Marea Editorial

"Mansilla jamás dejó de hablar sobre sí mismo, aun cuando pretendía hablar de los otros"

Saúl Sosnowski sobre el regreso de Lucio V. Mansilla a librerías en la reedición de Una excusión a los indios ranqueles por Marea Editorial: "Se descubre en Mansilla que todas sus páginas han cifrado la imagen deseada por su autor".

Aníbal Ponce definió a Lucio V. Mansilla (1831-1913) como “uno de los representantes más hermosos de la vieja sociabilidad porteña”. La figura de este dandy, que cultivó todo detalle de su imagen y de la mirada que sobre él podía recaer, era reconocida en salones literarios y círculos políticos internacionales, en las cortes europeas y en las tolderías de los indios. Cada espacio recibía el impacto de una presencia que desplazaba el cuerpo hacia los ajustes requeridos por ese medio. El “yo” se regocijaba ante el reconocimiento de sus múltiples facetas, se organizaba ante el placer producido por el ejercicio del poder, por la atención que ejercía al presentarse, por el espejo que reproducía infinitamente la elegancia de la moda. 

 

Mansilla jamás dejó de hablar sobre sí mismo, aun cuando pretendía hablar de los otros. Así produjo vastas semblanzas de una época de transición que vería el desplazamiento de varios gobiernos y la incorporación de plataformas políticas que intentaban ajustar la dirección del país de acuerdo a las transformaciones demográficas y económicas de las últimas décadas del siglo XIX. Su papel histórico, político, jamás fue central para el desarrollo de las doctrinas oficiales, excepto en la organización de su vida privada y en la percepción de su impronta. Precisamente a causa de su diletantismo, de una apertura constante a la aventura, a la digresión, a la inconstancia de sus posiciones, Mansilla no logró obtener los cargos que otro orden le hubiera impuesto. Recibió el reconocimiento de presidentes e invitaciones a viajes de estudio: obtuvo la distancia que depura, informa y, también, salvaguarda al régimen del personaje que no puede responder a órdenes rigurosas. La falta de método en su “carrera” cuestiona el uso de este término; define, sin embargo, el estilo que organizó su larga vida. 

 

