Marea Editorial

Escritos desobedientes: historias de familiares de genocidas

El libro “Escritos desobedientes: historias de hijos, hijas y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”, publicado por Marea Editorial, incluye una serie de relatos de experiencias y sentimientos vividos por hijos, hijas y familiares de genocidas. Mañana se presentará a las 15hs en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti. Compartimos un fragmento escrito por Verónica Estay Stange, co-editora del libro.

Por Cosecha Roja

El desgarro en la palabra
Verónica Estay Stange

“¿Criminales, los hijos de criminales? ¿Criminales por estar involucrados, debido al solo azar de su nacimiento, en una tragedia iniciada por sus padres? ¿Criminales… por haber nacido? ¿O podemos acaso decir víctimas? ¿Prisioneros de un pasado que de ningún modo forjaron, torturados por condenas que los engloban, sumergidos en ese ‘inmenso secreto de las familias’ que deben respetar a veces sin haber sido siquiera iniciados a él?”. Tales son las preguntas que se plantea Annick Cojean en un texto que analiza los distintos modos en que los hijos de nazis han asumido el legado de sus padres. La respuesta de Madeleine Natanson, que aborda el mismo tema desde el punto de vista de la psicología, es rotunda: “Los hijos de victimarios también son víctimas” (afirmación que da título a un artículo de su autoría).

Hace algunos años, tras un largo recorrido, llegó a mis manos un libro de la periodista chilena Mónica González que, a partir del testimonio improbable de un torturador arrepentido, echaba luces sobre el rol que jugaron en la dictadura de Pinochet ciertos grupos represivos paralelos a la DINA cuyo funcionamiento hasta entonces se ignoraba. Ansiosa por conocer un contenido tanto más interesante para mí cuanto que se refería parcialmente a mi propia familia, no reparé entonces en la dedicatoria que figuraba en la primera página de esa compleja y arriesgada investigación. Fue tiempo después, cuando por diversos motivos quise releer el libro, que dicha dedicatoria llamó mi atención, conmoviéndome profundamente: “A mis hijas. A los hijos de las víctimas y victimarios, principales destinatarios de esta historia”. Esas pocas palabras me parecieron condensar una pequeña filosofía ética de la transmisión de la memoria que, en la época en que fueron escritas (alrededor de 1990), no dejaba de resultar visionaria: los hijos, todos los hijos incluyendo los de la propia autora, se encontraban situados frente a la Historia en un plano de igualdad, como si fuera posible tender un puente entre los campos opuestos a los cuales unos y otros pertenecen para reconocerles, a unos y a otros, un derecho común (el derecho a saber, en tanto destinatarios del relato), un sufrimiento común, y quizás también una esperanza común. La idea me conmovió, digo, porque para entonces tenía plena conciencia de pertenecer a una familia que el golpe de Estado en Chile no solo marcó, sino que literalmente partió en dos, como si un rayo hubiera caído de repente en la casa de mis abuelos, o como si la falla geológica que atraviesa ese país propenso a los sismos hubiera pasado por el medio del comedor. Uno de los hermanos (más tarde mi papá), junto con su novia (más tarde mi mamá), sufrió la prisión, la tortura y el exilio; el otro hermano (más tarde mi tío), traicionándolos a ellos y a su partido, se volvió torturador. El azar quiso que yo naciera de este lado; pero lo mismo habría podido nacer del otro, en cuyo caso mi tío preso por crímenes de lesa humanidad, al que no conozco y al que probablemente no conoceré, sería mi padre. Teniendo pues lazos de parentesco tanto con las víctimas como con el victimario, mi situación me ha permitido percibir, de cerca o de lejos, las semejanzas y las diferencias entre dos posiciones aparentemente inconciliables para concluir que, en efecto, las heridas de la Historia se extienden a todos los hijos, sin distinción.

Pero mi posición es evidentemente parcial: no es lo mismo ser "hija de..." que "sobrina de..."; no es lo mismo conocer de adentro, desde la casa, que conocer de afuera, por los relatos que uno ha podido escuchar; y no es lo mismo repudiar los actos de una persona querida que los de un sujeto con el que no se tiene vínculo afectivo alguno. Sí, cuando estuve en Chile me pregunté cómo lidiar con mi apellido, con la historia de mi familia, con mi posición ética respecto a ese hombre que es mi tío. Sí, he sentido culpabilidad o vergüenza al conocer los testimonios de sus víctimas y de los familiares de estas últimas. Sí, me pesa; sí, me duele. Sin embargo, me resultaría difícil expresarme aquí legítimamente sobre el sufrimiento que conlleva ser la sobrina lejana de un victimario, en la medida en que mi cercanía con las víctimas, si bien acarrea otros sufrimientos, de algún modo ha atenuado aquel, o acaso tristemente lo ha redimido. Mi palabra no tendría el mismo peso ni el mismo valor que la de los otros Desobedientes cuyos relatos componen este libro. Mi “desobediencia” misma –ya que, como es sabido, por el lado de las víctimas también suele haber imperativos de silencio– es de otra índole; menos radical, menos desgarradora.

Por respeto, cariño y admiración hacia mis compañeros, si bien formamos parte del mismo colectivo en la medida en que reúne a los “familiares de genocidas” en general, no hablaré aquí de “nosotros”, sino de “ellos”, en tercera persona, tomando distancia por un momento para dirigirme así a la hija que, por azares del destino, yo misma habría podido ser: la de la otra vereda, la que tiene no un padre libre que es posible querer sin conflictos y cuyas ideas se pueden compartir –o bien, como en otros casos que no son el mío, un padre muerto que frente a la pena infinita ofrece sin embargo el consuelo de una memoria íntegra e incluso ejemplar–, sino un padre condenado (o condenable) por la ley, al cual duele querer y cuyos actos inspiran horror.

 

 

Pero mi posición es evidentemente parcial: no es lo mismo ser “hija de…” que “sobrina de…”; no es lo mismo conocer de adentro, desde la casa, que conocer de afuera, por los relatos que uno ha podido escuchar; y no es lo mismo repudiar los actos de una persona querida que los de un sujeto con el que no se tiene vínculo afectivo alguno. Sí, cuando estuve en Chile me pregunté cómo lidiar con mi apellido, con la historia de mi familia, con mi posición ética respecto a ese hombre que es mi tío. Sí, he sentido culpabilidad o vergüenza al conocer los testimonios de sus víctimas y de los familiares de estas últimas. Sí, me pesa; sí, me duele. Sin embargo, me resultaría difícil expresarme aquí legítimamente sobre el sufrimiento que conlleva ser la sobrina lejana de un victimario, en la medida en que mi cercanía con las víctimas, si bien acarrea otros sufrimientos, de algún modo ha atenuado aquel, o acaso tristemente lo ha redimido. Mi palabra no tendría el mismo peso ni el mismo valor que la de los otros Desobedientes cuyos relatos componen este libro. Mi “desobediencia” misma –ya que, como es sabido, por el lado de las víctimas también suele haber imperativos de silencio– es de otra índole; menos radical, menos desgarradora.