Marea Editorial

La fe que se convierte en trampa

En Cuando nada vale nada (Marea), el economista inglés propone reformar la sociedad de mercado de manera que el intercambio se rija por la necesidad y no por la búsqueda de la ganancia

Por Raj Patel 

La historia de la esclavitud no sólo muestra que aquello que está permitido comercializar puede variar de época en época, sino también que las leyes que establecen lo que pertenece al mercado pueden ser revocadas. En alguna época, la esclavitud estaba permitida; hoy ya no lo está. En otras palabras, esto significa que no es natural que compremos y vendamos cosas en busca de una ganancia y que dejemos que el mercado fije los precios. Antes de que las mercancías se puedan intercambiar, tienen que ser objetos que la gente crea pasibles de intercambio. De hecho, la mayoría de las cosas que compramos y vendemos actualmente no fueron siempre mercancías, en el sentido que hoy damos a la palabra. La tierra, la música, el trabajo, la atención, la gente o la comida supieron ser objetos que comportaban un estatus mucho más ambiguo. Todas estas cosas se volvieron mercancías a través de procesos pausados y complejos, con el objeto de ser intercambiados en mercados muy específicos. En 1944, un disidente húngaro dedicado a escribir en Gran Bretaña durante la Segunad Guerra Mundial publicó uno de los análisis más profundos de este proceso.

El libro La gran transformación, de Karl Polanyi, trata acerca de la historia de la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, con una extensa discusión sobre las recónditas leyes de Speenhamland, originadas en el siglo XVIII, un sistema inglés de "leyes de pobres" diseñado para aliviar las penas más duras de la pobreza rural por medio de un bienestar que se calculaba según el precio del pan. Sin embargo, la tesis de Polanyi no se reduce a las formas previctorianas de asistencia social, sino que apunta a señalar los lazos que unen a los mercados con la sociedad que los rodea. [...] Polanyi sugiere que el capitalismo necesita las instituciones de la sociedad, ya que, para que los mercados efectivamente funcionen, la sociedad debe permitir una mercantilización de los objetos que haga posible su circulación económica. De allí el título elegido por Polanyi: la "transformación" alude a la forma en que los grupos sociales más poderosos intentaron convertir a la tierra y al trabajo en "mercancías inventadas", cosas en un principio muy distintas de los bienes que tradicionalmente se intercambiaban en el mercado.

Tal vez sueñe extraño referirnos a la tierra y al trabajo como "inventados", cuando el corazón de la vida laboral moderna late al ritmo de los salarios y de la renta, pero todo eso no indica sino la profundidad de la transformación: alteró las convenciones sociales de una forma tan brutal que hoy resulta imposible pensar de otro modo. En otras palabras, la transformación no sólo cambió la sociedad, sino que también nos cambió al alterar la forma en que vemos el mundo y nuestro lugar en él.

[...]

Ver el mundo a través del lente del mercado nos ha traído problemas. Sin embargo, la gran transformación fue tan profunda que es difícil imaginar que podamos medir y manejar el mundo de otra forma quer no sea poniéndole precio y dejando que el libre mercado lo resuelva. Nos aferramos al mito de los mercados autosuficientes, a pesar de todas sus deficiencias, porque sentimos que sin ellos estaríamos perdidos. Sólo tenemos una brújula para medir el valor de las cosas y, a pesar de que raramente nos señala hacia dónde ir, nos ayuda a sostener la fantasía de que sabemos hacia dónde nos dirigimos.

Parece como si todos sufriéramos la ceguera de Anton. Llamada así por el neurólogo austríaco Gabriel Anton (1858-1933), se trata de una enfermedad poco común que puede ser ocasionada por un ataque o por alguna lesión cerebral traumática. El síndrome se caracteriza por hacer que el enfermo quede ciego y que, sin embargo, crea fervientemente que puede ver. La enfermedad, también conocida como el síndrome de Anton-Babinski, ocasiona que los pacientes declaren ante sus médicos que "no les pasa nada", relatando al mismo tiempo haber atravesado extraños episodios alucinatorios. Los pacientes ven fenómenos inexplicables: una paciente declaró haber visto por su ventana un pueblo que no recordaba que se había construido y, en otra ocasión, dijo haber encontrado en su casa a una niña que pedía comida. A su vez, la gente que padece la ceguera de Anton sufre moretones y heridas a causa de su visión defectuosa, pero encuentran justificación en su torpeza y su distracción. De hecho, lo que efectivamente permite diagnosticar la enfermedad son las historias increíbles que cuentan para explicar los accidentes. No es muy distinto de insistir en los beneficios magníficos del libre mercado y poner excusas frente a los fracasos reiterados.

