Marea Editorial

Pionera del rock nacional. Editó un disco con su nombre y formó bandas, pero todo cambió cuando se mudó a Los Ángeles como indocumentada

Después de subir al escenario del B.A. Rock y componer canciones, en EEUU Gabriela soportó el acecho de un psicópata y el acoso del patrón de una mansión que limpiaba para sobrevivir.

Abre la puerta y a modo de bienvenida dice, riendo: “La vida es una herida absurda”. Mira a los ojos y pregunta: “¿O preferís ‘Sentir que es un soplo la vida?’”. El recibimiento tanguero sale de la voz pionera del rock argentino. Se relaciona con que, dice, está en el medio de una etapa de revisiones, replanteos. Gabriela, la mujer sin apellido o con muchos –Parodi, el de su padre; Molinari, el de su primer marido; Marrone, el de su actual pareja– advirtió que llegó el momento del balance. Hace cuatro años colgó la guitarra en el ropero y se lanzó a escribir, intrépida, sus memorias. Lo que podría parecer un pasatiempo es, en rigor, un tremendo relato generacional. De la postal bucólica en la pampa bonaerense con abuelos y caballos a penar indocumentada en Los Ángeles, de probar por un segundo el trono de la Joni Mitchell argentina a soportar el acecho nocturno de un psicópata, o el acoso del patrón de una de las mansiones que debió limpiar, Gabriela confiesa como el poeta –con minuciosidad, detalle a detalle– que ha vivido.

¿Quién es esta mujer con nombre de pila y reverberancias de festivales de rock, bambula y contracultura? “Ya el tema de mi no-apellido sugiere un conflicto, lo sé. No tiene nada que ver con el feminismo. Soy de otros tiempos, pero en ese sentido fui moderna. Gabriela a secas. El de la identidad es una cuestión que me atraviesa. Nunca supe bien qué apellido usar, o de dónde soy, por ejemplo. Tardé demasiado en darme cuenta de que mi sitio es aquí, en la Argentina”.

Parte de su vida transcurrió de aeropuerto tras aeropuerto, al ritmo de las derivas laborales de su padre diplomático. Una infancia y adolescencia hecha de desarraigo y amigos siempre pasajeros y, de fondo, la inocultable enfermedad de su padre. “Sufría bipolaridad. Tuvo decenas de intentos de suicidio. Al final logró su cometido. Se ahorcó. De algún modo fue una noticia esperada. Papá estaba mal, mal… Iba de la euforia de creer que podía todo a permanecer encerrado días en el dormitorio, con las persianas bajas”.

Las imágenes se suceden, antes y después. Con vértigo, la vida de Gabriela se despliega como un reel caprichoso: ácidos en un concierto de Grateful Dead, diálogos con Julio Cortázar en París, un nomadismo que la llevó de Dublín a Estambul, de San Pablo a Estocolmo, del oro de asomar como promesa de la canción internacional al barro de no tener techo, y dormir en el asiento trasero de un auto… El título del libro es elocuente: Las mil vidas de Gabriela. Memorias de la pionera del rock argentino. Y, debajo, la firma con el apellido paterno: Gabriela Parodi. Otra definición.

Grabó con Bill Frisell y sacó discos muy buenos como Ubalé, Altas planicies y Detrás del sol. Pero quedó congelada en la historia de la “música progresiva nacional” como aquella morocha de ademanes hippies que hacía canciones que, en su temática, resaltan como documentos de época: “Campesina del sol”, “Voy a dejar esta casa, papá” y “Haz tu mente al invierno del sur”. Fue la Primera Dama: ahí andaba, en el amanecer de los 70, rodeada de una súperbanda integrada por Edelmiro Molinari en guitarra, Hugo González Neira en teclados, Rinaldo Rafanelli en bajo y Rodolfo García en batería, e interactuando con Litto Nebbia, León Gieco, Oscar Moro, David Lebón, Emilio Del Guercio y otros. “Y sí, fui la primera”, dice en el living de la casa que habita en Belgrano R desde que volvió definitivamente a la Argentina, en 1992. “Había otras mujeres. Pero la primera que cantó en los festivales y entre los músicos de la época, la que componía y sacó un disco con su nombre, fui yo. La segunda fue Carola Cutaia”.

No lo dice con afán competitivo. No hay altanería en el relato. Sus formas sugieren elegancia y hasta fragilidad. Es más: desliza cierto cansancio de volver una y otra vez a esa época. Lo dice resignada. “Sé cómo es la cosa. De hecho, el libro dice: ‘Memorias de la pionera del rock argentino’. No dice: ‘Memorias de la cantante que grabó con Bill Frisell”, sonríe amargamente. Acepta incluso haberse vuelto un ícono feminista. Desde la perspectiva de género, sus comienzos fueron resignificados. “Me hice un lugar en un ambiente totalmente masculino. Yo no me di cuenta, para mí era todo natural. La verdad es que me trataban bien. Nunca nadie se sobrepasó. Okey, sabían que estaba con Edelmiro Molinari. Pero tenía onda con muchos: con Moro, con Lebón, con los Vox Dei, que eran unos caballeros”.

