Marea Editorial

Interrumpir el sentido del mundo

Fragmento de Un mundo común, de Marina Garcés, publicado en la edición N° 31 de diciembre del 2020 de la revista Boca de sapo.

Hay dos supuestos fundamentales de la creación moderna y contemporánea que hoy necesitan ser repensados: el compromiso, como condición del creador, y la intervención, como horizonte de su actividad creadora. La cuestión del compromiso y de la intervención aparecen históricamente ligados a la figura del intelectual o del artista como entidad separada: separada por su condición de clase y por sus capacidades, claramente distintas de las del resto de la población. Desde ahí, el compromiso solo puede ser vivido desde la distancia: como la decisión de una voluntad separada que interviene sobre el mundo. La cuestión que se plantea entonces es si el compromiso anula o refuerza esta distancia; si el intelectual comprometido afirma o niega, con su acto voluntario, su vínculo con el mundo.

En tiempos en los que la figura del intelectual comprometido adquirió dimensiones gigantescas y emblemáticas en el personaje de Sartre, Merleau-Ponty, amigo y compañero hasta un cierto punto de su recorrido común, escribió: “El compromiso en el sentido sartreano es la negación del vínculo entre nosotros y el mundo que aparenta afirmar”, “uno no se compromete más que para deshacerse del mundo”1 . Son palabras fuertes, escritas con el dolor de una amistad imposible y con la necesidad de una toma de posición en la que se jugaban destinos colectivos importantes en el curso de los movimientos revolucionarios de los años cincuenta en todo el mundo. Lo que estaba diciendo Merleau-Ponty es que el compromiso, como declaración unilateral de adhesión, es un acto que refuerza la distancia de una conciencia que se pone frente al mundo y que establece, como único vínculo con sus problemáticas, el vacío de una decisión libre de la voluntad.

¿Qué sentido tiene retomar esta discusión en nuestros tiempos? Aunque el mundo global no ha borrado las desigualdades sociales sino que las ha extremado, sí que ha anulado el lugar privilegiado desde el que mirar el mundo y el monopolio de las capacidades para interpretarlo y crear sentido. Los lugares se han multiplicado hasta el punto que parecen haber desaparecido y las capacidades se han diseminado. ¿Quién habla? ¿Quién piensa? ¿Quién crea? Más allá del espejismo unitario de la globalización y sus productos de mercado, hoy no sabemos desde qué garaje, barrio o idioma se están creando herramientas para construir los sentidos de la realidad. Contra la realidad única del mercado global se abre la sombra incierta de un (no-) saber anónimo del que nadie tiene las claves de interpretación. Proyectar sobre esta sombra del mundo los horizontes luminosos y bien localizados del compromiso y de la intervención, en un sentido tradicional dentro de la cultura de la izquierda, no solo no tiene sentido sino que es un acto de total deshonestidad. La honestidad con lo real no permite reeditar hoy el juego de distancias que dieron vida al intelectual-artista comprometido. ¿Significa esto que tiene que desaparecer y callarse para siempre? ¿Significa esto que ya no hay espacio para la crítica? Todo lo contrario. Significa que hay que ser más exigente y más honesto. Que no nos corresponde ya comprometernos con las causas del mundo sino implicarnos en él.

¿Cuál es el sentido de esta implicación? Sloterdijk hace una reflexión interesante: 

Si las cosas se nos han acercado tanto hasta llegar a quemarnos, tendrá que surgir una crítica que exprese esta quemadura. No es tanto un asunto de distancia correcta (Benjamin) cuanto de proximidad correcta. El éxito de la palabra “implicación” crece sobre este suelo; es la semilla de la Teoría crítica que hoy surge bajo nuevas formas […] La nueva crítica se apresta a descender desde la cabeza por todo el cuerpo

De la distancia correcta a la proximidad correcta. De la cabeza al cuerpo. No es un desplazamiento entre los extremos de una polaridad, sino entre reversibilidades. Implicarse es descubrir que la distancia no es lo contrario de la proximidad y que no hay cabeza que no sea cuerpo. Es decir, que no se puede ver el mundo sin recorrerlo y que solo se piensa de manera inscrita y situada. Parece simple, pero es lo más difícil porque exige cambiar el lugar y la forma de mirar. Como decíamos, hay que dejarse afectar para poder entrar en escena. Hay que abandonar las seguridades de una mirada frontal para entrar en un combate en el que no vemos todos los frentes. Este combate no se decide por voluntad propia ni, como decíamos antes, según el propio interés. Es a la vez una decisión y un descubrimiento: implicarse es descubrirse implicado. Implicarse es retomar “la situación para hacerla tangible” y, por tanto, transformable. Antes que transformar la realidad hay que hacerla transformable. Esto es lo que el poder hoy neutraliza constantemente, cuando nos hace vivir como si no estuviéramos en el mundo: vidas autorreferentes, privatizadas, preocupadas, anestesiadas, inmunizadas. Vidas ahogadas en la ansiedad de no poder morder la realidad.