La puesta al día con la moda, los reajustes constantes a la situación cambiante en Europa –“Europa nos da la norma en todo” (Una excursión…, p. 258)– resultaban más acordes con el constante traslado por el Atlántico que con la permanencia en los circuitos gubernamentales de la Argentina. Si bien se plegaba rápidamente a los altos círculos sociales de “la gran aldea”, la pleitesía que allí se le rendía no podía satisfacer a quien llevaba puesto –literalmente– el atuendo más reciente de “la civilización”. Solo la mirada admirativa de las capitales europeas podía recuperarlo de los orígenes de una zona que aún lidiaba con los asomos de la barbarie y con los enfrentamientos en los que Mansilla mismo había intervenido. Ante sí mismo y ante el resto del mundo, su figura exponía la victoria de la civilización. El ritmo curioso, la oscilación constante, el devenir de su pensamiento, las reflexiones a flor de piel sobre todo aspecto de la sociedad, solo podían surgir de la inquietud que obligaba a la salida, al traslado incesante entre puertos y modos de vida, entre aplausos y pacientes esperas de antesala: tonalidades que acusaban el desajuste de Mansilla ante toda imposición normativa. El movimiento febril de Mansilla responde, de algún modo, a la agitación que caracterizó las últimas décadas del siglo xix. El país se dirigía finalmente a la unidad nacional –largo proceso que iniciara una nueva etapa después de la derrota de Juan Manuel de Rosas en Caseros y de la redacción de la Constitución nacional al año siguiente (1853). Durante la década del 80, que prestó su fecha a toda una generación de escritores, se resuelve formalmente el conflicto “unitario-federal” mediante la transformación de la ciudad de Buenos Aires en Capital Federal de la república. El período de reconciliación nacional se inicia durante la presidencia de Nicolás Avellaneda y se consolida durante el mandato de Julio A. Roca. Fue este último precisamente quien había dirigido su vasta campaña del desierto contra el indio con el fin de asegurar las fronteras del sur para el adelanto de la economía nacional, que redundaría en los beneficios de ganaderos, terratenientes, y las crecientes proyecciones del puerto de Buenos Aires. La resolución del problema de la capital y de la presencia del indio se abre ante el ímpetu del liberalismo, ante el empuje del orden capitalista que se asoma a la boca nacional que todo lo incorpora y todo lo expele. La capital no cede de inmediato a las peculiaridades que acogen cálidamente el predominio de minorías selectas. Paulatinamente, sin embargo, comenzará a sentir el embate ya impostergable de las masas de inmigrantes que transformarán para siempre el perfil de la ciudad y del país. Los reductos aristocratizantes, los núcleos familiares y amistosos que habían regido sus intereses bajo la rúbrica de los beneficios nacionales, deben sostener el desafío que rubrica la presencia misma de nuevas tensiones sociales. La oligarquía se pertrechará tras sus propiedades con la fe en un progreso definido conforme a sus deseos de perpetuidad y sazonado con los valores traducidos de la “civilización europea”. Para mantener ese orden que garantizara la supervivencia de los “ideales de Mayo”, tal cual fueron interpretados por los que detentaban el poder –y por una línea sustentada notablemente por Facundo. Civilización y barbarie (1845) de Domingo Faustino Sarmiento–, Roca apoyó la construcción del ferrocarril y la formación de un ejército moderno. El lema de su gobierno, “Paz y administración”, anunciaba el inicio de la estabilidad lograda luego de décadas de guerras civiles e incursiones en territorio indio. El proyecto de unidad nacional proclamaba, asimismo, la integración del país al sistema internacional en el que, con algunas variantes de dramáticas proyecciones posteriores, se modelarían los papeles que le fueran asignados por Sarmiento en Facundo: Argentina abastecería a la civilización europea con la materia prima necesaria que esta pagaría con los productos manufacturados necesarios para el mantenimiento de las condiciones vigentes. La “Ley del progreso”, tan discutida por la Joven Generación Argentina, de 1837, adquiría ahora el rotundo sonido de los ferrocarriles dirigidos a la boca que organizaba su paladar según los designios del imperio británico. La nacionalidad se definía así, hacia afuera, mediante su integración al mercado capitalista internacional; hacia adentro, mediante el juicio del gusto por lo importado, por la adopción de doctrinas positivistas, por los amplios registros xenofóbicos del 80 contra el inmigrante traído, en parte, para reemplazar la función económica que le fue negada a la población nativa. La política nacional representaba, de este modo, los intereses de la clase que regía beneficiando con su legislación al terrateniente, al ganadero y a sus industrias subsidiarias. 

 

Junto a estas transformaciones radicales del país, particularmente sensibles en la zona de Buenos Aires, surgió una preocupación por el estado mismo de una sociedad sometida a rápidos cambios y por la necesidad de diagnosticar sus “males” para formular las respuestas requeridas para la eliminación de sus “deficiencias”. No sorprende la adopción de credos aledaños al naturalismo, a las variantes científicas del positivismo, a la fe en el discurso político que podrá corregir o tan siquiera modificar esas nuevas tensiones. El culto a la razón y a sus posibilidades de interpretación y solución, constituyen otra fase del argumento de la época y de la ubicación de sus intelectuales. Son parte de ese sistema la intimidad del grupo que comparte los mismos gustos, aspira a los mismos reconocimientos y se articula en torno a las líneas de la simpatía que organizan la visión privilegiada de la sociedad y su futuro. Como en toda época que se percibe fundamental en el discurrir histórico del momento, esta también produjo múltiples aperturas hacia el texto literario. Pero si por un lado se dirigió a la producción concreta de la novela, por ejemplo, por otro se complació en la página ligera, la anécdota casual, la reproducción de la confidencia y la conversación animada. Se reproducía la charla ágil y despreocupada del que está afianzado en un recinto asegurado por los beneficios del privilegio recortado en torno al club social, al salón privado. 