Se casó con Edelmiro, partió en 1974 a Los Ángeles y tuvo a Cecilia, su única hija. El viaje a California fue fruto de la convergencia del clima político que empezaba a respirarse en la Argentina y la atracción del sueño del flower power, que aún conservaba ecos en la Costa Oeste de los Estados Unidos. Los Ángeles fue el punto de partida de un derrotero escabroso, con períodos de hambre y depresión. Cuando la relación con Edelmiro no dio para más, comenzó una historia con el guitarrista Pino Marrone, exintegrante de Crucis. Hace 40 años que están juntos. Marrone fue parte de la avanzada rockera que se instaló en Los Ángeles: entre ellos, otro Crucis como Aníbal Kerpel, los Arco Iris Gustavo Santaolalla –con su pareja, Mónica Campins–, Dana y Ara Tokatlian y, por un período breve, León Gieco con Alicia, su esposa. “Con Edelmiro estábamos desde antes. Nos produjo una gran alegría que llegaran otros argentinos a California. Fue como un alivio. Fuimos todos muy compinches, pero duró poco. La vida se había puesto dificil”, dice.

–En el libro hablás de esas dificultades. Hay pasajes muy fuertes, algunos siniestros… ¿Qué te llevo a quedarte en Los Ángeles?

–Ahora lo veo: fue una obsesión. Estaba fascinada con la idea de Los Ángeles. Ahí tocaban habitualmente los artistas que adoraba, desde Joni Mitchell hasta Crosby, Stills, Nash & Young. Era el centro de la música que me gustaba. Quería triunfar como cantante, estar en el ojo del huracán. Me negaba a volver con la frente marchita. Y fueron pasando los años.

–¿Qué pasó con ese deseo de triunfar?

–Fui perdiendo la ambición. Por suerte: cuando perdí la ambición empecé a ser feliz. Me tengo que hacer cargo: no era un personaje fácil en el mundo de la música.

–¿Por qué?

–Siempre hice lo que quise. Mirá: trabajé en sitios horribles, hice cualquier cosa. Pero con la música no transé. En mi época de Suecia, me querían lanzar en Japón con un tema que era un éxito de Julio Iglesias. Me negué. Preferí morirme de hambre a conceder algo así. La música es sagrada para mí.

–¿Sentís que tu música y ese tesón no han sido valorados en la Argentina?

–Definitivamente. En parte fue mi responsabilidad. Demoré en volver. Creo que con Altas planicies di un gran salto como artista. Pero voy a tener 90 años y la gente en la Argentina me seguirá recordando por “Voy a dejar esta casa, papá”. Y bueno… También siento orgullo de ese disco.

Tiene razón: su discografía exhibe la depuración de una artista total. Como cantante, compositora y cómo generadora de bandas –esa capacidad alquímica de saber a quién elegir–, ha cambiado de piel sin perder personalidad. De la canción rock a cierto jazz estilizado, de músicas que se oyen como climáticas bandas de sonido al tex mex, pasando por el country y otros folclores, alcanzó una sofisticación que no ha sido puesta en valor. Ubalé (1980), Friendship (1983) y especialmente Altas planicies (1991), Detrás del sol (1997), Viento rojo (2000) y El viaje (2006) son álbumes diferentes entre sí, pero cada uno aporta un rasgo distintivo, único, con cohesión sonora. Nada se oye inorgánico, todo fluye con concepto. Gabriela es una mujer que maneja ideas. Y cada letra (“¡son todas autobiográficas!”) pide una escucha atenta. En Detrás del sol consolidó su sociedad compositiva con Bill Frisell –guitarrista clave del jazz de los años 80 y 90– y también con Pino Marrone. Pero el fan argentino la devuelve una y otra vez al disco debut y a la foto en blanco y negro del módico Woodstock criollo, que fue el festival B. A. Rock.

Más allá del gesto nostálgico, sobran motivos para volver a aquel debut. En su frescura y candidez, es un disco notable, se volvió de culto y ahora Sony anunció la edición del LP en vinilo. Ya subió a las plataformas digitales dos simples, que estaban inéditos más allá de la publicación original: Abre el día y Campesina del sol (1972) y Mamá, Mercurio ha venido por mí Parte I y Mamá, Mercurio ha venido por mí Parte II (1974).

