Marea Editorial

Gabo Ferro

Por Pablo Plotkin

Gabo Ferro tiene lista su tesis doctoral: Barbarie y Civilización: sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas (1835-1852). Un riguroso análisis semiótico de la figura y del gobierno de don Juan Manuel cifrado en un sistema metafórico de vampirismo y fascinación por la sangre. Cantautor e historiador rupturista, Gabo Ferro habla de su sorprendente disco y de su novela de vampiros en los tiempos de Rosas. 

Gabo Ferro tiene lista su tesis doctoral: Barbarie y Civilización: sangre, monstruos y vampiros durante el segundo gobierno de Rosas (1835-1852). Un riguroso análisis semiótico de la figura y del gobierno de don Juan Manuel cifrado en un sistema metafórico de vampirismo y fascinación por la sangre. La historia reciente del autor se sintetiza en una extraña cadena de sucesos: el 31 de marzo de 1997, en el Hotel Bauen, Gabo enmudeció (literalmente) en el tercer tema del último show de Porco, banda de la que fue un performer revulsivo y un ideólogo detallista. Esa noche salió corriendo por Callao y, al día siguiente, comenzó a cursar Historia en la Universidad de Buenos Aires.

Obtuvo el profesorado en apenas cuatro años, alejado por completo de la música. Luego comenzó el doctorado, adquirió cierta notoriedad en el ámbito académico y, mientras encaraba su muy poco dogmática tesis sobre Rosas, una tríada de acontecimientos (un autorreportaje por encargo, ver en vivo a Flopa y cruzarse con Ariel Minimal y Fósforo, de Pez) lo empujó a reencontrarse con los sonidos y las ficciones. Así escribió, en una semana, las Canciones que un hombre no debería cantar, un álbum de folk intermitente, corrido, dotado de una sensibilidad de hermafrodita. Acompañado por Minimal, el pianista Leopoldo Limeres y el percusionista Rogelio Jara, Gabo susurra y maúlla con una expresividad lacerante y propone una experiencia de semiología emocional (“El amor no se hace”, “Palabras malas”).

En todo este tiempo en que estuviste retirado de la música, ¿al menos cantabas en la ducha?

Ni siquiera.

¿Y cómo fue que encontraste tu nueva voz?

Yo tenía mucha instrucción. Y cuando uno aprende rabiosamente una técnica, lo primero que tiene que hacer es olvidarla. Yo por suerte la olvidé. Así que seguí respirando como correspondía, no me lastimaba, y cuando volví a necesitarla, la voz seguía estando ahí. Un maestro mío me dijo alguna vez: “Cuidá la voz, que es lo único que no envejece”. Y no se equivocó.

¿Te da miedo volver a quedarte mudo sobre un escenario?

No puede pasarme más, porque tuvo que ver con los otros. Esto suena feo, pero yo estaba entregado a todos los capitanes del proyecto Porco. Lo mío era la letra, la performance, la artística... Yo suponía que padecer era parte del trabajo. Hasta que no pude más. Me molestaba estar convirtiéndome en una banda de culto. Era una injusticia. Iban a vernos cincuenta tipos y todo el mundo hablaba de nuestros shows. ¡Ahora resulta que todo el mundo vio mi enmudecimiento!

Ese padecer se transmitía en la propuesta de la banda, ¿no?

El primer disco de Porco tenía una fuerte carga escatológica, aludía a la muerte, al final. Mi situación de esa época se puede resumir en un hecho: esos amigos con los que te encontrás tres veces por año en algún bar o en algún recital, a los 22 años yo me los encontraba en velorios de amigos. Era un momento terrible. Y no podía contar otra cosa en mis canciones. Ese cruce entre Eros y Muerte –porque se daban cruces de Eros en esos lugares– era horroroso para alguien que estaba entrando en plena juventud.

¿Era mala vida o mala suerte?

Era el vih, concretamente. Amigos y amigas que caían por el vih. Era muy fuerte, yo no podía llegar a determinar qué pasaba. Y Porco tenía que ver con eso. Ahora estoy en un momento absolutamente autogenerado, de puro rechazo a todo lo que no tenga que ver con el amor, el afecto, las buenas maneras, el respeto.

Estás escribiendo una novela, también. ¿De qué se trata?

Trata sobre todo lo que no pude escribir en la tesis por no poder comprobarlo. Es sobre un vampiro en el Río de la Plata en la época de Rosas. Es un vampiro que se pierde de amor por Juan Manuel. En la tesis yo compruebo que había un homoerotismo importante en esa época. Es una novela corta, no muy pretenciosa.

¿Hay fricciones entre tus hemisferios, el musical y el de las ciencias sociales?

Se aman. Mi directora de tesis doctoral, a quien le encanta mi disco, me preguntó qué iba a hacer ahora. “Grabaré otro disco”, le dije yo. Porque ya me siento embarazado de mi próximo disco. Y ella me dijo: “Bueno, más tesis y menos canciones”. Y la verdad es que estoy haciendo las dos cosas. Escribo un capítulo para la tesis y de repente paro, agarro la guitarra y empiezo a tocar, y sale una canción. Así que, más que darse de patadas, mis dos lados se aman, conviven perfectamente.

¿Alguna anécdota que concilie ambos mundos?

Hace un año y pico me tocó estar en la mesa de un congreso muy poderoso en la Universidad de Córdoba, con muchos figurones. Cuando se dio la discusión y muchos chicos se sacaron festejando lo que yo decía –porque me estaba tirando contra gente grossa en el medio– el coordinador de la mesa dijo: “¡Pero esto ya parece un recital de rock!”.

¿La gente de la academia conocía tu lado rockero?

En ese momento no, yo todavía no estaba haciendo música. Pero para mí fue un clic. Es una especie de mandato que el rockero no pueda acceder a la escritura académica y vicerversa. Y yo creo que los historiadores deben cantarse algo de tanto en tanto y los cantantes deben leerse algo de tanto en tanto. Yo siempre canté lo que fue inconveniente a mi género, a mi posición social, cultural, familiar... Y me siento cómodo ahí. Así entiendo el rock.