 

La conversación deviene, entonces, en deporte, acto literario, pose literaria. Por su lado, el oyente mantiene el silencio cómplice del que comparte la organización de esas reglas. Las causeries de Mansilla constituyen por ello una suma de fragmentos que proyectan ese arte de la conversación que lo definió y definió una época. Su publicación responde al encuadre de una mirada que ya desde el título apunta a su filiación europea. Cuadros, recuerdos, retratos, memorias, son lineamientos parciales que trazan la vertiginosa percepción de una historia acelerada. Más que por su calidad de documento literario y testimonial, valen por las pinceladas del mismo autor: al cabo de una extensa vida que no omitió la voluntad literaria, se descubre en Mansilla que todas sus páginas han cifrado la imagen deseada por su autor. El sinceramiento, la obsesión por subrayar la verosimilitud de lo narrado, la apertura jovial ante el interlocutor y la confianza solicitada a todo lector, son parte de la convención del que quiere ser visto como él mismo se ve. Ya las fotos de Witcomb producen esa imagen: sentado o parado, en actitud sobria o de reflexiva travesura, siempre está Mansilla dialogando consigo mismo, regocijándose con su propio esplendor, entreteniéndose con la distracción que solo él podía aportar (se). Si, como otros han afirmado, tras la obra total de un hombre se halla al final de su trayectoria el trazado de su propio nombre, en este caso se descubre la placa bruñida de una imagen que se alegra ante su reflejo. Esta es la definición de la presencia de Mansilla en las letras de su momento. 

 

Desde su juventud en el Buenos Aires de Rosas, Mansilla desplegó una gran devoción a su propio deseo y voluntad. Debido a la fortuna de su familia –fortuna en su doble y notable acepción–, el desacato, la desobediencia juvenil o, posteriormente, la más seria contravención legal a órdenes civiles y militares solo le valieron llamados de atención cariñosos o viajes que lo llevaron a una mayor exacerbación de la aventura y del testimonio oral y escrito. Pero tras el goce del viaje también se hallaba el sentimiento rara vez mencionado de la desubicación, del desencanto ante la navegación con estadías provisorias. Estaba también, siquiera en las primeras etapas de su vida, la sensación del desafío, el llamado de lo desconocido, la invitación al recorrido del ojo azorado, y luego del guiño cómplice, por territorios cada vez más propios. Escribir una obra de teatro para responder a una apuesta –Atar Gull o Una venganza africana–, desafiar al senador José Mármol por afrentas cometidas contra su familia en la novela Amalia (1851), incursionar en territorio indio para negociar la paz imponiendo condiciones que respondían a su juicio individual, mostrarse adepto a la frenología (fe mantenida desde 1851), pronunciar en el parlamento dictámenes muy ajenos a los propuestos en torno a los indios en Una excursión a los indios ranqueles, son todas fases de un espíritu que practicaba la sorpresa y el goce como método de recuperación del “yo”. Esta es una de las características sobresalientes de Mansilla, más que cualquier sistema de lectura e interpretación compartidos por sus congéneres. Las transgresiones y los súbitos cambios eran tranquilamente descartados ya que, según él, “un hombre que piensa seis meses seguidos del mismo modo, en cuestiones temporales, está seguro de equivocarse”. Los vaivenes, el tono casual de la conversación, la lectura de una página con el solo fin de distraer, de compartir con alguien el momento ameno del divertimiento y la confidencia, destacan no solo una actitud hacia la literatura sino también la línea seguida en sus múltiples viajes, puestos, ejercicios periodísticos, diplomáticos y políticos. También explican la urgencia de sus travesías. Quizá, en asuntos de mayor peso y envergadura, aclaren las distancias que van de las páginas elegíacas y admirativas por ciertos aspectos de la organización de los ranqueles a sus propuestas ante la Cámara de Diputados en que, a causa de las características intrínsecas de la raza y de sus hábitos poco conducentes a la civilización, niega toda posibilidad de integración del indio a la ciudadanía nacional. De este modo, la “calaverada militar” –como denominara a su “excursión”– no produce a largo plazo la defensa de una política consecuente con los argumentos expuestos en su gestión ante los indios; responde, más bien, a la prepotencia y al cinismo que él mismo había criticado. También confirma las sospechas de su igual en las negociaciones, el cacique Mariano Rosas, sobre las intenciones del delegado cristiano y de las autoridades centrales. 