La gran canción de esa época es “Voy a dejar esta casa, papá”. En plan Janis Joplin y en sintonía con un tópico de época –la historia de la chica que abandona el hogar para huir con un príncipe azul hippie–, Gabriela traficó en su temprano hit un mensaje secreto a su padre. “Escribí la canción para que él me prestara atención –dice–. En mi imaginario fantaseaba que se acercaba para cuestionarme la letra y que, finalmente, nos fundíamos en un abrazo. Pero papá no podía percibir nada. Me dijo: ‘Qué linda canción que me hiciste. Gracias’”. Es su propio, íntimo y árido “She’s Leaving Home”, el tema de los Beatles que definió ese instante de la tensión generacional. Gabriela utilizó la bala de plata en el intento de acercamiento, aún por la negativa, con su padre. “Nunca logré comunicarme. Cuando sos joven te mostrás frágil ante esas cosas. Después, la vida te va endureciendo. Yo lo único que quería era huir. No sabía cómo ayudarlo”.

Lectora voraz de joven de Roberto Arlt y Ernesto Sabato, admiradora de las obras de Paul Bowles y Doris Lessing, Gabriela contó su historia con una prosa elegante. Como si toda la vida se hubiera dedicado a escribir. De adolescente dio vueltas alrededor de una novela. Llegó a terminarla y se la llevó a Jorge Álvarez. Antes de ser agitador del rock argentino con el sello Mandioca, Álvarez fue sido editor de libros fundamentales de los 60, de Rodolfo Walsh a David Viñas. “Me dijo que le faltaba, que se notaba que era la primera novela. Tenía razón Álvarez. La volví a leer: es malísima”.

Tendió lazos con escritores argentinos actuales, que tal vez en un principio empatizaron con ella por la música. Son los casos de Andrés Neuman, Eduardo Berti y Edgardo Scott. Fueron los primeros lectores de las memorias. ¿Qué vieron en ella? Radicado en Francia, Scott manda un mail: “El libro se puede leer un poco como novela de iniciación y un poco como road movie. Gabriela recuerda y reconstruye una época que hoy se nos presenta como toda una aventura. Con una voz narrativa equilibrada, los capítulos van dejando caer aprendizajes, experiencias y hasta enseñanzas sin ninguna pretensión y con una impronta algo zen y beatnik también. Por cierto, leída en clave de género, es un testimonio directo y valioso sobre todo para comprender que muchas cosas que hoy se aceptan o se discuten de manera masiva, hace 50 años algunas mujeres ya las postulaban, explicaban y defendían. Y además están todas esas anécdotas del rock, de los inicios del rock argentino, contadas desde otro lugar, con otra mirada, que expanden nada más y nada menos los límites de nuestra alicaída cultura musical”.

–En varios pasajes del libro se advierte que fuiste cuidadosa con ciertos personajes…

–Sí. Hay gente que está viva y que no quise dañar. No conté todo. Es mi historia, hay cuestiones muy crudas. Ya está. Soy yo. ¡Ya no le echo más la culpa a mamá y papá! Ni a nadie. Fui lo más honesta que pude. Y lo más cuidadosa que pude. Está Edelmiro, está mi familia, mis amigos… Mejor así.

–¿Por qué publicaste este libro? ¿Por qué ahora?

–Mi hija es editora. Vive en Nueva York, pero tenemos mucha relación. Me venía insistiendo: “Mamá, ¡largate a escribir de una vez por todas!”. Al final le hice caso. Me puse hace cuatro años, y la pandemia precipitó todo. Nada me hizo más feliz en el medio de la peste que sentarme a escribir. Tengo una memoria feroz, fue muy movilizante. Como ir a doscientos divanes de psicoanálisis. En un momento me pregunté: ¿a quién le puede interesar esto? Y me respondí: a nadie. Con que lean Cecilia, Pino y mis amigos, estoy hecha. Tengo 77 años, ya soy grande: simplemente quise dejar un registro de mi paso por esta tierra.

Mientras se define la grilla de un homenaje en el Centro Cultural Kirchner, en el que músicas de su generación y las siguientes van a celebrar su obra, Gabriela señala los árboles de la plaza de enfrente y habla de los colores de las estaciones, de la necesidad de estar en contacto con la naturaleza. Es un lunes feriado, pasa el tren por la estación y la tarde avanza, morosa. El ritmo es relajado y nadie parece tener que hacer otra cosa que conversar, tomar café, recordar. Por ahí anda Pino Marrone, con sus guitarras. Viene, cuenta una historia de Joni Mitchell y se pierde por una de las habitaciones. “Tuvimos nuestras cosas, más bien. Pero con Pino nos seguimos eligiendo”, dice Gabriela. Ofrece más café o té: “Ya estoy pensando en un segundo libro. La música para mí es otro mambo: es agarrar la guitarra y volar. Escribir es pensar, reflexionar, tener los pies sobre la tierra. En este momento de la vida prefiero la escritura. Sueño con volver al campo. ¿Quién te dice? No queda mucho tiempo. ¿Ves? Escribir para mí es eso: un tremendo combate contra el paso del tiempo. Dejar testimonio. Escribir ahí, en el medio de la pampa… No está mal para el punto final”.