Desde ahí, el sentido de la implicación se despliega en múltiples planos. En primer lugar, descubrirse implicado es interrumpir el sentido del mundo. No hace falta insistir mucho en cuál es el sentido del mundo: la realidad incuestionable del capitalismo como sistema y como forma de vida y la complejidad de un sistema de interdependencias que se nos presenta cada vez más inconmensurable, incontrolable, ingobernable. Gestionar la propia vida en este contexto es nuestro lugar y nuestro papel. Y tenemos que cumplirlo bajo amenaza de quedar “fuera de reparto”. Descubrirse implicado interrumpe este sentido que encierra nuestras vidas en la impotencia y las pone bajo amenaza. Como toda interrupción, abre una distancia. Pero no la presupone. A diferencia de la crítica, que necesitaba de la distancia para desplegarse, la implicación es el vacío de sentido que se abre cuando hacemos experiencia de nuestra proximidad con el mundo y con los demás. Esta proximidad es nuestro impensado. Esta proximidad es la que nos distancia y despega del sentido del mundo. Esta proximidad es la que provoca la crisis de sentido que nos fuerza a empezar a pensar, a hablar, a crear.

En segundo lugar, descubrirse implicado es dar paso a la fuerza del anonimato. En esta experiencia de nuestra proximidad impensada con el mundo y con los demás, se abre un vacío y a la vez se produce un encuentro. Somos desalojados de nuestra vida gestionada, de nuestro “Yo-marca”, y nos descubrimos entre las cosas y entre los otros, hechos de la misma materia que el mundo. “¿Lo real? Eso somos nosotros”, escribe Jon Sobrino. Este nosotros rehúsa ser imagen de sí mismo. Real, no es representable ni cabe en ninguna identidad aunque pueda alojar múltiples singularidades. Este nosotros ha hecho suya la fuerza del anonimato, es decir, la fuerza de un sentido del que nadie se puede apropiar. Desde la lógica separada del compromiso, el nombre se convertía en una firma, una estrella en la oscuridad. En la experiencia de la implicación, los nombres se convierten en las pistas de un juego de sombras. La fuerza del anonimato no necesita renunciar a los nombres. Un nombre asumido con honestidad es siempre una señal entre muchas de la existencia de un mundo común, de que “vivir es despertar en los vínculos”.

Por todo ello, descubrirse implicado es, finalmente, “adquirir pasiones inapropiadas”. Ni son adecuadas al sentido del mundo ni nos podemos apropiar de ellas. Estas pasiones son las posiciones que no se corresponden con ninguna opción identificable. No es un juego de palabras. Son los posibles que no se escogen y que desarticulan las coordenadas de nuestra realidad. Para la teología de la liberación estos posibles no escogidos son las víctimas, la verdad encarnada en sus cuerpos heridos, en sus vidas maltrechas. En ellas y con ellas está la pasión que no puede apropiarse el poder aunque la encubra con todo tipo de estrategias de victimización y de terapeutización. Descubrir nuestras pasiones inapropiadas es tomar hoy una posición. La posición de las víctimas, la posición de las disidencias, la posición de las resistencias… en definitiva, la posición que trazan los gestos de dignidad en una realidad flexible donde todo parece haberse hecho posible. La dignidad impone un límite compartido a la realidad: porque en la dignidad de cada uno se juega la de todos los demás. Marca una posición que debe ser afirmada o defendida en cada caso, en cada situación, produciendo en cada contexto su propio sentido. No se resume en un código de valores aplicable a cualquier tiempo y lugar (como propone la salida neoconservadora a la postmodernidad) ni necesita recurrir a una pura exterioridad (como parecen proponer las miradas hacia “lo otro” de occidente). Se juega en cada vida en tanto que está implicada en un mundo común.

¿Puede el arte que conocemos aportar algo en esta dirección? ¿Puede contribuir de alguna manera en la tarea de descubrirnos implicados, es decir, de interrumpir el sentido del mundo, reencontrar la fuerza del anonimato y adquirir pasiones inapropiadas? La poetisa austríaca Ingeborg Bachmann escribió: toda creación “nos educa en una nueva percepción, en un nuevo sentimiento, en una nueva conciencia”. Sin ellos, sin este anhelo de verdad, solo nos quedaría el propio movimiento del creador. En nuestro mundo de hoy, este movimiento sin verdad sería el ir y venir del artista (y de todas las demás figuras de la cultura contemporánea) cuando se entrega al movimiento incesante de la elaboración de su currículum y de sus innumerables proyectos: “Vemos la espuma en sus labios y aplaudimos. Solo se mueve entonces este aplauso fatal”. Cuando una nueva posibilidad de percepción, de sentimiento y de conciencia que se abre en una creación artística ya no se plantea si nos interesa o no nos interesa, necesariamente nos convoca. Pero no nos convoca como público. En toda creación, en toda idea verdadera, se produce el efecto de una autoconvocatoria. Toda idea verdadera abre el campo de un nosotros recorrido por la inquietud de la que no podemos ser consumidores, ni espectadores ni especialistas. Una inquietud que solo podemos compartir y transmitir. Este es el efecto de la toma de posición que desarticula el mapa de los posibles, “un puñetazo que sacude el mar helado que todos llevamos dentro”.