 

La vida familiar, sufrimientos y alejamientos, la paz que recupera por cierto tiempo con sus segundas nupcias, se integran en el cuadro de una personalidad contradictoria y multiforme, Mansilla representó en innumerables pronunciamientos y gestiones versiones oficiales del Gobierno nacional. Paradójicamente, dadas algunas de sus opiniones sobre los inmigrantes, realizó varios estudios sobre la inmigración a la Argentina. Sus informes representan –sin obviar aspectos equívocos– la gama del debate en torno a este tema en momentos en que se temía por la supervivencia de los “valores nacionales”. En Buenos Aires se plegó periódicamente a la política; también a la revisión de todo protocolo de partido que pudiera exigir una lealtad constante. Gozó de inmensa popularidad en círculos sociales, intelectuales y gubernamentales, pero no logró las carteras ni los ministerios que hubiera deseado poseer. Sus viajes respondieron a misiones oficiales o a predilecciones personales; respondieron, asimismo, a la inadecuación de un estilo, a las exigencias de un proceso que requería, además de los llamados a la inventiva y la imaginación, la paciencia y la resignada dedicación del administrador. 

 

Durante las etapas de movilización de la Guerra del Paraguay –con cuya conducción discrepó vivamente–, de negociaciones con los ranqueles, es decir, bajo toda circunstancia que exigiera la movilidad continua y le permitiera desarrollar cierta actividad independiente, Mansilla vivió algunos de sus mejores momentos. Pero aun entonces la sumisión incondicional a instancias superiores marcó los límites de su actuación. El cuerpo que actuaba, que sentía el control real, inmediato, de cada movimiento y cada acto, exaltaba sus posibilidades. El mando que no obtuvo en las esferas políticas fue derivado hacia otros ejercicios: el periodismo, los dictámenes públicos, la crónica que él mismo generaba con su conducta y comentarios. Precisamente aquello que ha legado páginas ejemplares del ingenio de su generación es lo que vedó la carrera circunspecta, la gestión formal. Durante los primeros momentos del romanticismo, el viaje del poeta a las capitales europeas en busca de musas, inspiraciones, influencias, adaptaciones, ajustes y modas de la cultura y el pensamiento político y económico a ser importados a círculos y salones literarios locales, produjo resultados que, como en el caso de Esteban Echeverría (1805-1851), tendieron a formular el ideario de la Joven Generación en torno a las etapas iniciales del país y de su credo liberal. Si bien el culto a la civilización y al progreso –término este que resumía ideales y que en época de Mansilla ya definía con mayor precisión un nuevo culto a la tecnología– no disminuyó en esta etapa, el viaje de Mansilla adquiere otra tonalidad. Adelantándose a escritores recientes que junto a la velocidad del jet ajustan sus relojes al cosmopolitismo de cualquier capital de occidente e integran un lenguaje universalizado a sus postulados literarios, Mansilla logró la comodidad del ciudadano que interpela toda manifestación en su propio lenguaje. Lejos de la vergonzante imagen del rastaquoere, este pudo integrarse con soltura a todo círculo formal, diplomático y cultural. Practicaba desde sus inicios el idioma internacional de la élite, el endulzado reconocimiento de almas afines, la aceptación del modelo civilizado que podía emerger de un país sumido aún en los dilemas concretos y violentos del enfrentamiento formulaico y real de “civilización y barbarie”. 