La ceguera de Anton se ubica en la categoría clínica de la anosognosia, un término creado por el neurólogo francés Joseph Babinski (1857-1932) y derivado del término griego que significa "desconocimiento de la enfermedad" [...]. Las anognosias como la ceguera de Anton pueden ser males individuales, pero también pueden ser males sociales que no sólo alteran la forma en que nos vemos a nosotros mismos, sino que pueden perturbar nuestra capacidad de ver a los otros tal y como son. Una visión del mundo cuyo punto de referencia sea el mercado no sólo alterará la forma en que nos veamos a nosotros mismos, sino que proyectará nuestra propia incapacidad a los demás.

Como metáfora, la ceguera de Anton es útil para ver por qué es tan difícil comprender la economía actual. Vivimos atrapados en una cultura que insiste en que la forma más adecuada de ver el mundo es a través de un mercado salvaje, declarando que, mediante el ejercicio ilimitado de la oferta y la demanda, podemos hacer del mundo un lugar mejor. Esto no es sólo delirante, sino que también distorsiona nuestra mirada sobre el resto del mundo. Ver al prójimo como un mero consumidor nos impide ver las conexiones más profundas que unen a las personas y al mismo tiempo distorsiona nuestras decisiones políticas. En tanto consumidores de alimentos, por ejemplo, tenemos dos posibilidades: hacer pública una objeción o negarnos a comprar los bienes, es decir, hablar o salir del sistema. No hay margen de negociación para conseguir que todos tengan qué comer, no hay modos de convertirnos en coproductores: las únicas alternativas son suplicar por un cambio o retirarse. No hace mucho que escuché el pobre lenguaje del consumismo saliendo de la boca de una joven manifestante que protestaba frente a la embajada iraní en Londres: exigía que el gobierno iraní "compensara" el fraude de las últimas elecciones, como si el problema del gobierno se redujera a una mala atención al cliente que puede mejorarse sencillamente con una notificación al supervisor.

Sin embargo, no estoy defendiendo un mundo sin mercados. La idea de un mercado en tanto lugar en donde gente con diferentes necesidades puede reunirse para intercambiar bienes es común a todas las civilizaciones. Pero lo que caracteriza a los mercados modernos es que el intercambio no se rige por las necesidades, sino por la búsqueda de la ganancia. La idea de que lo mejor para una sociedad es que sus mercados se organicen en función de la ganancia y de que lo mejor para su funcionamiento es reducir la intervención al máximo es puramente ideológica. Las reglas de funcionamiento del mercado son establecidas por los más poderosos: nuestra tragedia es haber permitido que esto sucediera. Nuestra ceguera, nuestra anosognosia, consiste en la fe que depositamos en una fuerza que no ha hecho más que traicionarnos, bajo la premisa empíricamente falsa de que un mercado dirigido por la búsqueda de la ganancia puede señalar el auténtico valor.

Por eso tenemos que buscar un modo de curarnos de esta enfermedad. La historia nos muestra que la cura no puede provenir sólo del gobierno, sino que exige un cambio de la sociedad de mercado en su conjunto. Como demostró Polanyi, el nacimiento del libre mercado requirió una violencia enorme, pero esto no fue todo: la gente también se defendió. Las leyes de Speenhamland fueron sancionadas como respuesta a la cólera de los pobladores rurales que sufrían el saqueo de los cercamientos. Las "leyes de pobres" no muestran cómo los mercados autosuficientes hacen que las cosas puedan comprarse y venderse, sino que son una respuesta a las demandas sociales que surgen en la época del libre mercado. Polanyi nos mostró cómo la gente se resistió al mercado en expansión y, en esta oscilación, las leyes de Speenhamland son un ejemplo de lo que él llamó un "doble movimiento". Por un lado, para convertir a la tierra y al trabajo en mercancías fue necesario marginar a enormes sectores de la población. Por otro lado, hubo un segundo movimiento como respuesta de una sociedad que buscaba sanar las heridas ocasionadas por los mercados en expansión. Y ambos movimientos se enmarcan dentro de la misma sociedad de mercado.

Aunque la fuerza relativa de los movimientos y su resistencia pueden variar, no se trata de un tira y afloje entre un mercado que intenta empujar a la sociedad hacia el progreso y una resistencia que intenta atarla al pasado. La gente opone su resistencia con los recursos que tiene a su alcance, pero a partir de estas acciones y estas asociaciones surge toda una serie de instituciones completamente nuevas, como el New Deal en los Estados Unidos o los Estados de Bienestar europeos. En la visión de Polanyi, el cambio social no es un proceso de avances y retrocesos tímidos, un baile colectivo que, luego de mucha conmoción, nos deja en el mismo lugar en que estábamos. Es más bien como una sinfonía infinita, en la que cada movimiento parte de donde termina el anterior.

Las resistencias del mañana acudirán a los blogs y al Twitter, recurriendo a las ideas y a la tecnología más moderna, así como a la vieja acción directa, para luchar por un mundo distinto y sustentable. La forma que tenga el futuro dependerá de nuestra capacidad para imaginar una sociedad de mercado distinta y para pensar en nuevas formas de ver el mundo que no dependan de la voluntad del libre mercado.

Traducción: Agustín Cosovschi