Las dos muertes de Aramburu, el nuevo libro de Alejandro Tarruella, lleva como subtítulo “El general que nunca fue fusilado”. Es en esta letra chica de la portada en la que se despliega el eje central de la trama. Lisandro es un joven militante que, por la propia lógica de las formas de encuentro en las calles y los bares, se entera de una información que desmiente la versión oficial sobre el fusilamiento del general Pedro Eugenio Aramburu, uno de los líderes del golpe de 1955. ¿Qué hacer con ese dato que ni siquiera se podía decir públicamente? ¿Cómo confirmar esa hipótesis que Lisandro, como muchos otros militantes, sostuvieron en sordina durante décadas?
La novela se estructura en dos partes, donde entender el contexto del cruce de la militancia, el trabajo, la noche y las calles en un tiempo de resistencia y turbulencia permite comprender la obsesión de Lisandro.
Periodista y escritor, Tarruella trabajó en medios como Primera Plana, Panorama, Clarín, Diario Popular y Humor; en las radios Rivadavia, Excelsior, Splendid, LRA Nacional y Nacional (Suecia), y en los canales 7 y 9. Entre sus libros se cuentan Historia política de la Sociedad Rural (2019), Guardia de Hierro. De Perón a Bergoglio (2016), Envar “Cacho” El Kadri. El guerrillero que dejó las armas (2015) y El largo adiós de los Montoneros (2012), además de poesía y narrativa.
En diálogo con Caras y Caretas habló de cuánto de él mismo vive en Lisandro, de aquella Avellaneda obrera, territorio de gran parte de la novela, y de lo que aquella historia de operaciones de inteligencia pervive en el presente.
–¿Cómo surge hacer esta novela política que tiene algo de costumbrismo, historia personal y espionaje?
–Tenía 20 años cuando me enteré del episodio que había sucedido. Fue tres o cuatro días después del anuncio del fusilamiento de Aramburu. Sabía que no podía revelar lo que sabía porque me podían matar. Eso, que llevaba guardado en secreto, se convirtió en una obsesión. Entonces me puse a hacer una cosa insólita: escribí una novela de mil páginas sobre cuestiones de la época, hasta que entendí que era una obsesión. Unos años después empecé a juntar material periodístico sobre el tema. Había un cable de la agencia Associated Press, al que nadie le dio pelota, enviado por Oscar Serrato, corresponsal en Buenos Aires, que encontré años después revisando diarios. Ese cable hablaba de la relación del episodio Aramburu con el gobierno de Onganía, y con el ministro del Interior, Francisco Imaz. Lo ubiqué a Oscar, que me corroboró que el cable era cierto. Junté material a lo largo del tiempo, y hace unos 25, 30 años empecé a escribir a partir de esta investigación. Mi dilema era si era un ensayo o una novela. Y me fui inclinando por la novela, porque te permite la ambigüedad, como señala Umberto Eco. Y también porque estoy convencido de que en el periodismo no decimos la verdad, sino que decimos lo que es verosímil. Para acercarse a un hecho es clave la verosimilitud, que aporta credibilidad. Entonces aposté por la visión de la ambigüedad y lo verosímil. Si bien yo lo supe apenas ocurrió, no vi el cadáver, entonces solo podía creer. Después, elaborando el material y los hechos, todo comienza a tener un grado muy alto de verosimilitud. Esa es la idea con la armé la novela durante años.
–Elegir la ficción política es consistente con tu formación, sos parte de una generación que tuvo maestros para los que periodismo y literatura iban de la mano.
–Sí, y hoy lo agradezco. Empecé muy chico en esto y a los 19 ya tenía trabajo como periodista. Era mucho más afable ese mundo. Me fui siendo pibe a verlo a Juan Gelman, que ni me conocía, y al final terminamos siendo amigos; lo mismo con Germán Rozenmacher o con Roberto Vacca, que fue maestro mío. Trabajé con monstruos como Horacio Salas, Bernardo Verbitsky, Luis Más, un español que era un genio. Por ahí a las dos de la tarde te decían “haceme esta nota de nuevo, Hemingway” y te la tiraban al piso. Pero ese mismo tipo, a las seis de la tarde te decía “vení a las ocho a comer en el restaurante tal”. Con el tiempo me di cuenta de que tres cenas con esos tipos eran un master.
–Contabas de tus charlas con ellos, las cenas en restaurantes después del horario en la redacción y la política circulando por allí. Este relato parece ser parte de los caminos de Lisandro en la novela. ¿Cuánto tiene de autobiográfico?
–Me preguntaron si podía tratarse de un alter ego, y yo digo que es un alter ego relativo. Yo venía de vivir en zonas rurales y semirrurales, y al llegar a la capital me integré a ese mundo. Pero tuve momentos duros que no tenía sentido narrar como si fuera Lisandro. Después de vivir en hoteles en Buenos Aires, yo ya militaba, voy a Avellaneda, que era una zona fabril maravillosa. En ese tiempo vivía en Crucecita, camino al Dock Sud. Había dos restoranes abiertos toda la noche, a donde iban camioneros, gente de la noche, militantes políticos. Comíamos todos los días en el Paraguayo, famoso boliche de Ocantos y Mitre. En esos boliches te encontrabas con Herminio Sande, presidente de Independiente, y viejos militantes, y entre todos se formaba un vínculo muy fuerte. Lo mismo en librerías de viejo al lado del Puente Viejo, del Gálvez, donde se peleó contra los ingleses. En esa época Avellaneda tenía una vitalidad impresionante. Yo me había especializado en volantear el sur, con equipos vinculados a la CGT, porque había espacios que ya no existen, como los frigoríficos La Blanca y el Anglo. Ahí fue donde empezó Etchecolatz, y aunque no quise ahondar en eso en la novela, lo tuve encima durante nueve años y me le rajé todas las veces. El tipo estaba loco porque en el 69 le organizamos una movilización de cinco mil personas en la plaza Alsina. Y todo eso que es parte del clima de la novela, son cosas que yo viví.