 

Todo esto apunta a una figura que representa un momento histórico único en que las posibilidades de consolidación nacional se fraguan junto con el ingreso definitivo del país a la órbita entonces regida por Inglaterra. Al margen de la literatura que enuncia esas tensiones y que señala motivos que aún perduran en ciertos sectores, las páginas sueltas de Mansilla conforman la crónica interna de un debate y los perfiles de los personajes que protagonizaron, desde múltiples niveles, uno de los virajes más definitorios del país. 

 

El arte conversatorio, que ha definido a la Generación del 80, y que ha impuesto la rúbrica de causeur a un estilo peculiar, no ha perecido en la transitoriedad de su enunciado gracias a las crónicas registradas por Mansilla. De la misma manera, la excursión –¡y no la campaña!– a los indios ranqueles llevada a cabo por iniciativa propia y que dentro de la historia formal carece del peso que su autor hubiera querido asignarle, ha perdurado por la magnitud y trascendencia literaria que posee la crónica que ha organizado esos hechos. No sería sorprendente que la permanencia histórica de Mansilla a través de Una excursión a los indios ranqueles corrobore esa intuición, esa sospecha igualmente definitoria de su núcleo y alguno de sus máximos herederos de una producción ideal de la historia mediante los lineamientos literarios que parcializan, reconstruyen y, en última instancia, legan otras variantes de la historia real. 

 

Fiel a los principios que enunciara en Facundo y en documentos posteriores, durante su presidencia Sarmiento impulsó la expansión de las fronteras con el fin de incorporar territorio indio a los dominios del orbe civilizado, es decir, al desarrollo de la economía nacional. Continuaba así con un proyecto desarrollado durante gobiernos anteriores pero que había sido abandonado durante los últimos años. A fines de 1868 Mansilla fue destinado a Río Cuarto para comandar el sector de fronteras Córdoba-San Luis-Mendoza y para participar, de hecho, en esta política. En febrero de 1870, Mansilla concertó un tratado de paz con los ranqueles sin consultar a su superior, el Gral. José Miguel Arredondo. El presidente procedió a hacer algunas enmiendas al documento que provocaron el descontento de Mansilla al percibirlas como obstáculo a su gestión y como posibles causas de anulación del tratado, además de impugnar sus negociaciones. Al hacer públicas sus desavenencias en la prensa de Buenos Aires, Sarmiento le hizo llegar ciertas reconvenciones a su conducta, moderadas para la gravedad del caso. Los ranqueles aceptaron las enmiendas al tratado pero desconfiaban, y con razón, de algunas cláusulas y del trámite parlamentario necesario para su ratificación. Ante esta nueva situación, Mansilla solicitó la venia del Gral. Arredondo para dirigirse en persona y con una escolta reducida a las tolderías del cacique Mariano Rosas para demostrarle la buena fe que debía inspirarle lo acordado. El 30 de marzo de 1870, Mansilla salió con su partida. La expedición duró dieciocho días. 

 

A partir del 20 de mayo, los lectores de La Tribuna de Buenos Aires pudieron leer las cartas redactadas por Mansilla sobre un acto audaz que representaba una vez más las características del que violando todo canon protocolar, y aun de sensatez, procedió a crear una saga que posee un impacto literario mayor que el resultado concreto de la excursión. Fue tal el éxito de las cartas que, a instancia de Héctor Varela, se publicaron en dos tomos bajo el título actual. La obra fue premiada en 1875 por el Congreso Internacional Geográfico de París. Dos años más tarde se publicó una “edición autorizada” en Leipzig. Mansilla aprovechó la crónica de la expedición para exponer sus opiniones sobre una variada gama de aspectos sociales, políticos, filosóficos, etc. Sus apreciaciones del modo de vida de los ranqueles poseen el asomo del antropólogo aficionado que no escatima oportunidad alguna para centrar gran parte de sus páginas en una reflexión sobre los problemas más amplios de civilización y barbarie, la “cuestión de los indios”, el sentido del progreso y el futuro de su país. Todo ello desde la óptica ineludible que subraya su presencia. La fuerza que coordina un enunciado personal es inevitable, además, al apelar al recurso epistolar como medio de acercamiento a la inmediatez y a la verosimilitud de la crónica de viajes. 

