, tratando de defender la independencia de un pequeño territorio hoy perteneciente a Rumania. Para ello, empleó uno de los métodos de castigo más crueles que el hombre alguna vez haya imaginado, el empalamiento. Ejerciéndolo acabó con la vida de más de 100 mil de sus amigos y enemigos, dentro y fuera de fronteras. Las malas lenguas también cuentan que, mientras sus víctimas se iban desangrando lentamente atravesadas por palos de punta roma y más de tres metros de largo, él almorzaba opíparamente.
Amo y señor. Como era de suponer, la leyenda del vampiro llegó al Río de la Plata con los primeros conquistadores y se hizo común tras los comentarios de Voltaire y de otros pensadores europeos, entre ellos Goethe, Rousseau y Víctor Hugo. Sus figuras y códigos fueron rápidamente trasladados al mundo de la política.
El terrateniente Juan Manuel de Rosas (1793-1877), nacido Juan Manuel José Domingo Ortiz de Rozas y López de Osornio, gobernó Buenos Aires durante dos períodos: desde 1829 a 1832 y desde 1835 a 1852. Su poder se extendió a toda la Argentina, provocando el exilio de muchos de sus opositores, quienes emprendieron tenaces campañas de prensa acusándolo de tirano absoluto, dictador venal y otros epítetos de similar tenor. Pero sobre todo lo compararon con un despiadado vampiro que inundaba de sangre el suelo patrio y en particular la provincia de la que era amo y señor. Si a ello agregamos que su divisa era punzó, poco basta imaginar para ver hasta los cielos teñidos de ese intenso color.
Varios intelectuales y futuros políticos argentinos debieron radicarse en Montevideo, donde editaron periódicos con nombres tan elocuentes como El Grito Argentino (1839) y Muera Rosas! (1841-42), entre ellos Juan Bautista Alberdi, Esteban Echeverría, Juan María Gutiérrez y Vicente Fidel López. Ellos además apuntaron sus dardos contra el general Manuel Oribe, a quien también le atribuyeron rasgos y comportamientos dignos de las mejores familias recién salidas de sus tumbas.
Buena parte de la leyenda sobrevivió a Rosas tras su caída del poder, pero su paso por la historia tal vez no permita otra cosa que identificarlo como un hombre de su tiempo. Su fanático federalismo no fue obstáculo para que practicara políticas proteccionistas, para que prohibiera la navegabilidad de los ríos ni para que multiplicara el poder de Buenos Aires ante las provincias. Su populismo tampoco obstó para que tanto él como sus amigos aumentaran sideralmente propiedades y fortunas. Cobijó al grupo conocido como la Mazorca, avance paramilitar del terrorismo de Estado. Pero cada tanto se yergue de su ataúd cubierto por una larga capa negra, observa el mundo con ojos enrojecidos, colmillos chispeantes, y vuelve a firmar algún decreto presidencial.
Mucha tesis. Gabo Ferro, músico, poeta e historiador, preparó su tesis de Maestría en Investigación Histórica en la porteña Universidad de San Andrés en 2003, se abocó precisamente al relevamiento de diversas fuentes -publicaciones, periódicos, documentos, etc.- que hicieron de Rosas y de su gobierno un símil de la leyenda del vampiro, apuntando sobre todo a la polisemia de determinados significantes y al peso de la metáfora en la construcción de los discursos históricos, en este caso de los que abarcaron los mencionados lapsos. Dicha tesis, según el autor, fue adaptada para este libro que se agrega a la vasta literatura dedicada a una figura que aún hoy sigue dividiendo a los argentinos.
El trabajo tiene interés, sobre todo si se atiende al perfil novedoso desde donde Ferro observa las luchas que tantas víctimas se cobraron. Pero en su conjunto, el volumen hubiera necesitado una edición que lo hiciera más fluido. Pesa demasiado el carácter académico de su formato inicial: el libro está cargado de notas a pie de página, el autor manifiesta permanentemente su intención de demostrar la veracidad y formalidad del objeto de estudio elegido, de sus fuentes y hasta de sus conclusiones. Así, deja en el lector la sensación permanente de que el destinatario de estas páginas es un tribunal formado por dos o tres docentes de alto grado que tendrán la decisión final sobre el valor de lo expuesto.
BARBARIE Y CIVILIZACIÓN. SANGRE, MONSTRUOS Y VAMPIROS DURANTE EL SEGUNDO GOBIERNO DE ROSAS, de Gabo Ferro, Marea Editorial, 2008, Buenos Aires, 261 págs. Distribuye Pablo Ameneiros.
Si Manuelita se fuera con otro
PARA QUE SUS PADRES aceptaran su casamiento con Encarnación Ezcurra, Rosas debió simular que ella estaba embarazada. El matrimonio tuvo luego tres hijos, Juan, María -muerta cuando niña- y Manuelita, nacida en 1817. Tras ocuparse directamente de muchos de los asuntos de Estado, Encarnación falleció joven, en el segundo período de gobierno de su esposo.
Fue Manuelita quien ocuparía luego no solo el rol protocolar desempeñado por su madre, sino el de fiel compañera de su padre, quien, apenas enterado del noviazgo de la joven con Máximo Terrero puso el grito en el cielo. Durante años Manuelita debió aceptar su forzosa soltería y recibir y hasta seducir a una pléyade de diplomáticos británicos que visitaban asiduamente a su padre. Apenas éste fue derrotado en la batalla de Caseros, a manos del ejército del general Urquiza, y a poco de comenzar su largo exilio en Londres, la niña se desposó con su antiguo e indeclinable amor.
El matrimonio duró 42 años y le dio tres nietos a Rosas, quienes lo visitaban frecuentemente en el establecimiento agropecuario que el gobierno inglés le había regalado en Southampton. Allí falleció, a los 84 años, en brazos de su hija.