–¿Como era la vida política en Avellaneda en los años 60 y 70?
–Avellaneda era una especie de Berisso-Ensenada. Tuve la suerte de vivir en Ensenada previo a vivir en Avellaneda, cuando tenía nueve años. Siempre digo que vivía en Cinecittà, porque era estar en el neorrealismo. Las calles, las casas de chapa, los bares donde paraban los tanos. Vivía enfrente del astillero y a las seis de la mañana me levantaba para ver cómo entraban y salían los obreros. Eran tres mil obreros. Iban al boliche de la esquina, donde yo compraba, a tomar cerveza negra caliente. No había heladeras en ese tiempo. Los chicos jugábamos a los piratas arriba de los barcos hundidos. Cerca estaba el final del parque Pereyra Iraola. Yo digo que soy baqueano en la selva, porque el último tramo de la selva brasileña estaba ahí adentro, y nosotros nos metíamos. Había víboras de la cruz, yarará, si te caías en un pozo había gas metano y te podías morir. Esto te permite un contacto con el pueblo, y me dio un handicap para vivir en Avellaneda, que tenía una característica parecida, era muy obrera. Estaban los anarquistas, los del PC, después los protomontoneros. Milité con Armando Croatto, un militante histórico de Montoneros. Íbamos a Plaza de Mayo y siempre se sumaba gente, vinieron los muchachos de Gerli, que eran de los primeros movimientos de homosexuales. Por ese tiempo en Avellaneda había pruritos, pero si estábamos de acuerdo en lo básico, para mí estaban adentro. Una vez vinieron unos muchachos y me dijeron: “Tenemos que hablar con vos, porque somos del Sindicato de Estudiantes de Secundario de Lomas de Zamora, queremos estar con ustedes”, y yo los sumé. Después todos me decían “che, loco, pero esos tipos son de derecha”. “Dejate de joder, hombre”, contesté, “si vienen a las manifestaciones con nosotros cómo van a ser de derecha”. Tiempo después me enteré de que eran de la Acción Católica. Eso era Avellaneda, una mezcla. Estaban estos y los de Cristianismo y Revolución. Milité con el Gallego Fernández Palmeiro, que era mi maestro y quien me salvó la primera vez que me fue a buscar Etchecolatz. Avellaneda era como Ensenada y Berisso, pero más cercano a la capital.
–La segunda parte de la novela tiene un tono más vinculado a la lógica de la información. ¿Qué es lo que te interesaba a la hora de darle esa estructura?
–En la segunda parte entra a jugar la ficción de la investigación, que armé para permitirme tener toda esa información adentro. El personaje va buscando los datos que completan aquella primera visión, para tirar la hipótesis final. Por ese trabajo se produce el encuentro con los dos investigadores, Florencia y Juan Manuel. Aparece que Perón sabía que Aramburu había muerto de una lipotimia y no fusilado. A él le avisó gente de la inteligencia alemana. Ese dato yo lo tenía de antes, y cuando ya estaba editando el libro, aparece una persona y me dice: “Te quiero contar quién es el tipo ese de la inteligencia alemana, mi esposa fue su secretaria”. A partir de tener esa información, busqué a quienes lo conocieron y di con dos fuentes que corroboran que el tipo estaba en esa actividad.
–Hay una mirada sobre la conducciones de Montoneros en la novela. ¿Qué valor tiene poder repensar ciertas cuestiones de su actuación?
–Yo hablo en particular sobre Firmenich. El tema no era la organización, por eso hago la aclaración de que esto no quita en absoluto aquella maravillosa juventud, y ni hablo de la gente de Montoneros. Solo puse alguna parte, no todo, porque aparecen otras relaciones del servicio de inteligencia con él en particular. Me parece que eso tiene bastante que ver con lo que nos está pasando ahora. Nos comemos muchas cosas que tiene origen en operaciones encubiertas. Vivimos un saqueo absoluto y total, y eso tiene que ver con proceso que comenzó en 1976.
–¿Cuál es la relación de aquellas operaciones, el golpe de 1976 y el presente?
–Eso tiene que ver con este tiempo, puesto que hay un armado permanente para perjudicar, horadar y terminar con toda resistencia popular. Hay una trama político-institucional en decadencia, y se confunde sostener el sistema de instituciones con la necesidad de la organización del pueblo. La organización del pueblo es un plano; la organización político-institucional es otro. Hay que darle cabida al pensamiento de Perón, la organización que vence al tiempo es aquella que tiene al pueblo incorporado en esa organización. Nos metemos en esta confusión que nos lleva a falsas peleas. El sistema parlamentario es el que hoy sostiene a las corporaciones. Es la representatividad de las corporaciones. Si no miremos a la Corte manipulada por Macri. Tenemos que ser flexibles entre nosotros y severos con quienes tratan de destruirnos. Pienso positivamente, pero hay que tomar en cuenta esto para volver a organizarnos en serio.