 

Una excursión a los indios ranqueles es ante todo un “libro de viajes” y, como tal, hubiera podido resguardarse en los cánones de una antigua tradición literaria. En este caso, sin embargo, el viaje constituye un recurso para proponer una visión singularmente personal de los problemas que aflorarían con mayor vigor en la década siguiente. Las cartas están dirigidas explícitamente a un lector entendido en la materia: Santiago Arcos (h), autor de Cuestión de los indios. Las fronteras y los indios (1860), quien había abogado por una ofensiva contra los indios. Más allá del interlocutor –quien había respondido en La Tribuna con notas de viaje, “Sin rumbo ni propósito”– Mansilla reconoce la presencia de un público más amplio. Si Arcos es el cómplice inmediato para quien las vagas alusiones sobreentienden la existencia de código común, Mansilla quiere acceder al público que este representa. La conversación privada se hace pública: el oyente se multiplica para hacerse eco de estas ideas y plegarse a sus apuestas al futuro. Mansilla anhela el reconocimiento de la generosidad de sus actos. Al margen de las convenciones del género epistolar, ello explica su creciente atención al público –lo cual implica, a su vez, una consideración mayor por el ejercicio de las letras. Como para otros hombres de su generación, esta práctica no era exclusiva; formaba parte de un cuadro más amplio en el que se integraba el ser escritor como una de las “amenidades” del hombre formado. Se nota, sin embargo, un acercamiento a la profesionalización del escritor que se transformará en norma, siquiera fundada teóricamente, en décadas subsiguientes. 

 

En varias ocasiones Mansilla apunta que el ser escritor le permite recuperar historias que de lo contrario se hubieran perdido. De este modo reitera el énfasis en la veracidad de lo narrado –todo lo cual le permite iniciar digresiones que, con algún acierto, denomina “trigales de la pedantería” (p. 50). Considera que el mundo real y el imaginario no son tan ajenos ni distantes entre sí. Puede por lo tanto aventurarse en lo imaginario para recalcar, ante la posible duda del lector, que lo narrado es absolutamente cierto. El énfasis en la verosimilitud no es solo parte de la convención del momento que aún imperaba mediante las filiaciones con el realismo, sino también prueba de la intención de acercar sus descubrimientos a los sectores bonaerenses que ignoraban todo aquello que se hallaba fuera de su circuito inmediato. Reiteradamente Mansilla clama por la necesidad de conocer aquellos aspectos y territorios del país que no responden a las exigencias de los barrios cultos (ver, por ejemplo, p. 69). Conocer la fisonomía del país, los hábitos y tradiciones de los indios –además de ser obligatorio para todo jefe de Estado (p. 203)– permitirá la formulación de una política acorde con ese panorama y explicará las razones de la hostilidad india hacia la autoridad central. 

 

En términos pragmáticos, Mansilla aboga por el conocimiento del país en tonos que recuperan las proclamas de generaciones anteriores. Consciente de la influencia europea en la legislación, los hábitos, la moda cultural y vestimentaria –habiendo sido él uno de sus mejores exponentes–, la estadía en Tierra Adentro impone su propio sello. Si bien discrepa en otros detalles con lo expuesto por Echeverría, los versos de La cautiva le sirvieron de epígrafe para regir algunas de sus cartas; si se opuso a Sarmiento en planteos políticos, coincide con ambos en la necesidad de recorrer el país, de tener una clara conciencia del desierto, de lo que este produce y modifica en las relaciones humanas. De este modo se establece una línea que, repito, a pesar de serias discrepancias de fondo y de actitudes, exige un primer plano de conocimiento local, una relación directa –sea esta positiva o negativa– con el espacio en el que se desenvuelve un presente inalterable.